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miércoles, 13 de octubre de 2010

LA ROSA DE PARACELSO - JORGE LUIS BORGES



LA ROSA DE PARACELSO

JORGE LUIS BORGES


En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso
pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara
un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras
irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado
trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La
noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon
la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve
escalera de caracol y abrió una de sus hojas. Entró un desconocido. También
estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó
y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló.

-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta
pompa-. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches
he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo
todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas
y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda
para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano
izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos
en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa,
no serás nunca mi discípulo.

-El oro no me importa -respondió el otro-. Estas monedas no son
más que una prueba de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes
el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes
estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que
darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

-Pero, ¿hay una meta?

Paracelso se rió.

-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen
que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es
imposible que sea un iluso. Sé que «hay» un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos
años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra
prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba
antes de emprender el camino.

-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.

-Ahora mismo- dijo con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora en alemán.

El muchacho elevó en el aire la rosa.

-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la
ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te
pido, y te daré después mi vida entera.

-Eres muy crédulo -dijo el maestro-. No he menester de la credulidad;
exijo la fe.

El otro insistió.

-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación
y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

-Eres crédulo -dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

-Nadie es incapaz de destruirla- dijo el discípulo.

-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto
a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido
una sola flor o una brizna de hierba?

-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo
la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto en pie.

-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un
sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar
que estamos en el Paraíso?

-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.

-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta
rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es
verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede
cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado
y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que
resurgiera?

Paracelso le miró con tristeza.

-El atanor está apagado -repitió- y están llenos de polvo los alambiques.

En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con
humildad.

-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el
invisible Paraíso en que estamos y que el pecado original nos oculta.

Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:

-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la

rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo dijo:

-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la
magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas. Deja, pues, la
rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y
exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó tembloroso:

-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos
años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la
rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado
sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó
un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el
milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:

-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy
un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la
rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero
visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora
a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

Se arrodilló, y le dijo:

-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor
exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando
sea más fuerte y seré tu discípulo y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le
inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por
ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con
mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir.

Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa
casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse
en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava
y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

* * *

467 - JOYAS ESPIRITUALES - 05/01 - FRATERNIDAD ROSACRUZ DEL PARAGUAY


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