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miércoles, 21 de julio de 2010

PLENITUD DE VIDA, SALUD Y VIGOR DEL CUERPO III - RODOLFO WALDO TRINE



PLENITUD DE VIDA, SALUD
Y VIGOR DEL CUERPO III

Del libro: EN ARMONÍA CON EL INFINITO
por RODOLFO WALDO TRINE


Muchos casos han ocurrido en todo tiempo y país, de curas efectuadas
por medio de la acción de las fuerzas interiores con entera
independencia de agentes externos.

Varios han sido los nombres dados a la terapéutica psíquica, pero
su principio fundamental fue siempre el mismo y el mismo es hoy. Cuando
el divino Maestro envió a sus discípulos a difundir su doctrina por el
mundo, mandóles que curasen a los enfermos y consolasen a los afligidos,
al mismo tiempo que enseñaran a todas las gentes. Los primeros
cristianos tenían la facultad de curar y esta operación formaba
parte de las buenas obras.

¿Y por qué no hemos de tener hoy nosotros este poder como
ellos lo tuvieron? ¿Acaso son distintas las leyes? Son idénticas. ¿Por
qué, pues? Sencillamente porque con raras y esporádicas excepciones,
somos incapaces de descifrar la letra de la ley y de comprender
su vivificante espíritu y su verdadera fuerza. La letra mata y el espíritu
vivifica. El alma que por estar muy individualizada descubre a través
de la letra el espíritu de la ley, tendrá poder como lo tuvieron sus precursores,
y de cuanto haga serán partícipes los demás por virtud de la
autoridad con que hable y obre.

Vemos hoy y lo mismo ocurrió en pasados tiempos, que todos los
males, con su consiguiente sufrimiento, derivan de la perturbación de
los estados mentales y emotivos. Cualquiera cosa en que fijemos nuestro
pensamiento influye con mayor o menor intensidad en nosotros. Si
la tememos o si la repugnamos, producirá efectos nocivos o desastrosos.
Si nos ponemos en armonía con ella por medio del sosegado
reconocimiento y del interior ascenso de nuestra superioridad respecto
a ella, en el grado en que seamos capaces de lograrlo, conseguiremos
que no nos dañe.

Ningún mal podrá aposentarse en nuestro cuerpo, o mantenerse
en él, a no ser que halle algo que le corresponda y facilite su acción. Y
del mismo modo, ningún daño ni condición nociva, de cualquier clase
que sea, podrá inficionar nuestra vida, a menos que ya exista en ella
algo que lo solicite y haga posible su maléfica influencia. Así será lo
mejor examinar cuanto antes la causa de cualquier cosa que nos afecte,
a fin de establecer lo más pronto posible en nuestro interior las
condiciones necesarias para que sólo influya lo bueno. Nosotros, que
por naturaleza deberíamos ser dueños y señores de nuestra convicción
moral, somos esclavos, por vicio de nuestra ignorancia, de innumerables
pasiones de todo linaje.

¿Tengo miedo al trueno? Nada hay en él, leve o pura corriente
del aire de Dios, que pueda turbarme, darme un resfrío o tal vez producirme
una enfermedad. El trueno puede sólo afectarme en el grado en
que yo mismo consienta. Debemos distinguir entre causa y meras ocasiones.
El trueno no es causa, ni tampoco entraña causa alguna.

De dos personas, una queda perniciosamente afectada por él; la
otra no sufre la más ligera molestia, antes bien se alegra y regocija. La
primera es de las que se sobresaltan por cualquier incidente; teme el
trueno, se humilla ante él y piensa continuamente en el daño que puede
acarrearle. En otros términos, le abre camino en su ánimo para que
entre y se sostenga, y así el trueno, inofensivo y benéfico de suyo, le
trae precisamente lo que le consiente traer. La segunda se reconoce
dueña de sí misma y menosprecia los incidentes. No teme el trueno.
Se pone en armonía con él, y en vez de experimentar turbación alguna,
se regocija, pues además de traerle aire fresco y puro, le acostumbra
a futuras emociones de naturaleza semejante. Si el trueno hubiera
sido causa, de seguro produjera en ambas personas los mismos efectos.
Lo contrario demuestra que no era causa, sino simple condición; y
por ésta influyó en cada cual como correspondía a sus respectivas
condiciones.

¡Pobre trueno! Millares y millones de veces fuiste espantajo de
quienes demasiado ignorantes o demasiado tímidos para afrontar su
propia flaqueza, no supieron ser dueños absolutos de sí mismos y se
convirtieron en abyectos esclavos. Meditando en ello, ¡cuánta luz nos
da! El hombre, creado a imagen y semejanza del eterno Dios, nacido
para dominar a la naturaleza, teme, se amilana y humilla ante una leve
conmoción de la pura y vivificante atmósfera. Pero aun estos espantajos
no son necesaria ayuda en nuestros constantes esfuerzos para
substraernos a la ilusión de las cosas.

El mejor medio de no temer los espantosos efectos que por ignorancia
atribuyen muchos al trueno es la pura y saludable disposición
de ánimo que mude nuestras ideas respecto de este fenómeno atmosférico,
reconociendo que no tiene otro poder que el que nosotros
le atribuimos. De esta suerte nos pondremos en armonía con él y se
desvanecerá el temor que nos infunde. Pero ¿y quien tenga delicada
salud o le afecten especialmente los truenos? Que proceda primero
con cierta prudencia, y evite por de pronto los truenos horrísonos, sobre
todo si no se siente todavía con valor para resistirlos impávido y
aún los teme. Al sentido común, supremo regulador de toda vida, debe
recurrirse en ésta como en todas ocasiones.

Si hemos nacido para dominar, según lo demuestra el que algunos
lograron absoluto dominio (y lo que uno ha hecho, pronto o tarde
pueden hacerlo todos), no es necesario que vivamos sujetos al yugo
de un agente físico. En el grado en que reconozcamos nuestras fuerzas
interiores, seremos capaces de gobernar y mandar; en el grado
en que dejemos de reconocerlas, seremos esclavos y siervos. Construiremos
todo cuanto a nosotros se acerca por ministerio de la ley
natural que, por serlo, es también ley espiritual.

La síntesis de la vida humana es causa y efecto; nada existe por
casualidad en ella ni tampoco en el universo entero. ¿Nos repugna lo
que se pone en contacto con nuestra vida? Pues no perdamos tiempo
en porfías con el imaginario hado, sino miremos a nuestro interior y
removamos las fuerzas operantes a fin de que llegue a nosotros lo que
deseamos que llegue.

Esto no sólo es cierto por lo que al cuerpo físico se refiere, sino
en todos los aspectos y condiciones de vida. Podemos invitar a que,
sea lo que sea, penetre en nuestro ser; si así no lo hacemos, no podrá
ni querrá penetrar. A primera vista, es indudablemente muy difícil de
creer y aun de experimentar esta afirmación; pero a medida que sobre
ello se medite con sinceridad y sin celajes en el entendimiento, estudiando
la serena sutil operación de las fuerzas mentales hasta notar
sus efectos en el interior y en torno de nuestro ser llegaremos a comprenderlo
fácil y evidentemente.

Y entonces cualquier cosa que nos afecte quedará sujeta a las
condiciones en que nuestro estado mental la reciba ¿Os molesta tal o
cual circunstancia o condición? Es porque así lo queréis y así lo permitís.
Habéis nacido para tener absoluto albedrío en el dominio de vosotros
mismos; pero si voluntariamente abdicáis de esta facultad en
algún agente extraño, entonces será éste por razón natural el monarca
y vosotros los súbditos.

Para vivir tranquilos debéis buscar primeramente vuestro centro
propio, manteneros firmes en él, gobernar el mundo desde vuestro
interior. Quien no condiciona las circunstancias invierte el régimen y
queda condicionado por ellas. Hallad vuestro centro y vivid en él sin
cederlo a personas ni cosa alguna. En el grado en que esto logréis, os
mantendréis más y más firmes. ¿Y cómo puede el hombre hallar su
centro? Reconociendo unión con Dios y viviendo continuamente en
este reconocimiento.

***

454 - JOYAS ESPIRITUALES - 04/00 - FRATERNIDAD ROSACRUZ DEL PARAGUAY

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