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viernes, 27 de febrero de 2015

Ama a tu prójimo como a ti mismo


Ama a tu prójimo como a ti mismo 
 por Ricardo Camacho Rodríguez


         En San Marcos 12, versículos 30 y 31, leemos. “Amarás el Señor tu Dios con todo tu  corazón,  con  toda  tu  alma,  con  toda  tu  mente  y  con  todas  tus  fuerzas;  éste  es  el
principal mandamiento. Y el segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos”. Todos conocemos bien estos mandamientos y cada uno de nosotros, a nuestra manera, hacemos lo mejor que podemos por adherirnos a ellos. Lo que nos interesa no es que la mayoría de nosotros trate de amar a nuestros prójimos  con  variables  grados  de  éxito,  sino  cuántos  consideran  alguna  vez  la importancia  de  amar “a  tu  prójimo como a ti mismo”.  Al analizar este mandamiento, especialmente a la luz de sus dos palabras finales, parece estar implicado que tenemos un  sentimiento  positivo  y  bondadoso  hacia  nosotros  mismos.  ¿No  indica  ello  que únicamente  podemos  amar  verdaderamente  a  nuestro  prójimo  y,  consecuentemente, manifestar  ese  amor  en  forma  constructiva,  si  pensamos  lo  suficientemente  bien  de nosotros mismos antes de que comencemos?

         Parece  ciertamente  razonable  que  cualquiera,  atormentado  con  la  duda  de  sí mismo  o  el  autoaborrecimiento,  no  tenga  una  alta  opinión  de  sí  mismo.
Consecuentemente, si vamos a tomar la fraseología de este mandamiento literalmente, por  lo  menos,  no  podemos  tener  una  alta  opinión  de  nuestro  prójimo  tampoco.  No podemos amar a nuestro prójimo puesto que no nos amamos a nosotros mismos, sino que,  muy  probablemente,  miraremos  a  nuestro  prójimo  con  duda  o  también repugnancia. Si alguno halla motivo para decir “yo me odio a mí mismo”, ¿puede decir cualquier  cosa mejor  acerca  de su prójimo?  Si  él,  consciente  o inconscientemente,  se considera ineficaz, inconsecuente, indigno, inferior, inadecuado, inartístico, si talento o cualquiera de docenas de otras características o atributos negativos, ¿puede él salir del atolladero  de  la  desesperanza,  repugnancia  y  semejante  bajo  amor  propio,  como  para que  tales  sentimientos  engendren  suficientes  pensamientos  de  verdadero  amor  a  su prójimo? Parece difícilmente probable.

      Puede, por supuesto, y probablemente lo haga a menudo suficientemente, ver a su prójimo o a alguna otra persona conocida como el resumen de todo lo que siente que él
no es y, en consecuencia, mirarlo, o como algo rayano en la admiración, o con envidia.
En ningún caso están sus sentimientos a tono con la característica del  verdadero amor fraternal. La  envidia,  por  supuesto,  genera  pensamientos  negativos  de  toda  clase  y, obviamente,  no  conduce  al  amor.  Mirar  a  otra  persona  con  reverencia  es  atribuirle
cualidades que pertenecen al triple Ser Supremo. Tarde o temprano la ilusión está sujeta a hacerse añicos y el individuo que se encuentre bajo la ilusión estará más desanimado que  antes  de  comenzar  a  venerar  a  su  amigo.  De  nuevo,  el  amor  fraternal  no  puede resultar de tal condición.

         Además,  ¿puede  una  persona  envuelta  en  una  nube  de  duda  de  sí  misma  y  de
autorrepugnancia,  ver  cualquier  cosa  con  la  adecuada  perspectiva,  sea  otra  persona  o 
cualquier manifestación material o espiritual? Su deformado concepto de sí mismo no puede  sino  deformar  su  concepto  de  toda  otra  cosa  de  su  alrededor,  y  existe  en  un pantano de desconfianza y de negación, que se ensancha continuamente, que le hace ser cada vez más incapaz de reconocer la belleza y la bondad cuando las encuentre. En tal situación sería imposible que el amor a su prójimo se desarrolle en su corazón.

         Lo que hoy en día se denomina “baja autoestima”, o sea, tener de uno una pobre o baja opinión, es automáticamente negar la Divina Chispa Interna y verse uno con una falsa  luz.  Por  supuesto,  es  posible  y  bueno  que  una  persona  deteste  el  mal  o  los pensamientos y hechos negativos que haya cometido o traído a la existencia. Pero, una vez  que  estos  males  hayan  sido  reconocidos,  depreciados  y  rechazados,  viene rápidamente  el  tiempo  de  procurar  la  restitución  y  dejar  que  los  males  queden  atrás, prometiendo no permitirles tomar forma de nuevo. Pensar en ellos y en lo que algunos de nosotros somos propensos a considerar nuestra “indignidad”, con gran frecuencia, no puede causar  sino daño. Es, además,  importante  reconocer y recordar las  cosas malas que podamos cometer y el Ego o Espíritu, que es nuestro verdadero “Yo”, son dos cosas diferentes. Nada que nosotros o cualquier ser o circunstancia puede crear puede cambiar la  innata  divinidad  que  está  dentro  de  cada  uno  de  nosotros,  y  no  importa  a  qué profundidad puedan hundirse nuestros pensamientos  y acciones, el verdadero Espíritu Interno permanece puro y, con el tiempo, alcanzará su divino destino.

       Esforcémonos  siempre  por  remediar  nuestras  faltas,  pero  en  forma  positiva, seguros  de  que  con  esfuerzo,  persistencia  y  oración,  nuestras  inmanentes  naturalezas divinas se  convertirán,  cada  vez  más,  en  señores  de  nuestra,  así  llamada,  “naturaleza inferior”. Si  desperdiciamos  el  tiempo  encenagándonos  en  la  humillación  de nosotros mismos, pasará mucho tiempo antes de que la Divinidad Interna se manifieste.
         El otro extremo, el exagerado amor propio, por supuesto, no es conducente a crear una  atmósfera  en  la  cual  pueda  manifestarse  el  amor  fraternal.  La  afectación  y  la arrogancia  también  crean  una  falsa  opinión  de  los  alrededores  y  compañías  de  uno: 
nadie  es  tan  “bueno”  o  “talentoso”  o  “virtuoso”  como  la  persona  misma;  nadie  más puede  practicar  tan  completamente  como  él,  ni  puede  proporcionar  las  respuestas 
correctas,  o  tener  tan  completa  adherencia  a  cualquier  situación.  En  resumen:  sólo  él
está completamente calificado para tratar con cualquier demanda que se le haga. Desde esta cumbre de auto-admiración, la más próxima cosa para “amar” que pudiera resultar es un tipo de superior condescendencia, que permitirá a la persona llevar a cabo “actos de caridad” u otros servicios para su prójimo, no del todo con espíritu de servicio como es definido en las Enseñanzas Rosacruces, sino de una manera patrocinante, que hace demasiado claro para el recipiente, que el donante le cree incapaz de funcionar sin su propia  asistencia  superior.  Esto,  de  nuevo,  no  es  ciertamente  amor  fraternal,  el  cual presupone autosacrificio y compasión.

         La autoadmiración injustificada y exagerada es tan improductiva y negativa como la  humillación  de  sí  mismo.  Esta  vez  no  es  tanto  una  cuestión  de  negar  la  Chispa Divina,  como  de  exagerar  el  mérito  de  ciertas  características  personales,  y  de  verlas
como alguna clase de rasgos sublimes, lo que no son. El individuo con el Ego hinchado tiene  tan  desproporcionado  sentido  de  su  propio  mérito,  que  no  ve  los  defectos  (por regla  general  muchos)  que  le  desfiguran,  a  pesar  de  lo  que  él  considera  sus  buenos puntos.  Puede,  ciertamente,  a  menudo,  tener  la  mente  de  un  genio  o  la  capacidad  de hacer una cosa o un sinnúmero de cosas mejor que sus semejantes, pero con seguridad podremos  decir  que  también  tiene  un  sinnúmero  de  rasgos  muy  desagradables  para aquéllos  que  encuentra.  El  orgullo,  indudablemente,  está  a  la  cabeza  de  la  lista.  La persona  que  es  sinceramente  espiritual  no  puede,  por  definición,  ser  arrogante.  Las mismas personas que pudieran tener razón de considerar que están a la vanguardia de sus  semejantes,  están  entre  las  más  humildes,  enviando  diariamente  pensamientos  y creando, en verdad, una atmósfera de amor, compasión y gratitud.
       
      ¿Qué  se  requiere,  entonces,  para  “amar  al  prójimo  como  a  uno  mismo”  de  una
manera efectiva?  Tal vez, más que  ninguna otra  cosa,  comprensión. ¿Por qué  hace el
prójimo  cosas  que  parecen  extrañas?  ¿por  qué  dijo  lo  que  dijo?  Y,  realmente,  ¿quiso 
decir lo que dijo? ¿Por qué es tan colérico o aparenta ser tan “humilde”? No podemos formular  respuestas  para  tales  preguntas  a  menos  que  primero,  tengamos  una comprensión  satisfactoria  de  nosotros  mismos  y  de  nuestras  propias  naturalezas
inferiores.  Reconocer  nuestras  propias  faltas  e  imperfecciones  es  el  primer  paso  para 
volverse tolerante de las faltas de los demás. Después de eso será mucho más fácil tener
consciencia de la “Divina Esencia Interna” que está tras de “los aspectos a veces poco atrayentes de nuestro prójimo”.

         Debido a nuestra creencia en las razones ocultas o espirituales que nos hacen ser lo que somos, estamos mejor equipados para llegar a tener una comprensión de nosotros mismos  y,  de  este  modo,  considerar  las  “peculiaridades”  de nuestro  prójimo  con  más comprensión  y  consecuente  tolerancia,  que  lo  son  las  personas  no  familiarizadas  con estos  asuntos.  Así  podemos  decir  que  el  segundo  requerimiento  es  la  compasión,  el sentimiento de empatía generado por la genuina comprensión y la tolerancia. “Allí por la  gracia  de  Dios  voy”.  Si  no  hemos  sido  lo  suficientemente  afortunados  como  para aprender  esas  particulares  lecciones  algún  tiempo  en  el  pasado,  también  nosotros podríamos  estar  en  su  pellejo  ahora.  Nosotros  somos  tan  humanos  como  él  es,  y  tan propensos  a  errar,  si  no  en  la  dirección  de  sus  errores,  entonces  en  algunos  otros. Debemos, ciertamente, recordar que no somos perfectos - de hecho, tenemos un largo camino que recorrer - pero también nunca debemos perder de vista el hecho de que lo divino, lo bueno y lo perfecto existen dentro de nosotros. Lo potencial está allí y, algún día,  con  persistencia  y  paciencia,  será  manifestado.  Y  la  misma  cosa  es  cierta,  por supuesto, de nuestros hermanos. Parece lo suficientemente claro que lo que sentimos de nosotros mismos determina  nuestros sentimientos hacia los demás y, una vez que nos miremos a nosotros mismos con una luz positiva, alentadora y esperanzada, estaremos aparejados  para  considerar  a  nuestros  prójimos  de  parecida  manera.  Lo  que  debemos sentir para nosotros mismos, entonces, no es ni autoadmiración ni autohumillación, sino una comprensión positiva de nuestras propias características y naturalezas internas, y un miramiento nacido del conocimiento de que somos Hijos de Dios, y que lo Divino mora en nosotros y nosotros en Él, y que nosotros también estamos destinados a llegar a ser semejantes a Dios, por muy lejanos que parezcamos estar actualmente de ese glorioso estado.

de Boletín Rosacruz , Nº 32     
Año 1999 Tercer trimestre (Julio Setiembre) Fraternidad Rosacruz  Max  Heindel - Madrid
 
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