sábado, 28 de noviembre de 2015

El verdadero arquitecto del templo de Salomón: Asmodeo



El verdadero arquitecto del templo de Salomón: Asmodeo

Eva no fue la primera esposa de Adán, sino que Yahve modeló, simultáneamente, a Adán con barro, y a Lilit con residuos. Solo tras el nacimiento de su primer hijo, Asmodeus, y tras la negativa de Lilit de someterse a Adán y de residir en el limitado círculo del Paraiso, Yahvé formó a Eva de una costilla de Adán y se la entregó.
Pero ni siquiera es seguro que Lilit fuera la primera mujer del primer hombre, ya que la leyenda afirma que Adán se unió a la hermana del dios de los herreros, Tubal Caín -nieto o bisnieto de Adán, según la Biblioa canónica-, con quien engendró a Asmodeus (considerado también como hijo de la relación incestuosa entre Tubal Caín y su hermana).
Asmodeus -cuyo nombre podría significar El dios de la ira- acabaría uniéndose a su madre, Lilit. Juntos se convertirían en los dioses de los Infiernos.

Pero la actividad principal de Asmodeus aconteció en la tierra. Su relación con Tubal Caín no es caprichosa. Asmodeus, el primer hijo, ayudó a los humanos a ordenar el mundo, a hacerse con él y a adaptarlo a sus necesidades. Las artes de la geometría, el álgebra y las edilicias (o constructivas) fueron trasmitidas a los hombres por Asmodeus: desde entonces, supieron parcelar, orientar y construir. Las claves, sin embargo, estaban en manos de Asmodeus: tenía el don de levantar los tejados de las casas y desvelar los secretos familiares que los interiores escondían. Era el protector de los hogares, pero también quien ponía en evidencia las lacras de lo íntimo. Nació de la más íntima de las uniones, el incesto.
Tan familiarizado con las hogares estaba Asmodeus que cuando el rey Salomón recibió la orden de su padre David de construir el templo de Jerusalén -el primer templo, cuyo modelo Yavhé entregó a David-, buscó a los mejores arquitectos.
Salomón sabía que no podía utilizar hierro para unir los sillares. Quien hierro usa por el hierro muere. Las piedras tenían que encajar milagrosamente. Supo de los conocimientos de Asmodeus. Mandó a un emisario que hablara con él y le convenciera de ponerlos al servicio de la construcción del templo. Asmodeus aceptó. Conocía a un gusano mágico que era capaz de grabar en la piedra -es así como Moisés pudo inscribir los mandamientos en las tablas de la ley-, y de tallarlas, como si fuera un diamante, de tal modo que no hacía falta ningún elemento de unión entre ellas.
Salomón logró reducir a Asmodeus. Éste modeló, con agua y arcilla, ladrillos fundacionales, y obró con los sillares. Mas, cuando el templo fue construido, logró suplantar durante siglos a Salomón, a quien expulsó de la tierra. Solo con el paso de los siglos, logró Salomón volver a Jerusalén, poner en evidencia a Asmodeus, y enviarlo a los infiernos donde aun reina.

Esta leyenda hebrea, que se desarrolla tanto en el Libro de Tobías del Antiguo Testamento -Asmodeus es un demonio que, desde el interior de las casas, hace fracasar los matrimonios, matando a uno de los esposos- en libros apócrifos y en el Talmud, y que data de los primeros siglos de la edad cristiana, con desarrollos medievales, revela bien el imaginario arquitectónico antiguo. Construir conlleva un desafío: es la repetición de la creación. A través de las artes y, especialmente, de las artes edilicias, el ser humano se compara con los dioses. por eso, las artes y la arquitectura son tareas demoníacas que logran, en efecto, poner cota a la omnipotencia divina y desvelar que los poderes de la noche son necesarios junto con los de la luz. 




Francisco Goya: Asmodea (en femenino) señalando sus logros -templos o palacios- en las alturas, 1820-23, Museo del Prado, Madrid


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martes, 10 de noviembre de 2015

El bien esquivo


El bien esquivo


Prometido a Cristóbal

Hace varios milenios existían unas criaturas nacidas de la Tierra y enfrentadas al Cielo. Habitaban entre los límites del mundo de las fuerzas naturales y del de las sobrenaturales y pretendían ser los soberanos absolutos de la creación, puesto que participaban de ambos universos. Eran los gigantes.

De esas remotas fechas data la historia de un personaje descomunal de fuerza inusitada pero que, sin embargo, era frágil en su interior. Su potencia física no se correspondía a la vulnerabilidad de sus sentimientos, ni había en su mente, aunque estaba albergada en un cuerpo tan enorme, suficiente espacio para recibir las cosas más sencillas. Si se le dejaba suelto, a su aire, se comportaba muy atolondradamente, pues no era capaz de sincronizar sus dimensiones con sus movimientos ni de congeniar su edad con su razón; por eso, delante de las visitas, lo ataban y no le dejaban ni abrir la boca. Poco a poco se fue haciendo temeroso: andaba como pisando huevos y no decía otra cosa que sí o que no. Nadie recordaba su nombre. Se habían habituado a llamarle El Gran Inepto. Cuando salía a la calle todos los chiquillos le ponían trampas y zancadillas para que tropezara, le azuzaban bichos para asustarlo y le preguntaban cosas absurdas para divertirse con su perplejidad. El Gran Inepto era muy paciente, pero estaba harto de que se rieran de él, así que un buen día se dijo: «Me iré al mundo de los hombres. Buscaré un amo poderoso. Él me protegerá. Si le sirvo obedientemente, no tendré más remedio que hacer lo correcto y poco a poco adquiriré valor y confianza».

Se dirigió entonces a la corte del emperador Máximo y le ofreció su fuerza para que la empleara en beneficio de su Imperio. El emperador Máximo llamó a sus tecnócratas y les dijo: «Ahí tenéis una máquina gigante que está ansiosa de ser productiva».

Los tecnócratas imperiales sometieron al Gran Inepto a diversas pruebas de idoneidad, cuyo resultado fue el transformarlo en Fuerza Bruta. Después lo remitieron a los departamentos de Física, Ingeniería y Estrategia para que lo programaran según creyeran conveniente.

A los pocos meses, la Fuerza Bruta era un potencial energético listo para desempeñar diversos cometidos con precisión y rapidez. El departamento de Economía presentó un informe presupuestario que demostraba lo rentable que les resultaría su puesta en funcionamiento. Con él se ahorraba gran cantidad de maquinaria y, por supuesto, mano de obra, decían esas largas columnas de sumas y restas. Una nota de puño y letra firmada por el economista mayor recomendaba al empleador imperial considerar que el mantener una máquina sale más barato que comprarle las horas de trabajo a una persona y que, además, evita tener que atender reivindicaciones salariales, seguros sociales, revisiones de contratos y demás zarandajas. El empleador imperial estuvo completamente de acuerdo y añadió su rúbrica inmediatamente. Los altos cargos, reunidos en sesión extraordinaria, dieron el visto bueno al proyecto con gran satisfacción y elaboraron un decreto ley para poner en marcha, enseguida, los distintos planes programados. Al que fuera Gran Inepto y Fuerza Bruta se le llamó Gigante Autómata a partir de entonces.

El Gigante Autómata se sintió útil e importante por primera vez en su vida. Era muy feliz y se dedicó, con ahínco, a cumplir sus tareas.

Él solo, en una mañana, podía arrancar cincuenta robles y transportarlos hasta los talleres de carpintería, por ejemplo. En una ocasión apagó un incendio volcando encima del fuego un pozo como si fuese un cubo de agua. En otra, abrió de un puñetazo un túnel en una roca. Con su navaja de afeitar segaba el trigo y araba las tierras con la misma facilidad que si les pasara el peine. Con él no se necesitaban grúas, ni palancas, ni vagones de acarreo, ni escaleras extensibles, ni tanques acorazados.

Sucedió que, a causa del Gigante Autómata, muchas fábricas quebraron, muchos gremios desaparecieron, muchas familias se quedaron sin recursos y muchas tiendas sin clientes. Suplicaron, protestaron, se manifestaron, trataron de sabotear el trabajo del Gigante Autómata, pero, como nada se conseguía, los idealistas se entregaron a la lucha organizada y los desesperados a la revuelta callejera. Naturalmente, se hizo muy evidente que el cargo de empleador imperial era un contrasentido. Los insurrectos no esperaron a que dimitiera: lo arrancaron de su gabinete y lo cesaron a golpes y porrazos.

En la comarca se asentaron la rabia, la venganza, el dolor, la miseria y el pillaje. Los que procuraban ser sensatos crearon comités para encontrar la manera de trabajar, pues no eran ni vagos ni perezosos, pero, por mucho que se esforzaran, nada resolvían. Nadie podía permitirse el lujo de contratar a alguien que hiciera lo que se podía hacer gratis. A cambio de lo que quisieran pagarles, los arruinados y los despedidos partían la leña, cortaban el césped, limpiaban los cristales, entretenían a los niños, ayudaban a los ancianos en los hogares de los que aún tenían medios, viéndose también obligados a tener que agradecer que les dejaran ganarse su limosna. Sin embargo, lo que obtenían era insuficiente. Las posibilidades para ganarse el sustento y vivir honradamente eran prácticamente nulas.

Quienes podían, huyeron, pero las fronteras estaban lejos y cuando llegaban, si es que llegaban, caían extenuados. No todos resistían el viaje, ni todos cumplían los requisitos para ser admitidos en otro país: la policía aduanera los echaba para atrás. Era muy duro tener que deshacer el camino. Se gastaban sus últimos ahorros en conseguir la documentación adecuada. O entraban furtivamente, exponiéndose, en cualquier momento, a ser detenidos y deportados. «Extranjeros, no os queremos aquí», les decían: «Que os den trabajo los vuestros». «En nuestro país no hay trabajo», replicaban. « ¡Y a nosotros qué nos importa! Cada uno tiene el país que se merece», y los ponían de patitas al otro lado de la alambrada sin ningún miramiento.

Se encontraban sin salida. No quedaba más remedio que agruparse en bandas e intentar robar en los almacenes para poder sobrevivir. Es por eso que el Gigante Autómata, nada más detectar a tres o cuatro personas juntas, las dispersaba de un manotazo. Algunos morían con el impacto, otros quedaban lisiados de por vida. Los sobrevivientes, entonces, conspiraban para hallar la manera de suprimir al Gigante Autómata, pero el Gigante Autómata estaba muy bien adiestrado por los altos estrategas y al menor barrunto de atentado ponía en marcha su programa de Ataque y Represión.

El Gigante Autómata iba cosechando medalla tras medalla por sus acciones rápidas y contundentes. «Por fin hago algo bien», decía orgulloso, frotando con la bocamanga de su casaca las condecoraciones. Pero eran los laureles de bronce sobredorado la única cosecha en el Imperio. Desde luego, el Gigante Autómata tenía mucho más trabajo como demoledor que como recolector, pues ¿qué iba a recolectar? Mientras se encargaba de reducir a los vecinos por medio del terror, el Gigante Autómata no podía ocuparse de plantar el grano ni de podar los árboles frutales ni de echar el pienso al ganado ni de ordeñar las vacas lecheras.

Pronto se dejaron sentir las consecuencias de esta situación: escaseaban las materias primas y mantener adecuadamente al Gigante Autómata exigía muchos sacrificios.

El Gigante Autómata consumía grandes cantidades de alimento, y esos alimentos consumían, a su vez, grandes cantidades de leña, y ya no quedaban apenas bosques ni animales ni cultivos. Los impuestos subieron de una manera alarmante. Eso ya no les gustó a los ricos, de ninguna manera. No querían ser ellos los que pagaran el pato.

—De qué nos sirve un Autómata Gigante que tanto nos cuesta mantener y que encima nos resulta tan vulgar: nosotros siempre nos hemos arreglado con mayordomos de chaqué, doncellas de delantales almidonados y chóferes de librea, que son mucho más vistosos y de un tamaño más proporcionado —protestaban.

Los ricos, además, acabaron hartos de gastar grandes fortunas para obtener en el mercado negro judías, garbanzos y otros productos que, en otro tiempo, creían que solo comían las bestias. Y de contratar vigilantes jurados para que los insurrectos no asaltaran sus cámaras frigoríficas, o guardaespaldas para que no les atracaran en la vía pública: se sentían robados por todas partes. Entonces, en vista de lo cara que les estaba resultando la vida, prefirieron llevarse sus fortunas al extranjero antes que dejarse arruinar de una manera tan tonta.

El dinero nunca ha tenido problemas de xenofobia y es bien acogido en cualquier lugar del mundo. Y las divisas empezaron a evadirse como el agua por un colador. Se vaciaron las cuentas corrientes, y los banqueros, al marcharse de sus bancos desmantelados, ni siquiera se molestaron en cerrar las puertas, pues nada tenía valor ya.

El Imperio estaba en bancarrota.

Entre los altos cargos hizo su aparición el descontento y después la discordia, y se formaron camarillas a fin de deshacerse los unos de los otros. En vez de discurrir para encontrar una solución al problema, se dedicaban a echarse las culpas y a intrigar a ver cuál daba antes el golpe de Estado. Y se traicionaban a cada dos por tres. Vivían vigilándose mutuamente para no ser denunciados ni envenenados ni apuñalados por la espalda.

De todas estas peripecias el emperador Máximo no tenía noticia alguna. No era un hombre especialmente curioso, y puesto que en palacio los días continuaban todavía casi igual de aburridos, él no podía notar la diferencia. Una muralla compacta de aduladores le rodeaba, impidiéndole ver otra cosa distinta de lo que les convenía que viese. Como el Gigante Autómata era el favorito, quien quisiera congraciarse con el emperador Máximo y aspirar a unas migajas de lo poco que quedaba del pastel debía hacerse su amigo. Por eso el Gigante Autómata era tan agasajado, tan envidiado y tan aborrecido.

Los altos cargos comprendieron que de nada les servía su poder sin tener sobre quién ejercerlo, y decidieron que la solución a tanto desgobierno estaba en acabar con las guerras que los dividían y unirse en una conspiración para extirpar el mal de raíz: el Gigante Autómata. Pero para llegar a él debían derribar, primero, a todos aquellos que lo apoyaban y gozaban del favor imperial.

Los altos cargos planearon una conjura y empezaron a abrirse paso por entre los privilegiados, cortando cabezas a diestro y siniestro.

El economista mayor, junto con los tecnócratas, acusados de ser sus compinches, fueron ahorcados en la plaza pública en medio de un delirio colectivo. Eso fue lo que hizo saltar el muelle que había estado comprimido tanto tiempo. A partir de ese momento se sucedieron las ejecuciones y la sangre corría por las calles tiñendo los zócalos de las casas: la acción de la violencia es imparable y alcanza a todos.

Por fin, el emperador Máximo preguntó por los gritos, los disparos, las humaredas y por las personas que se movían a su alrededor, que eran menos cada vez, y horrorizado fue enterándose del peligro que corría. Lleno de espanto, envió a los conjurados su manto de armiño y su corona imperial y huyó al amparo de la noche a campo traviesa. De él nunca más se supo.

Los conjurados, libres del emperador Máximo, promulgaron una orden de busca y captura para apresar al Gigante Autómata. Pues la sociedad trata de rectificar sus errores designando un culpable. De ese modo descargan su conciencia castigándolo por los crímenes que, entre todos, han contribuido a cometer.

El Gigante Autómata pasó de ser «de Interés General» y «de Utilidad Pública» a «Proscrito» y «Fugitivo de la Justicia». Tenía que escapar, pero no quería regresar junto a los gigantes. Eso sería retroceder, desaprender lo aprendido, y ya no era posible. De ningún modo podía volver a ser el Gran Inepto, pues su ineptitud ya no era un estado natural. Había experimentado consigo mismo unas posibilidades desconocidas: era capaz de ser enseñado, es decir, que podía recordar órdenes y reproducirlas y actuar. Eso le impulsaba a insistir, a persistir en encontrarse. Debía seguir adelante aun cuando la decepción y el resentimiento le invadieran. Porque, de momento, lo cierto era que estaba desorientado y triste.

—Se han aprovechado de mí hasta sacarme todo el rendimiento que les ha convenido y ahora, cuando se han torcido las cosas, me culpan y me persiguen.

Y el Proscrito se echó a llorar desconsolado.

—Has fracasado por haberse olvidado de que eres un gigante. Te has dedicado a servir a criaturas de rango inferior a ti. Tú debes aspirar a algo más.

— ¿Quién eres? ¿Dónde estás? —preguntó el Proscrito.

—Mira detrás de ti. Soy tu sombra.

Efectivamente, detrás de él se alzaba una figura imponente, absolutamente oscura, como un agujero en el luminoso decorado del día.

—En el principio, antes de que la materia apareciera, solo existía yo —dijo la Sombra—. Yo era el Todo. Hasta que la Luz surgió. Me venció, me arrinconó y me condenó. Desde entonces soy la Proscrita. Sin embargo, yo inundo los vacíos del universo. Entre los Cuerpos Celestes están mis dominios, pues la Luz, aunque se presenta como soberana, no es única: yo le soy imprescindible para cubrir los huecos a donde ella no llega. Tampoco es todopoderosa: necesita de la materia para que la refleje.

—No te entiendo —murmuró el Proscrito. Estaba fascinado, pero de todo ese discurso no comprendió una palabra, excepto «Proscrita». Eso le confortó.

La Sombra extendió su capa por el cielo como una mancha de tinta y se hizo noche oscura punteada de alfileres luminosos. La Sombra fue señalándolos uno por uno.

—En el espacio no hay átomos flotantes como en el aire; por eso, aunque se ven brillando miles de constelaciones, no se distingue el camino por donde ha viajado la Luz hasta ellas. En el espacio siempre es de noche. Entre una estrella y otra solo hay noche. Los rayos luminosos no son visibles sin que masas de pequeñas partículas, como las piedras de Pulgarcito, vayan indicando el camino para que la Luz se arrastre. La Luz depende de los cuerpos: solo se apoya en lo denso, en lo exterior, en lo que las criaturas pueden percibir por sus sentidos. Convéncete: qué clase de reina será si no se basta a sí misma para inundar el cosmos, si cualquier cuerpo opaco detiene su carrera y un cuerpo transparente, aunque se trate de una gotita de agua, la descompone. La Luz ha usurpado el título de la Verdad, pero es ilusión y engaño. Le da colores a las cosas y las embellece, pero no puede penetrar en ellas, ni abarcarlas. Esconde, bajo una apariencia luminosa, las trabas del mundo visible, sus conflictos íntimos, su condición sórdida, su muerte: solo notifica lo superficial. Presume de indestructible, pero el universo donde vive es perecedero. Tampoco es eterna: tuvo un comienzo, y en el instante en que se disuelva la materia, la Luz se desintegrará en la Nada. ¡Ah, cuando eso ocurra...! ¡Yo volvería a recuperar mi trono!

El Proscrito preguntó, preocupado:

—Y eso ¿puede suceder algún día?

—Con paciencia y perseverancia, todo se alcanza —respondió la Sombra.

— ¿De verdad? ¿Y cómo? —insistió el Proscrito, animándola a que se explayara.

Pero la Sombra no necesitaba que le tirasen de la lengua para decir todo lo que sabía:
—Si no se puede aniquilar el Universo material de una vez, al menos se puede ir robándole terreno lentamente.

—Eso te llevará mucho tiempo —argumentó el Proscrito.

—El Tiempo es consecuencia de la materia —comentó la Sombra, pero agregó insinuante—: por si te interesa saberlo, tengo suficientes voluntarios, pero no me importaría ampliar la lista.
—Estoy sin empleo —dijo el Proscrito.

El Proscrito se sintió en buenas manos cuando la Sombra, antes de admitirlo a su servicio, le dijo:

—Te haré un contrato laboral. Me gustan las cosas serias.

El contrato debía firmarlo con su propia sangre, lo cual era razonable, no solo porque el Proscrito no sabía escribir, sino porque no hay una firma más personal que esa. Debía estar fechado precisamente en el momento en que la noche cruza la frontera entre abril y mayo. Y así lo convinieron.

— ¿Estás decidido? —preguntó la Sombra en la última tarde de abril.

—Estoy decidido —aseguró el Proscrito.

La Sombra se deslizó bajo sus pies como una alfombra y el Proscrito se sentó en ella. Cuando estuvo acomodado en toda su enormidad, la Sombra despegó y se alzó ligera como si cargara con una pluma, y emprendió el viaje hacia la medianoche.

La víspera del primer día de mayo es la noche de Valpurgia. En el lúgubre Valle del Espanto se dan cita las principales potencias del Averno. De todos los confines planetarios acuden las brujas, los maestres de la oscuridad, los espíritus intermedios, los fuegos fatuos y las criaturas subterráneas. Apenas suenan las doce campanadas, los animales alados y los artefactos voladores rasgan los aullidos del aire con sus veloces sacudidas; de las entrañas de la tierra surgen los engendros del infierno como borbotones de lava; en la niebla culebrean ráfagas fantasmales y el fondo de los precipicios semeja lagunas abisales donde las algas se agitan entre peces fosforescentes. Es un espectáculo extraordinario. Muchos darían su mano derecha con tal de contemplarlo, aunque fuera de lejos. Sin embargo, llegar hasta allí es muy difícil, por varios motivos: el primero es que el lugar exacto de la reunión no le es revelado a cualquiera; el terreno accidentado e inextricable es el segundo; y, por último, porque está prohibida la presencia de intrusos: que se atenga a las consecuencias el que se atreva a desafiar al Príncipe de las Tinieblas y sus misterios.

El Proscrito, conducido por la Sombra, sobrevoló las tétricas montañas hasta llegar al valle prohibido y posarse, suavemente, en el centro de los cuatro senderos, que es el centro mismo de la Asamblea.

El Príncipe de las Tinieblas y el Proscrito se encontraron cara a cara. El Príncipe de las Tinieblas, solemnemente, acalló las aclamaciones de sus súbditos y les ordenó prestar atención. Cesó el movimiento del aire y el bullicio de las criaturas, como si todos se hubieran convertido en figuras de piedra.

El Príncipe de las Tinieblas tomó la palabra:

— ¿Me conoces?

—Sí. Eres el Espíritu que todo lo niega —se apresuró a responder el Proscrito.

—En efecto ¿y qué quieres de mí?

—Que me enseñes cómo puedo servirte.

— ¿Estás dispuesto a todo?

—Estoy dispuesto a pertenecer y formar compañía con los espíritus rebeldes sin temor a las consecuencias —dijo el Proscrito.

Dicho esto, la Sombra se adelantó y presentó al Príncipe de las Tinieblas el contrato ya redactado: «Prometo servirte en todo con el fin de que me concedas lo que deseo».

—Lo que aquí se promete se cumple. Lo que se ofrece se otorga por completo —dijo el Príncipe de las Tinieblas rubricando la escritura con su huella dactilar.

La Sombra, con un alfiler nuevo, pinchó el dedo corazón de la mano izquierda del Proscrito diciendo:

—Los dones planetarios se mezclan sobre esta sangre que contiene metal, bálsamo y espíritu.

El Proscrito apretó la yema de su dedo corazón hasta grabarla junto a la del Príncipe de las Tinieblas.

—Ya eres mío —dijo el Príncipe de las Tinieblas.

A continuación, con un hierro candente, el Príncipe de las Tinieblas marcó su impronta sobre la frente del nuevo súbdito. Se oyó el agudo silbido de la piel y al quemarse desprendió una nube momentánea y un penetrante olor. El Príncipe de las Tinieblas retiró el hierro. La señal de Tau se destacaba roja como un sello de lacre. La Sombra la roció con una vara de saúco mojada en las Aguas del Olvido.

—Ya eres Nosotros —proclamó la Asamblea, pues el signo de Tau es la acreditación imprescindible para ser reconocido y admitido entre ellos. Significa: «Ruta de la eternidad, del infinito, del espacio, de lo desconocido, de lo oculto, del misterio, de lo inmaterial».

El Proscrito ya pertenecía a los espíritus rebeldes. Siempre conducido por la Sombra, presentó sus respetos a las altas jerarquías y, después, un numeroso grupo de pajes y de hechiceras y de nigromantes y de adivinadoras lo tomaron de las manos y le hicieron girar en corro cantando sus consignas:

—La Salamandra se inflamará. La Ondina se retorcerá. El Vacío succionará la Materia. La Noche absorberá la Luz. Todo pasó. Lo que ha sido no es y nunca más será.

A partir de esa noche, el Proscrito se convirtió en uno de los agentes más activos de la organización y pronto se ganó la confianza y la estima de sus superiores.

Le encomendaron abastecer el Casillero de los Deseos Satisfechos.

Una vez por semana, le llegaban los pedidos que los agentes tentadores habían ido depositando en el Buzón de los Deseos. Después, descendía a la profunda Mina de los Sueños, elegía las vetas apropiadas y cavaba sin descanso hasta desprender la cantidad precisa. Cada mañana subía con las alforjas bien provistas de materiales quiméricos distintos, los concretizaba y los clasificaba en el Casillero de los Deseos Satisfechos. Cuando los mensajeros de la quietud venían a recoger la mercancía para hacerla llegar a sus destinatarios, siempre la encontraban a punto.

Ese trabajo le gustaba. Le hacía parecer una especie de mago que tuviera en sus manos la felicidad de todos los seres vivientes. Él proveía, disponía los encargos, los revisaba, los tamizaba, los tasaba y los distribuía con generosidad: en una casilla ponía juventud; en otra, belleza; en otra, victoria; en otra, sabiduría; en otra, tesoros; en otra, la manera de conseguir al ser amado; en otra, el cumplimiento de cada una de las ambiciones; en otra, el conocimiento de las ciencias secretas..., el poder de ser invisible..., de caminar sobre las aguas... , de ejercer dominio absoluto sobre las personas , de provocar desgracias a los enemigos..., de atraer a la muerte. Todos estos dones eran de alta pureza y eficacia. En fin, que procuraba no defraudar a nadie y satisfacer con creces cualquier deseo. Jamás arrojó ninguna petición a la papelera de los Imposibles.

«Lo estoy haciendo bien. Nadie devuelve los envíos, nadie se ha quejado. El libro de reclamaciones está sin usar. Tienen que estar contentos de mí», se decía el Proscrito disfrutando intensamente por los placeres que proporcionaba. Esto era mejor que ser útil, era: ser necesario. Con ello se colmaban sus aspiraciones de significar algo para los demás, aunque no se lo agradeciesen.

Al año siguiente, en la noche de Valpurgia, el Proscrito fue felicitado públicamente por el Príncipe de las Tinieblas. En presencia de la Asamblea, el maestro de ceremonias leyó un comunicado con el cual se anunciaba que pronto lo iban a elevar de categoría: de agente pasaría a ser jefe de sección.

Enseguida se dispusieron a instruirle. En una gruta se había improvisado un aula mágicamente. La Sombra lo condujo frente a un gráfico donde estaba el organigrama de la Sección de Comerciales.

El maestro de ceremonias alzó su varita. Todos los asistentes, al unísono, fueron leyendo los rótulos: «Esta sección está construida en cadena y consta de los eslabones siguientes:

»Sector A: Agentes tentadores o reclamos. Estos agentes deben ser hábiles, pacientes, oportunos y seductores. No deben entrar en acción sin contar con las debidas garantías de que van a conseguir cerrar el trato. Hay que establecer cuidadosamente el plan de ataque y saber acechar. El éxito es cuestión, más que de táctica, de elegir el momento apropiado. La recomendación es que no se empleen esfuerzos en vano. Eso equivaldría a invertir los términos: el candidato se servirá del agente para su propio provecho, mientras que para el agente solo significará derrota y menoscabo.»

— ¿Cómo? —preguntó el Proscrito.

—Es muy simple —le respondió la Sombra, solícita—, cada vez que nos acercamos a alguien para infundirle descontento lo ponemos en situación de escoger, es decir, que solo por el hecho de decidir ya está desarrollando su libertad. Por eso, todo aquel que se resista a nuestros reclamos no obtiene la únicamente victoria sobre Nosotros, sino fortaleza para soportar futuros combates. Además, Nosotros, con nuestra acción, le proponemos interrogantes y esperanzas, y si no se le seduce como es debido puede ser que busque en otra parte y encuentre por otros medios. Hay que ser muy hábiles para ofrecerle la solución justa de forma que no vacile en firmar la hoja de pedidos sin pensar en las condiciones de pago.

»Sector B: Agentes proveedores. Deben ser minuciosos, exigentes y responsables...», continuó el coro. Pero el maestro de ceremonias agitó su varita. El coro calló al instante. Naturalmente, estaban convencidos de que el Proscrito conocía esa parte de sobra, puesto que tan satisfactoriamente se había desenvuelto en ello. Sin embargo, el Proscrito quiso oírla de viva voz, desde el principio al fin, pues es muy distinto hacer algo a describirlo. Y el maestro de ceremonias dio la orden de seguir.

Efectivamente, se dio cuenta el Proscrito de que su misión de procurar felicidad al mundo encerraba otros propósitos: satisfacer toda ciencia, toda aspiración y todo instinto para propiciar la inactividad y la rutina y prepararle el terreno a los mensajeros de la quietud. Debían saber administrar las cantidades precisas para no abrumar con lo mucho ni despertar más ansiedad con lo poco, sino que hicieran perdurar la ilusión de lo efímero.

—Jamás me lo dijeron —se quejó el Proscrito.

—Jamás hay que dar la información completa —dictaminó la Sombra, con suficiencia—: dar excesivas explicaciones no sirve de nada y complica las cosas.

—Pero eso es embaucar —protestó el Proscrito.

—Eso es seducir —rectificó la Sombra—: eso es seducir, que suena más incitante. «Sector C: Mensajeros de la quietud», y prosiguió el coro: «Son los encargados de que lo pactado se cumpla a la perfección sin que nada perturbe los espíritus ya empeñados. Sin que nada los aflija para que no den marcha atrás. Actúan también como anestésicos, para que se consigan los objetivos sin importarles las causas: los daños que repercutirán en otros. Son los extirpadores de todo arrepentimiento.

»Sector D: Los cobradores. Son los que se encargan de hacer efectivo el pago.»

— ¡El pago! —repitió el Proscrito.

Pero nadie reparó en él. Lo tomaron de las manos como en el año anterior y lo hicieron girar al compás de una salmodia siniestra:

«Cuando todo se ha conseguido, ya no cabe esperar nada. El que está plenamente satisfecho en ese mismo instante cesará en su evolución. La vida es mutación y cambio. La quietud es muerte. El bien es persistencia, pero el bienestar es la negligencia que mata al espíritu. Que mata al espíritu. Que mata al espíritu...»

El Proscrito ya no albergaba ninguna duda. Desesperado, comprobaba que, tampoco en esta ocasión, había hecho el bien. Todo lo que con tanto gozo había repartido resultó ser semillas de pereza y de vanidad. Pensaba que daba, cuando en realidad el coste que se pagaba por sus regalos era de un precio incalculable.

—Todo lo he hecho mal —sollozó—: ¿dónde estará el bien, qué es el bien, en qué consiste? ¿Qué puedo hacer ahora?

—Has firmado un pacto conmigo —dijo el Príncipe de las Tinieblas—: prometiste servirme a cambio de que yo te concediese lo que deseabas.

—Yo deseaba ser capaz de hacer bien mi trabajo y hacer el bien a los demás. Pero no me podía imaginar que había caído en una trampa.

—Eso no es asunto mío —respondió el Príncipe de las Tinieblas, y el Valle del Espanto prorrumpió en una estruendosa carcajada que el eco prolongó hasta el confín del horizonte.

Antes del amanecer, el Proscrito huyó horrorizado, a hurtadillas de la Sombra, sin importarle amenazas ni sahornos ni nada de lo que le pudiera ocurrir. Querría borrarlo todo, que no quedara en él ningún rastro del amo al que había servido, ningún parentesco; pero la señal de Tau destacaba poderosamente en su frente. Debía buscar algún paraje solitario y remoto para no ser delatado a las miradas indiscretas.

Así que caminó y caminó hasta que cayó rendido y se durmió profundamente. Entonces, le pareció oír una voz muy, muy dulce, casi como la de un agente tentador, que le decía:

—Nos unimos a los demás por temor; porque no somos capaces de estar con nosotros mismos sin enmarañarnos con preguntas y dudas.

—Apártate, espíritu tentador —respondió el Proscrito.

—No soy ninguna tentación, soy tu Conciencia. Yo no pretendo sacarte de tu aislamiento para desposeerte de tus inquietudes y atolondrarte.

— ¿Qué quieres entonces de mí?

—Nada. Estar contigo y hacerte compañía.

— ¡Pues vaya compañía! Soy torpe, inútil e incapaz de distinguir el bien del mal.

—Eso no es cierto, puesto que ahora te lamentas por lo que has hecho, no por lo que puedan hacerte —le recordó la Conciencia.

—De todos modos, haga lo que haga, siempre me equivocaré. No tengo talento para discernir las cosas.

—Lo que llaman talento a menudo no es sino orgullo.

— ¿Y no es orgullo el haberme creído capaz de arreglar el mundo?

—Eres un gigante y en tu naturaleza está el ayudar. No puedes evitar hacerlo.

—No puedo soportar el equivocarme una y otra vez de este modo. Ni ser la causa de tantos desastres.

—Tu problema es que crees que en servir a los poderosos está la experiencia. Pero, para conocer dónde se encuentran los verdaderos pesares y la verdadera alegría, no hay que obedecer órdenes, sino escuchar lo que los demás sienten. Tu problema es que crees que el bien es cumplir con lo que han convenido otros sin preguntarse si es justo o, al menos, adecuado. Pero debes buscar la aprobación de tu conciencia y no la de la jerarquía. La verdadera bondad es un esfuerzo continuado y no siempre apreciable. Tu problema...
—Ya lo sé. Mi problema es que no estoy preparado todavía para el bien, por mucho que lo necesite y lo desee.

—Puesto que lo sabes, ponte en marcha: empieza ya a buscarlo.

— ¿Pero adónde puedo ir?

—Prueba a mirar en tu corazón.

—Está marcado con la T de Tau.

—Está marcado con la T de Tesoro. De ti depende.

Y, a partir de entonces, tuvo el más difícil y comprometido empleo: convertir su fuerza en fortaleza. Y la más inflexible y rigurosa dueña: su propia responsabilidad. Pero eso lo convirtió en el soberano de sus obras y el Bien nunca más le esquivó.



Esta historia se la debo al niño Cristóbal Treviño a cambio de la leyenda que me contó sobre «El casillero del Diablo». Para escribir esta historia me ha servido de modelo Offero, que era un gigante, un príncipe destronado, según algunos, que buscaba un señor poderoso al que servir. Le hablaron del emperador de Roma, que era el amo del mundo, y él se puso a su disposición. Pero supo que el emperador temía al diablo, y entonces pensó que el diablo era más poderoso que el emperador. Se fue en busca del diablo, que lo aceptó como criado, le puso por nombre Réprobo y lo llevó con él a todas partes. Juntos recorrieron la tierra haciendo toda clase de fechorías. Hasta que, en una de estas expediciones, el diablo divisó a un pobre y viejo ermitaño y, nada más verlo, palideció y echó a correr. Réprobo le preguntó insistentemente cómo era posible temer a un anciano, pero el diablo no se lo quiso decir. Réprobo sacó en claro que el pobre y decrépito viejo era más poderoso que el diablo, y se fue en su busca. Cuando se encontró con el viejo ermitaño, el viejo ermitaño le dijo que no era él el poderoso, sino el Señor al que servía. Réprobo le rogó que le indicara dónde vivía ese señor, pero el ermitaño le dijo que, si él estaba preparado, sería el Señor quien fuese hasta él. Le aconsejó que rezase pues podía encontrarlo en su corazón, pero Réprobo no sabía rezar, de modo que el ermitaño le propuso que, en vez de buscar señores poderosos a los que servir, primero sirviera a las personas más humildes, pues su Señor siempre andaba con ellos. Réprobo se dedicó a pasar sobre sus hombros a los caminantes por el vado de un profundo río sin cobrarles nada.

Sucedió que un día llegó un niño muy pequeño y muy pobre y le pidió que lo cruzase. Réprobo lo colocó sobre sus hombros con mucha facilidad y emprendió su marcha por el río. A mitad del camino, el niño empezó a pesar y a pesar hasta hacerse insoportable y las aguas empezaron a crecer y a crecer hasta rebasar la descomunal estatura de Réprobo. El gigante pensó que se ahogaba. « ¿Cómo es que pesas tanto?», balbució, asombrado, el gigante. « ¡Y cómo no voy a pesar, si sostengo en mis hombros los pesares del mundo!», le respondió el niño.

Dicho esto, el niño se bajó de los hombros del gigante y le ayudó a alcanzar la orilla. Y Réprobo comprendió que, en lo pequeño y en lo humilde, había encontrado por fin a su dueño.

A partir de entonces, a Réprobo se le llamó «Cristóforo», de Cristo, que quiere decir «El Ungido», o sea el Rey, y de Foro, que quiere decir «El Portador». Y su búsqueda cesó, puesto que llevaba a su rey y señor dentro de sí. Y ya no volvió a cambiar más de nombre. Quienes, como tú, se llaman Cristóbal, tenéis un nombre que quiere decir: «Llevo conmigo a un Rey»; así es que ya lo sabes.

del libro:  El Lenguaje Secreto de los Cuentos  - Ana Rosetti

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