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viernes, 15 de marzo de 2013

LA MUERTE Y EL SENTIDO DE LA VIDA




LA MUERTE Y EL SENTIDO DE LA VIDA

Antonio Medrano

www.antoniomedrano.net


Si hay un rasgo que define a la mentalidad moderna, este es el del rechazo o huída de la muerte. Es un negarse a aceptar la idea de la muerte, un no saber cómo encararla y un no entender su significado, que lleva a procurar no pensar en ella. Hay un miedo visceral a morir, pues se considera que la muerte supone el fin del ser humano, que con ella todo se acaba y que no hay nada detrás de su triste y tétrica sombra.
El hombre moderno, inmerso en una civilización materialista, no puede soportar la idea de que tiene que morir, de que su vida es perecedera, y se buscan toda clase de subterfugios para evadir el tremendo problema que supone el hecho de que la vida haya de llegar un día a su fin. Es significativo que en muchos de los países más “avanzados”, que gozan de mayor progreso y bienestar económico, se considera de mala educación hablar de la muerte. Se huye de ella y se evita hasta su recuerdo, asumiendo la postura del avestruz, que esconde la cabeza para no ver el peligro que se avecina.
Hay en nuestra época una auténtica huida de la muerte, que no es sino una manifestación de la huida de Dios. Se da la espalda a la Realidad divina, al mundo de lo sagrado y eterno, y como consecuencia no se puede dar una respuesta al tremendo interrogante, dramático y definitivo, que la muerte plantea.
No hay nada, sin embargo, más importante en la vida del hombre que la muerte. Es el instante en que la vida termina, la conclusión natural de la existencia terrena, el destino inevitable de todo ser humano. Es también, y precisamente por ello, el momento decisivo, ante el que no valen argucias ni subterfugios; la hora de la verdad que da su verdadero valor a todas las cosas, en la que ya no hay marcha atrás y en la que cada cual habrá de verse ante su propia verdad, teniendo que dar cuenta de cómo ha vivido, responder de lo que ha hecho con su vida. Por todo ello, la muerte constituye el problema capital de la vida humana, aquel ante el cual todos los demás problemas se desvanecen.
Todos hemos de morir. Nadie puede escapar a la muerte; no podemos evitarla ni conseguir que alguien la experimente por nosotros. Esto es lo único de que podemos estar seguros: que un día nos llegará nuestra hora y nada ni nadie podrá impedirlo. Y cuando esa hora llegue, tendremos que afrontarla a solas, armados únicamente del bagaje espiritual de que hayamos sabido hacer acopio  a lo largo de nuestra jornada vital. De nada nos servirá, cuando nos llegue nuestra hora, todo lo que el mundo nos pueda dar o lo que hayamos acumulado mediante una actividad frenética (bienes, riquezas, fama, honores, cultura, poder). Lo único que tendrá valor es lo que seamos y lo que hayamos hecho de bueno y recto a lo largo de nuestra vida.
Precisamente porque es su término, su desenlace final, el valor y densidad de una  vida dependerá de cómo se integre en ella la muerte. La vida de alguien que se niega a morir, que rechaza la idea de la muerte, no podrá estar correctamente enfocada ni planteada. Cuanto mejor orientada esté nuestra vida, menos nos preocupará perderla. Quien ha vivido bien, con altura y rectitud, con la dignidad y nobleza propias de un ser humano, no teme morir.
 “El morir es uno de los deberes de la vida”, afirma Séneca, quien nos exhorta cumplir con presteza y buen ánimo tan importante deber, ya que “la vida, si carece del valor para morir, se convierte en una auténtica esclavitud”. Y llamando la atención sobre cuál es la manera correcta de encarar el problema de la muerte, el filósofo hispano-romano proclama con genial clarividencia: “no importa morir pronto o tarde; morir bien o mal es lo que importa”.
La muerte no se opone a la vida, es parte de ella. Muerte y vida se condicionan de manera recíproca: la una no puede existir sin la otra. “Nuestra vida y nuestra muerte –nos dice el maestro zen Shunryu Suzuki-- son la misma cosa. Cuando nos percatamos de esta realidad, ya no tenemos miedo de la muerte, ni ninguna dificultad en nuestra vida”. El morir, como suelen decir los orientales, no se contrapone al vivir sino al nacer. “Nacer es entrar, morir es salir”, dice Lao-Tse con su escueto y críptico verbo, dando expresión a esta concepción clave del pensamiento oriental.
Es tal el nexo que une vida y muerte, que la luz que acertemos a proyectar sobre una determinará la luz que la otra reciba. Nuestra vida tendrá sentido en la medida en que seamos capaces de descubrir el sentido de nuestra muerte. Únicamente podré llenar de significación y sustancia mi vivir si soy capaz de dar significado a mi propio fallecer y morir. Saint-Exupéry supo expresarlo con palabras certeras: “Quien da un sentido a la vida, da un sentido a la muerte. ¡La muerte es tan dulce cuando está en el orden de las cosas!”. El hecho de que tenemos que morir es, según muchos poetas y filósofos del Oriente, lo que da grandeza, belleza y poesía a la vida humana. Opinión en la que coincide el pensador italiano Arturo Graf: se non fosse la morte, quasi non sarebbe poesia nella vita.
Puesto que la muerte es el horizonte ineludible de la vida, para descubrir el valor de la vida es necesario afrontar con valor la muerte. Quien acepta su propia muerte, sabrá aceptar también la vida con todas sus pruebas, contratiempos y sinsabores. Sólo se sabe vivir cuando se sabe morir. Por eso se vive hoy tan mal; por eso es la vida tan triste y angustiada, tan gris y monótona, tan falsa y superficial. Vivimos apegados a cosas sin valor auténtico, hundidos en lo material, preocupados por nimiedades y asuntos intrascendentes; por eso, cuando nos sorprenda la muerte, no estaremos preparados para afrontarla y nos pillará con las manos vacías; la afrontaremos con dolor y  temor.
 “Oficio es el bien morir que conviene aprender toda la vida”, sentencia Fray Luis de Granada. Y sabido es que para Platón la filosofía, que él ve ante todo como una escuela de vida, se perfila como una “meditación sobre la muerte” y un “arte para aprender a morir”.
No hay mejor escuela para el bien vivir que la del bien morir, y viceversa. Únicamente quien bien ha vivido, quien ha sabido llenarla con buenas obras,  podrá encontrar una buena muerte. De la misma forma que una buena muerte viene a ser la consumación y el broche de oro de una vida lograda. Un bel morir tutta la vita onora, dice Petrarca. Es lo que demuestra de una manera ya indiscutible e imborrable, que la vida de la persona en cuestión fue bien aprovechada, vivida como es debido, a fondo y de forma fructífera, con rectitud y plenitud.
He aquí, pues, algunos de los tesoros de los que se ve privada una civilización que pretenda ignorar la muerte o darle la espalda. “¡Ay de la época que no comprenda ya el don de la muerte!” exclamaba Lacordaire, en clara referencia a la situación imperante en su siglo y que no ha hecho sino agravarse en nuestro tiempo.

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Como primera exigencia para una vida sabia y rectamente vivida se impone la aceptación de la muerte: la muerte de mis seres queridos y mi propia muerte. Difícilmente podré gozar plenamente de mi vida si no respondo con un sí radical a ese hecho tremendo e irreversible que se cierne sobre ella como una amenaza cierta. Mi vida será inauténtica y quedará falseada, truncada, herida de muerte, si no me oriento hacia ese horizonte último y  me preparo para ir a su encuentro.
Para vencer el miedo a morir que es natural en todo ser vivo y  para verme libre del poder destructor y anulador de la muerte, de su acción anti-vida, tengo que empezar por reconciliarme con ella y aceptarla con todas sus consecuencias. Aceptarla ya, de antemano, antes de que ocurra. Es decir, pre-verla o verla con antelación, asumiéndola y afirmándola desde este mismo momento. Sólo si la acepto, podré comprender su significado y su sentido en la economía global de mi propio existir. Cuanto más la acepte, mejor la comprenderé. Y cuanto mejor la comprenda, más fácil me resultará aceptarla.
No adelanto nada con rebelarme contra el hecho de que tengo que morir, ni tampoco me sirve de nada el tratar de olvidar ese sino ineludible que pende sobre mí. Son éstas posturas muy poco inteligentes que me cierran la posibilidad de conectar con las fuentes de la vida y que sólo pueden hundirme en la angustia y la desesperación.
Sé que tengo que morir. Si lo acepto, si veo mi muerte como la meta o la cima de mi camino en este mundo, como el cumplimiento de mi misión terrena, mi muerte será la gozosa culminación de una gran empresa; podré vivir mi propio fallecimiento como una victoria. La muerte, como observa Michele Federico Sciacca, deja entonces de ser mirada como fatalidad, para ser vivida como destino. Se me aparecerá como el sello de mi vocación, su otra cara: la llamada de la Voz divina que me llamó a realizar una tarea heroica y que ahora me llama indicándome que ya está cumplida.
Por el contrario, si no acepto la idea de tener que fallecer, me hundo en el absurdo, en el sin-sentido. Carente de sentido, mi vida se volverá ininteligible, se convertirá en una tortura, en insoportable pesadilla, en delirio desgarrador, y acabará en una total derrota. Quien quiere evitar lo inevitable no hace sino acumular sobre sí más dolor. Se sume en el peor y más ilógico de los sufrimientos, que es el sufrimiento por el sufrimiento, el sufrir porque se sufre (rumiar el propio dolor y recrearse en él). El evitar el pensamiento de que uno tendrá algún día que abandonar este mundo y todo lo que en él tiene, hace aún más dolorosa esa pérdida y hace que se frustre el proyecto de vida que se intenta edificar sobre base tan inconsistente.
Jorge Manrique expresó en versos inigualables esta convicción, tan genuinamente cristiana y tan hondamente arraigada en el alma española:

Consiento en mi morir
con voluntad placentera
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera,
es locura.

En el Zen se habla expresamente de “abrazar la muerte”. Es la íntima fusión de la vida con la muerte, unidas ambas en un todo indisociable, lo que, según el maestro Taisen Deshimaru, da al Zen su peculiar energía y vitalidad. La misma meditación en postura sedente, o za-zen, en la cual el individuo se sumerge en la profundidad del propio ser, ha de ser realizada, como enseña el citado roshi, actualizando la propia muerte o asumiendo la misma actitud que si uno estuviera muerto: “cuando haces za-zen entras en tu ataúd”; “el satori total está en nuestro féretro” (aclaremos que el satori es la experiencia suprema de la Iluminación o Liberación espiritual). Deshimaru no deja de resaltar que de tal hermanamiento entre vida y muerte brotan “un espíritu despierto y una gran fuerza física y moral en la vida cotidiana”.
Muy esclarecedora es la visión que nos ofrece la tradición hindú, donde nos encontramos con la figura de Kali, la negra diosa de la muerte, de apariencia tan tétrica y horripilante, a quien se representa blandiendo armas mortíferas y engalanada con un collar de calaveras. Pero, como enseña Ramakrishna, sólo para aquél que le da la espalda y trata de negar su poder se presenta Kali bajo un aspecto terrible y sanguinario; para quien la mira con devoción y acepta su poder, se revela como Madre amante, liberadora, dispensadora de toda clase de gracias y portadora de una dicha infinita.
La sabiduría hindú da a la muerte, personificada en el dios Yama, el título de Dharma-raja, “Rey del Dharma”, entendiéndose tal expresión como equivalente de “Rey servicial” o “Rey cumplidor”, pues es el poder que guarda la ley y vigila el cumplimiento del deber. Por su parte, Swami Sivananda, refiriéndose a la disciplina del Yoga, nos dice que éste tiene como propósito fundamental “ir al encuentro de la muerte con alegría y sin temor”.
Si sabemos mirarla con mirada limpia, veremos que la muerte no es una enemiga, sino una amiga, una fiel compañera que nos libera y nos abre la vía hacia la Luz. Como pone de relieve el japonés Kaiten Nukariya en una interesante obra en la que estudia el impacto de la doctrina Zen sobre el alma nipona, la muerte es un don para el hombre: “es una de las bendiciones por las que tenemos que estar agradecidos”. En la misma idea insistía Séneca cuando indicaba que la muerte no es escollo, como solemos pensar, sino puerto, lugar de paz y descanso. Y así lo asevera también Lao-Tse, para quien el morir significa “entrar en el descanso y la paz”. Mientras que el hombre vulgar, nos dice Lie-Tse, otro de los grandes místicos taoístas, no hace más que hablar de los placeres de la vida y “las angustias de la muerte”, al sabio no se le escapa que la vida es amarga y que “la muerte es el descanso”.

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En todas las tradiciones se recomienda la meditación sobre la muerte como medio para prepararse a ir a su encuentro. El tenerla siempre presente, recordarla sin cesar, el pensar en ella con frecuencia, el anticiparla con la imaginación se considera el mejor procedimiento para vencerla y reconciliarse con ella. 
 “La continua y frecuente memoria de la muerte mucho ayuda para no temerla”, decía San Francisco de Borja. Y explicaba su afirmación argumentando que, así como las flechas menos peligrosas y las que menos hieren son las que se ven venir, del mismo modo poco podrán herir las flechas de la muerte a quien la observa viendo por dónde, cuándo y cómo pueden venir. Fenelón, el célebre arzobispo de Cambrai, sostiene que “la muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella”. Y en la misma idea coincide el poeta y pensador italiano Arturo Graf cuando afirma: “nada tiene que temer el hombre que habitualmente piensa en la muerte” [Nulla è da temere da uomo che pensi abitualmente alla morte].
La meditación sobre la propia muerte, sobre el propio cadáver o la propia tumba es una práctica hondamente arraigada en el Budismo desde los primeros tiempos. Y también en el Bushido, la vía espiritual de los samurais, la casta guerrera del Imperio del Sol naciente, aparece el recuerdo de la muerte como una forma de alta ascesis, pues sólo así es posible la vida heroica asentada sobre el principio del honor. En una de las obras clásicas del Bushido se declara de forma tajante que el guerrero o bushi debe estar dispuesto a morir en cualquier momento, para lo cual es necesario que “la idea de la muerte esté impresa en la mente cada mañana y cada tarde”. El gran guerrero Kusunoki Masashige recomendaba a su hijo: “ten siempre la idea de la muerte presente en el ánimo”.
“Es bueno –sentencia el místico siux Alce Negro-- tener ante nosotros un recordatorio de la muerte, pues nos ayuda a entender la impermanencia de la vida sobre esta tierra, y esta comprensión nos puede ayudar a preparar nuestra propia muerte”. Y recogiendo la inmensa sabiduría de aquellos pueblos nómadas de las praderas americanas, el mismo Alce Negro añade que el hombre que está bien preparado para la muerte es “el que sabe que él no es nada comparado con Wakan-Tanka, que lo es todo”. (Recordemos que Wakan-Tanka es uno de los nombres que los pieles rojas dan a Dios, “el Gran-Espíritu” o “Padre de lo alto”).
No se trata de regodearse morbosamente con la idea de que uno tiene que morir ni de cultivar actitudes negras o pesimistas, dando un tono fúnebre a la vida. Se trata simplemente de contemplar las cosas tal como son, de ver con objetividad, serenidad y realismo la realidad de la propia naturaleza mortal. Lo que se pide es simplemente mirar cara a cara a la muerte. Considerar el hecho del propio fallecimiento con claridad y valentía, pero también con ecuanimidad y serenidad, con lúcido y sobrio desapasionamiento, sin dramatismos ni arrebatos sentimentales de ninguna clase. En vez de quejarme, de entristecerme o lamentar la suerte aciaga que me espera, procurar comprender qué significa la muerte, penetrar el misterio que encierra, reflexionar sobre cómo puedo prepararme para afrontarla dignamente, qué he de hacer y cómo he de vivir para que cuando me llegue la hora postrera no lamente haber vivido ni tener que morir.

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Vivimos y actuamos por lo general como si nuestra vida fuera a durar indefinidamente. Nos imaginamos la muerte como un suceso futuro, muy lejano, quizá por supuesto posible pero hoy por hoy poco probable, que de momento no nos afecta y que no tiene por qué preocuparnos. Estamos convencidos de  tener a nuestra disposición toda una vida por delante, al menos 30 o 40 años, como algo seguro y casi estadísticamente garantizado.
Enfoque erróneo y poco realista, pues la muerte va inserta en el decurso mismo de la existencia. No es algo que vaya a ocurrir en un futuro más o menos lejano, diferido a un mañana que apenas se vislumbra. Está presente ya aquí y ahora, en este mismo momento actual que me parece tan vivo, tan real, tan ajeno a la muerte, tan rebosante de pujanza y vitalidad.
En realidad, no es que muramos en una determinada fecha y hora, sino que continuamente estamos muriendo. Se podría decir que cada día morimos un poco. Vivir es morir. Nuestra vida entera es un paulatino perecer y agotarse. De ahí que se pueda afirmar, con San Agustín, que “el hombre es más bien un muriente que un viviente”. Nacer es empezar a morir; crecer y adentrarse en la vida es seguir muriendo día tras día. Y todos estamos sometidos a tan fatal proceso, seamos o no conscientes de ello. Lo que ocurre es que unos morimos lentamente, mientras otros lo hacemos de forma más acelerada; unos, dándose cuenta, y otros, sin percatarse de ello, ignorándolo o sin querer saberlo.
Tal verdad se nos hace patente cuando de repente nos llega la noticia de que algún pariente, amigo o conocido ha muerto repentinamente o de que va a morir pronto, quizá en la flor de la juventud. Aunque enseguida olvidamos esta advertencia y no tardamos en volver a nuestros hábitos de inconsciencia, ligereza, irresponsabilidad e inmadurez. Pensamos que eso no nos va a pasar a nosotros. Preferimos pensar en otras cosas.
Si de repente me enterara de que me quedan tan sólo unas semanas o unos meses de vida, ¡cómo cambiaría mi manera de ver las cosas, todas las cosas! ¡qué de cosas pasarían a segundo plano y cuántas otras, que tenía relegadas u olvidadas, pondría en primera línea de mi atención! ¡con que intensidad saborearía cada hora, cada minuto, cada segundo que se me ofreciera! Llegaría con toda probabilidad a la conclusión de que no tengo tiempo que perder, que debo aprovechar hasta el último aliento para hacer todo el bien que pueda. Procuraría cumplir escrupulosamente con mi deber, hacer con el máximo cuidado todo cuanto tenga que hacer. Y me esforzaría también por dejar a los míos el mejor legado posible y también el mejor recuerdo.
Pues bien, esta es ni más ni menos la situación real en que todos nos hallamos si miramos las cosas con mirada objetiva y realista, tal como son. Todos tenemos los días contados. A cada uno de nosotros le quedan tan sólo unos cuantos meses de vida, sean pocos o muchos.
Por muy sólidas que parezcan mi salud y mi energía vital, quizá un día de estos se me diagnostique una enfermedad mortal o sufra un accidente que ponga fin a mi vida. ¿Podré encontrar mejor manera de emplear la poca vida que me queda que entregarme a la realización de la misión que la Providencia me asignó y tratar de arreglar mis cuentas conmigo mismo, con mi prójimo y con Dios? ¿No me dedicaré a prepararme para el momento decisivo? ¿No enfocaré mi vida hacia la Realidad suprema que me sustenta y me llama? ¿No la pondré a su servicio con total entrega?
Sabiendo que tu vida puede concluir en breve, empieza a esforzarte desde ahora mismo; cambia en ella todo lo que en ella haya de ser cambiado y proyéctala con sensatez y cordura, asentándola en lo imperecedero y lanzándola hacia lo que está más allá de la muerte, la Vida perdurable. Haz lo que esté en tu mano por dejar el mundo mejor de lo que lo encontraste; es decir, por aumentar en él la verdad, el bien, la belleza y la justicia. Procura legar una obra bien hecha, en el campo que sea, en aquel terreno que te corresponda y se ajuste a tu vocación y destino. Obra de tal suerte que por donde hayas pasado quede una estela luminosa.
Y cuando hablo de “obra bien hecha”, me refiero también, por supuesto, a esa obra que eres tú mismo. Trabaja sobre todo en la mejora, afinamiento y edificación de tu propia persona; pues sólo así podrá salir de tus manos una obra digna, ya que todo lo que hagas dependerá de lo que eres, y lo que hayas llegado a ser, gracias a tu buena acción o tu buena vida, es lo único que te podrás llevar contigo. 
He aquí la actitud que habría que adoptar en la vida diaria. Deberíamos vivir el día de hoy como si fuera el último de nuestra vida. Con la misma disposición de ánimo como si dentro de unas horas tuviéramos que decir adiós a la vida. Es este un consejo en el que coinciden el Kempis cristiano y el Bushido japonés. “Por la mañana piensa que no llegarás a la noche, y por la noche no te prometas llegar a la siguiente mañana”, leemos en la Imitación de Cristo. “El samurai debe considerar cada día de su vida como el último”, recomienda un texto del Bushido del siglo XVII.
De  los lamas tibetanos se cuenta que, al llegar la noche, tras haber vaciado su taza, la dejan boca abajo al lado de su lecho, como indicando que es posible que no la necesiten ya más, pues quizá no despierten al día siguiente. “Mañana o la próxima vida, nunca se sabe qué llegará primero”, reza un antiguo proverbio tibetano.

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Pero para que esta sabia y serena actitud ante la muerte sea posible, es indispensable que nuestra vida se abra a la trascendencia. Es necesario que nuestra mente perciba el significado del acto de morir como tránsito hacia la Eternidad o, lo que viene a ser lo mismo, adquiera una clara conciencia de la inmortalidad del propio ser, arraigado en el Ser eterno y supremo.
Se ha ido imponiendo en nuestro tiempo la creencia de que la muerte significa la aniquilación total de la persona y que tras ella se extiende el pavoroso abismo de la nada. Palpable muestra de la indigencia intelectual en que se halla sumido el mundo actual.
Urge superar tan errada y deprimente visión, diametralmente opuesta a lo que la humanidad ha tenido siempre por cierto en todo tiempo y lugar, desde hace milenios. Visión que trae como consecuencia, además de la acentuación del horror a morir, una desvalorización de la vida y una total desmoralización, un afianzamiento del imperio de la trivialidad y la inmoralidad. Pues, como bien hace notar Julián Marías, si el hombre termina con la muerte, todo da igual, nada es importante, nada es sacro.
Aunque la muerte implique la destrucción de todo lo temporal y perecedero del ser humano, su realidad no se agota en la pura destrucción. Por encima de tal obra aniquiladora se revela como el paso a una forma más alta y plena de existencia. Supone el nacimiento a una nueva vida, una vida imperecedera que es “más que vida”, según la fórmula empleada por algunas doctrinas tradicionales. El acto de morir pone fin a la vida terrena, pero nos abre las puertas a la vida verdadera, a la vida eterna. Para decirlo con palabras de Sciacca, si vivir es morir, según antes veíamos, “morir es vivir más allá de la vida en el tiempo”. En este sentido, la sabiduría es “meditación no de la muerte, sino de la vida”.
Cuando yo muera, morirá mi individualidad contingente y condicionada, mi yo efímero, mi yo psico-físico (lo que algunas doctrinas orientales llaman “el pequeño yo”), pero no muere, porque no  puede morir, porque es inmortal, mi personalidad espiritual o metafísica, mi Yo auténtico, esencial, eterno y trascendente (“el Gran Yo”). Perecen y se disuelven tanto mi cuerpo como mi psique o alma sensible; permanece, sin embargo, el Espíritu, el Alma de mi alma, mi propia mismidad o intimidad profunda, núcleo inmortal de mi ser, rayo de la Divinidad presente en el centro de mi mismo, “el reino de los Cielos que está dentro de mí”, para emplear la expresión evangélica.
Refiriéndose a la experiencia personal con la que, en su primera juventud, superó definitivamente el miedo a la muerte, Ramana Maharshi explicaba con las siguientes palabras la conclusión a la que había llegado como algo vivido y que se había impuesto a su conciencia con la absoluta certeza de una revelación: “Soy Espíritu que transciende al cuerpo. El cuerpo muere, pero el Espíritu que lo trasciende no puede ser tocado por la muerte. Esto quiere decir que soy el Espíritu inmortal, sin-muerte”.
Como certeramente apunta Sciacca, no muere la conciencia con la cual sabemos que morimos. Con la muerte, esa conciencia se ve libre de las limitaciones de la existencia temporal y se sitúa en un Presente intemporal que es pura Presencia del Logos divino.
Desde esta perspectiva, la muerte y la vida adquieren su pleno sentido. La muerte se nos aparece como “maestra benefactora de la vida”, según la calificara el Padre Nieremberg. La muerte, en efecto, me enseña y ayuda a vivir mejor, radicaliza y esencializa mi vida. Me hace volver la mirada hacia lo que en ella es esencial y me pone en contacto con las raíces más profundas de mi ser. Con razón describió Lao-Tse a la muerte como “retorno a la Raíz” o “volver al Origen”.
Sabiendo que voy a morir, y que dentro de poco ya no viviré, vivo más intensamente, con mayor hondura, seriedad y autenticidad, y también con mayor provecho y disfrute de cada instante que la Providencia me conceda. Por ello, bien puedo decir que la muerte me da la vida; pues alumbra mi vivir, lo ilumina y le da calidez, haciéndolo a la vez más vívido y vividero. Hace, en suma, que mi vida sea más vida.
Con tan profunda vivencia de la realidad de mi propio existir, una vez asimiladas todas estas verdades y transformada por completo mi actitud ante ella, la muerte llega a convertirse en la iluminadora y liberadora de mi vida, alcanzando así esa plenitud de significado y de inteligibilidad que abre las puertas a la felicidad.
Apurando cada momento con la conciencia de que quizá sea el último, me empeño con la máxima energía en la obra de construirme y de construir el mundo. Me consagro de lleno, con alegría y con generoso desprendimiento, a la tarea de ayudar a los demás y de cooperar al perfeccionamiento de la Creación divina. Vivo mi vida como misión sagrada y como un combate al servicio del Rey supremo, como una peregrinación hacia la Patria eterna, donde luce eternamente el Sol. Patria que, como bellamente indica Sciacca, “puede alcanzarse solamente pasando por este lugar de prueba y lucha, no contra la muerte, sino junto a ella, la acompañante fiel o persuasiva”.
Consciente de la proximidad de la muerte, que me espera y me acompaña, nada me puede resultar indiferente; todo me importa (aunque al mismo tiempo pierda esa importancia que suele dar a las cosas la perspectiva egoísta, pues ya nada me esclaviza ni obsesiona). Hasta el más ínfimo detalle cobra una especial significación y hasta la acción más modesta cobra un valor absoluto. Todo se transforma en fuerza de vida y razón para vivir. Todo me ayuda en el camino hacia la Vida. 

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