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martes, 10 de noviembre de 2015

El soberbio celeste


El soberbio celeste 

Laurencio era un gallardo joven de noble linaje, rica hacienda y fatuo comportamiento, debido más al atolondramiento de la edad, los usos de su rango y el ejemplo de las malas compañías que a su natural condición. Alguna vez se había quejado su ángel de la guarda: «Verdad es que mi Laurencio no ha hecho todavía mal a nadie, pero tampoco ningún bien. ¡Qué lástima que pase por este mundo tan vanamente!».

Los días de Laurencio se consumían, rápidos como la pólvora, cazando corzos por umbríos bosques, derramando naipes sobre la esmeralda mate de los tapetes y tañendo laúdes bajo las ventanas de las muchachas; y su ángel temía que, cuando tuvieran que rendir cuentas en el Tribunal Supremo, no oscilasen, ni por la magnitud de sus virtudes ni por el peso de sus culpas, los platillos del arcángel san Miguel.

Cuando la balanza del Príncipe de las turbas celestes permanece inmóvil y vacía significa «Ni pena ni gloria». Eso es como si se hubiese vivido en estado de hibernación, y el ángel, en situaciones semejantes, se siente fracasado por no haber cumplido su tarea.

Los ángeles guardianes siempre están alerta y preparados para entrar en acción con prontitud. Dentro del orden angélico pertenecen a un cuerpo de élite, puesto que no se limitan a servir de enlace entre el cielo y la tierra, sino que se convierten en nuestros conciudadanos. Por eso, son alistados entre los mejores y no se les concede el cargo sino tras rigurosos exámenes de aptitud. Deben saber asumir responsabilidades, tomar iniciativas, confortar y, lo que es más difícil, respetar las opciones que elija el ser al que cuidan, sean cuales sean, y acompañarlo hasta el final.

Contra lo que se pueda presumir, los seres que deciden emprender el camino de la perfección dan mucho trabajo, su ángel guardián debe mantener continuos combates con el demonio, el muy envidioso, que tratará por todos los medios de llevárselos a su terreno. Hay que considerar que el demonio dispone de un arsenal repleto de engaños y no le importa jugar sucio.

El vínculo que une a una persona con su ángel guardián es muy fuerte, y la responsabilidad recíproca muy grande: sus destinos son gemelos; por eso, por muy bribón que sea su encomendado, hasta el último minuto él hará todo lo posible para convencerle de que le permita defenderlo y ayudarlo. Proteger es la obligación de un ángel guardián, pero en las dificultades que afronte para conseguir salvar estriba su prestigio; por eso, cuando les toca en gracia un ser tan anodino como Laurencio, resulta muy frustrante.

Laurencio parecía un desolado tablero de ajedrez sin piezas para jugar. Su alma era un territorio baldío que no lo reclamaba ni el cielo ni el infierno. Y su ángel languidecía ocioso, cansado de esperar la ocasión de ejercer su profesión.

Cierto día, Laurencio ganó a los dados un condado próspero colindante a sus tierras, y tanto fue su alborozo que, cuando le entregaron las escrituras, desfiló hasta la catedral en procesión solemne. Vistió a sus servidores de gala, para que le dieran escolta enarbolando resplandecientes estandartes. Sus más briosos caballos sacudían penachos de espumosas plumas sobresaliendo de las crines trenzadas, y hábiles jinetes guiaban sus bridas salpicadas de sedosos borlones. Abría el paso una banda de músicos enanos, agrupados por decenas. Primero, la de los clarines, que parecían arrojar flechas, por lo agudo y preciso del sonido; a continuación la de las trombas, rotundas y solemnes, como caracoles minerales; seguían, más atrás, diez pares de timbales estirados semejantes a planchas de alabastro bajo los dedos rítmicos de la lluvia y, por doquier, decenas y decenas de trémulos cascabeles chispeaban al sol más que si fueran gotas de mercurio. Cincuenta niñas vestidas de blanco derramaban mullidos pétalos de almendro para alfombrar el paso de la comitiva y, precediendo al palanquín, que parecía una nave victoriosa de tan empavesado, un gracioso doncel portaba en un cojín de raso llameante el rollo de oro que contenía las escrituras.

Laurencio, reclinado con arrogancia en la tapicería adamascada, respondía complacido a los vítores de la multitud exhibiendo, en su puño enguantado, al más orgulloso de sus halcones. A la derecha, un paje mostraba el cubilete engastado en un vaso precioso y otro, a la izquierda, los dados de su fortuna taraceados de rubíes. Ambas joyas las ofrecería como exvoto en el altar mayor. «Con dados de nácar jugué, condado de Niebla gané», decían las gemas de los dados y el oro del cubilete. Este lema figuraría para siempre en su divisa.

El obispo de Alejandría salió a recibirle a las puertas del atrio, revestido con la mitra centelleante y la capa pluvial cuajada de perlas irisadas en forma de margaritas silvestres. En ese instante, un coro de voces blancas entonó el Te Deum, que es un himno de acción de gracias.

Se abrieron las puertas sagradas y el interior refulgió como un ascua dentro de una gruta. Las sombras se disiparon, se arrinconaron en la más recóndita esquina; justo en el angosto vértice donde los infortunios habían obligado a guarecerse a Valeria. Pues Valeria, al saberse desheredada por su padre del condado de Niebla, acudió a buscar refugio y consuelo en ese santo lugar.

El obispo hizo un movimiento con el bucle de su báculo, invitando a Laurencio a que entrara. Traspasó el joven los umbrales y se adentró en el aire retenido bajo la bóveda; se impregnó del maravillado arco iris de las vidrieras y rasgó la atmósfera moteada de diminutos mundos. Los bordados de sus ropajes relampaguearon y en su peto se avivó el destello del emblema reciente: la insignia del condado que acababa de hacer suyo.

Ahora, contemplando a Laurencio en la cúspide de su esplendor, Valeria sintió toda la realidad de su desgracia y las lágrimas empezaron a empapar el enrejado de sus párpados de nieve. Era injusto que su destino dependiera de unos dados lanzados desde el cubilete de su padre. Era injusto y cruel ser desposeída por quien tenía la responsabilidad de proveerla.

Valeria se deslizó sigilosamente entre la compacta muralla de la muchedumbre, pero el joven presintió el ondulado movimiento de su huida y su mirada acudió rápida e involuntaria, atraída por el imán de la curiosidad. Los ojos de la infeliz Valeria y de Laurencio se encontraron y un irreprimible destello de triunfo desbordó las pupilas del reciente conde. Su ángel comprendió inmediatamente que, por fin, el diablo había movido una pieza en el tablero. «Ahora verás», se dijo. Ahuecó sus alas, sacudió su túnica, desperezó su mente anquilosada por el aburrimiento y se dispuso a presentar de inmediato la contraofensiva.

Después de la ceremonia, se celebró un opulento banquete, y Laurencio estaba tan excitado que no podía quedarse ni un minuto quieto. Así que, sin esperar siquiera a los postres, propuso, como pasatiempo, esconderse en los todavía inexplorados laberintos de su nueva propiedad, pero había comido y bebido en demasía y las emociones de la jornada lo habían fatigado. Y se durmió a la sombra de un tilo que había escogido para esconderse. El ángel, entonces, aprovechó para volar hasta un estanque, soplar, levantar una nube y conducirla hasta el tilo. Una vez que la situó sobre la frondosa copa, desenvainó la espada y la hincó en el vientre henchido de la nube, que, instantáneamente, estalló en forma de copioso aguacero.
El agua, al caer, agitaba las ramas de tal manera que estas, doblegándose, derramaron sobre el joven verdaderos torrentes. Se despertó Laurencio y, como el árbol no le prestaba amparo alguno, echó a correr hacia su casa, pero pronto advirtió que no se hallaba en el frondoso jardín sino en un paraje desconocido y yermo.

Desconcertado, alzó sobre su cabeza su manto de terciopelo, como si fuese un toldo, pero el peso del agua tensó como plomo cada uno de los pliegues y hubo de arrojarlo al fango, incapaz de sostenerlo. Corrió desesperado sin dirección ni propósito, despojándose cada vez de alguna prenda empapada que lo entorpecía. Pronto el jubón bordado y los calzones acuchillados con brocados de oro siguieron el mismo camino que la capa en su destino. Los ricos borceguíes con sus hebillas de pedrería quedaron aprisionados en las ciénagas. A veces caía y, cuando lograba incorporarse, sus dedos emergían con alguna sortija menos, pues el barro la había engullido. Las ramas le golpeaban el rostro y le arrancaban los dijes que pendían de su cuello. El cinto recamado, la espada con la cruz estrellada de diamantes y el damasquinado de su vaina titilaron como luciérnagas antes de hundirse en las huellas blandas que marcaban sus pies.

Así vagó Laurencio, náufrago de la esperanza hasta que a lo lejos, rematando una tierna loma, divisó la espadaña de una ermita. Hasta allí se dirigió el joven buscando refugiarse de la tormenta, que, a pesar de estar bien entrado el verano, no parecía amainar. A medida que se iba acercando, le llegaban con mayor claridad los tañidos de las campanas, hasta que pudo distinguir que doblaban a muerto. Siempre es lúgubre el lamento de las campanas, pero si suena en un descampado y en medio de una tormenta resulta pavoroso.

Justo cuando la noche terminó de apoderarse enteramente del cielo, la mano de Laurencio, como una mariposa aterida, alcanzó la aldaba. No fue preciso golpearla: las puertas se abrieron con tanta facilidad como si sus goznes fueran de manteca. Sin embargo, el joven Laurencio no pudo avanzar, pues un muro de acero invisible se lo impedía.

—¿Quién solicita entrar? —interrogó una voz desde la oscuridad tersa del templo.

—Soy el conde de Niebla —respondió Laurencio.

—No te conozco —dijo la voz, y las puertas se cerraron.

Un aguijón punzó hábilmente hasta abrir una herida en la vanidad de Laurencio; no obstante, se sobrepuso con el bálsamo de la razón: «Es lógico que en este lugar tan apartado no me conozcan como conde todavía», pensó para sí. Volvió a llamar de nuevo y de nuevo se abrieron las puertas y de nuevo interrogó la voz misteriosa:

—¿Quién solicita entrar?

Laurencio respondió entonces:

—El señor del Halcón.

Pero la voz insistió:

—No te conozco.

La ira arreboló la frente de Laurencio y le clavó sus uñas emponzoñadas en lo más recóndito de sus venas, pero el ángel le tomó de la mano y le purificó la sangre con la lenta savia de la paciencia. Cuando estuvo más calmado, el ángel le hizo repetir uno a uno sus gestos anteriores, y cuando hubo de responder a la pregunta, le puso en los labios las palabras siguientes:

—Soy Laurencio; tened piedad de mí.

Y en ese instante el aire se quebró como una ventana atravesada por un guijarro, mientras la voz le decía con infinita dulzura:

—Pasa, Laurencio, hermano mío, y ven.

Laurencio avanzó y, al momento, un coro de voces tétricas entonaron el Miserere mei, indicando que el oficio de difuntos iba a comenzar.

Los ojos del joven Laurencio, como dos girasoles desorientados, traspasaron los atormentados umbrales y se adentraron en la tiniebla de la bóveda, se impregnaron con el aleteante resplandor de los cirios, rasgaron el polvoriento velo de la atmósfera punteada de átomos flotantes y resbalaron por un inmutable océano de cenizas derramadas por cincuenta penitentes.

En el crucero de la nave, un catafalco custodiado por cuatro hachones lívidos atrajo sus pasos sin que en Laurencio interviniera la voluntad.

Laurencio se acercó. En un atril revestido de paños fúnebres, un libro abierto mostraba la tinta, aún fresca, del escrito Hechos de la vida de nuestro hermano Laurencio.

Laurencio comprobó con estupor que las columnas del Valor, el Sacrificio, la Voluntad y la Misericordia estaban vacías y que su vida no estaba explicada por obras o actos de su albedrío, sino por los lances del azar. Entonces, la dulce voz de antes se dejó oír, diciendo:

—Laurencio, hermano mío, ¿de qué te sirve ganar el condado de Niebla si pierdes el imperio sobre tu alma inmortal?

Y como Laurencio solo era un inconsciente, rompió a llorar consternado, y en aquel mismo momento abjuró de todas las vanidades y pompas del mundo. Su ángel se sintió muy aliviado por esta inclinación tan favorable del alma que le estaba encomendada y, sin pérdida de tiempo, le devolvió al lugar donde se había quedado dormido.

Laurencio se despertó muy impresionado por lo que pensaba que había sido un sueño, pero, cuando se vio desprovisto de sus suntuosos ropajes y con restos de barro y de ceniza desde la punta de sus cabellos hasta las plantas de sus pies, comprendió que el prodigio no había sido una ofuscación de sus sentidos abotargados, sino un aviso celestial. Y con las ramas del tilo se construyó una cabaña donde decidió permanecer y preparar cuidadosamente la partida decisiva en la que se jugaría el Reino Eterno.

Pasaba el día orando con fervor y sometiéndose a las más duras y variadas mortificaciones. Cuando llegaban sus servidores para asistirlo, él los atendía arrodillado, los llamaba «mis dueños y señores» y les besaba humildemente los pies. Muchos se burlaban de su conducta por considerarla extravagante, pero él lo soportaba todo con la mansedumbre de un cordero y la sencillez de una paloma. Esta actitud favorecía el descaro de los más desaprensivos, que, en su atrevimiento, acudían hasta la misma entrada de la choza a importunarlo con sus chanzas y su curiosidad.

En cierta ocasión, uno de sus más fieles servidores, que pasaba próximo al lugar, se percató del alboroto que provocaban ciertas personas y que no dejaban con sus risotadas que el joven se concentrase en sus rezos. Prontamente desenvainó la espada para impedir semejantes muestras de irrespetuosidad. Pero Laurencio se asomó a la puerta y le dijo:

—No quiero que por mi causa, dueño mío, se apodere de ti el pecado de la ira. No te enojes, pues, con ellos; más bien agradéceles su empeño, pues me están procurando los más valiosos triunfos para la jugada futura.

Ni que decir tiene el contento del ángel al verlo tan mudado de parecer y entregado a tan distintas ocupaciones.

«Eso del sueño fue una excelente idea y ya está produciendo sus frutos», comentó para sí muy ufano. Y añadió: «¡Cómo me gustaría verlos!». El ángel sabía que no podía abandonar a Laurencio, pero sentía grandes deseos de comprobar los méritos que ambos habían conseguido; así que, mientras lo dejaba arrebatado por un éxtasis, voló a la región del Edén.
En ese maravilloso lugar estuvo una vez el Paraíso, pero, desde que se clausurara para las criaturas de este mundo, se destina a hacer germinar las raras plantas que las almas hacen crecer mediante sus obras. Es un jardín privilegiado por la calidad de su tierra y la bondad de su clima.

Entró el ángel de Laurencio y observó los hermosos macizos de azucenas de las almas puras, la exacta geometría de las rosas de los místicos, los frondosos árboles de mostaza de los apóstoles, las airosas palmas de los mártires, los radiantes botones de oro de los generosos, los inflamados claveles de los compasivos, los amoratados lirios de los penitentes, los fragantes cedros de los justos y las interminables veredas de romero de los peregrinos errantes. Pero cuando llegó a la parcela de Laurencio solo encontró, empinándose apenas entre el acolchado húmedo del trébol, una fragante violeta.

«No puede ser», se dijo el ángel, «que mi Laurencio se merezca nada más que esta insignificante flor», y regresó velozmente a la choza del joven con el firme propósito de convertirlo en el más santo de todos los santos.

Es sabido que el alma, aun cuando no tenga nada malo que reprocharse, puede presentar ciertas inclinaciones que la aten y distraigan, y aunque no tienen por qué ser nocivas sí pueden ser inconvenientes. El ángel, ni corto ni perezoso, se propuso entrar en el interior de Laurencio dispuesto a una limpieza general. Debía hacer desaparecer cualquier resto de su vida pasada que le impidiera actuar con libertad absoluta.

Hay en las personas tres clases de apego que condicionan sus decisiones individuales. El primero, que es el más difícil de suprimir, adhiere los bienes materiales al alma; el segundo, menos dificultoso, la entretiene con preocupaciones mundanas; y el tercero, más rápido en desaparecer, es el lazo que suponen para el albedrío los afectos terrenos. Como el símbolo de la purificación es el fuego, a estas tres pasiones se las conoce como apegos de leña, de heno y de paja, según sus diferentes grados de combustión.

El ángel de Laurencio había resuelto que su custodiado abandonara este mundo limpio de toda miseria, dependencia y vanagloria. Nada más llegar hasta él le puso en la mano una tea y lo sacó del éxtasis para que, destruyendo todo lo que poseía, se librara de la servidumbre que dividía su corazón.

El lastre de todos los leños que le atenazaba el alma ardió con el palacio y los establos, con los bosques y los frutales, con las balsameras de los parterres y la simetría de los setos. Huyeron sus halcones domesticados destrozando los espejos fulgurantes del aire; se desbocaron sus caballos predilectos con las crines parpadeantes de chispas, y sus jadeantes jaurías corrieron arrastrando tras sí el cuero de las traíllas, delgadas como víboras y raudas como su veneno. Todo era confusión y desorden, pero Laurencio permanecía en paz observando cómo su imperio se le desprendía como una torre de azúcar bajo la lluvia. Su alma quedaba lisa como la orilla que ha lamido la marea.

El diablo, enfurecido, viendo que se le escapaba de las manos un botín que siempre creyó seguro, hizo girar el remolino de sus satélites, que se dispararon lanzando horribles alaridos. A cada uno de ellos le conminó a utilizar sus malas artes y oficios de encantamiento a ver si lo recuperaba otra vez.

El primero en entrar en acción, el Diablo de la Culpabilidad, se disfrazó de madre de Laurencio y, cuando el joven se encontraba entregado a sus oraciones, se presentó ante él y se puso a decirle que mirara lo que había hecho, que si no se compadecía de la penuria a la que la había condenado, que si es que no tenía corazón, al haber arrastrado a sus hermanitos pequeños a pordiosear de puerta en puerta...

—Hijo —se lamentaba la fingida madre—, nos has puesto en las lenguas de toda la comarca.
Pero Laurencio, aunque su corazón sangraba de dolor, le volvió las espaldas y le dijo las palabras que le dictó el ángel:

—Mujer, no hay para mí otra familia que la del cielo, así que vete en buena hora y no me perturbes con tus lloros, ni me entretengas con tus preocupaciones temporales, ni interrumpas con tus charlas mis conversaciones con el Señor.

Tales fueron las palabras de Laurencio, por lo cual el compinche del Sultán del Averno hubo de marcharse con el rabo entre las piernas.

«Esto va muy bien», pensó el ángel, con gran satisfacción. «Es bueno que se halle bien dispuesto a aceptar segregarse de sus gentes porque así podré purificar sus afectos y conducir su voluntad hacia los asuntos que más convienen a su espíritu.»

Laurencio, junto con las adherencias de leño, se despojó también de las de heno y de las de paja; por eso las cosas del mundo y los lazos familiares los consideraba faltos de interés y dignos de desprecio. La mayoría lo llamaba loco, pero otros empezaron a considerarlo santo.
Prestar oídos a ese transitorio galardón que es la fama le hacía sentir al ángel el orgullo de su dominio y quiso someter a su protegido a una prueba mucho más comprometida: lo llevó a vivir bajo el mismo techo que Valeria. Así se certificaba la obediencia y la fortaleza del joven.

Después de aquella desdichada partida de dados, el padre de Valeria, no pudiendo soportar la pérdida de sus bienes, la deshonra de sus blasones ni el peso de su irresponsabilidad, se había precipitado al abismo de la locura empujado por los remordimientos. Valeria quedó sin otro patrimonio que su juventud y sin otra herencia que el hermoso rostro materno para hacer frente a la vida. También ella tenía hermanos pequeños a los que sacar adelante y no podía permitirse el lujo de amilanarse ni de autocompadecerse. Soltó la cascada de sus trenzas y buscó el sitio donde sus efímeros dones fuesen valores de cambio y el perfeccionamiento de sus habilidades le garantizase una inmediata recompensa. Ese sitio era una casa de mala fama, la peor de Alejandría.

Laurencio entraba todas las mañanas en la alcoba de la esquiva muchacha que tantas veces lo había desdeñado, le cambiaba las sábanas del agitado lecho y la atendía solícito en todo lo que ella pudiera necesitar. Entre ellos jamás se cruzaron palabras de reproche, ni gestos altaneros. Laurencio, en todo momento, mantenía la mirada baja con gran modestia, y tanto él como ella tuvieron la delicadeza de fingir no reconocerse. Pero, como es natural, los demonios eran incapaces de asistir a este espectáculo sin temblar de rabia y sin planear la perdición de los dos.

Sucedió entonces que el Diablo de la Melancolía susurró en los oídos de Valeria el recuento de los días felices. Esta estrategia de la evocación tiene como fin dejar al descubierto las partes más débiles y vulnerables donde abrir una brecha fácilmente. A continuación apareció el Diablo del Despecho. Este diablo tiene una lengua afilada con más terquedad que la navaja de un esbirro y la usa con perseverancia y habilidad. Nada más terminar el trabajo de ambos, que no era otro que el de abrir de par en par las puertas al desasosiego, apareció el Diablo de los Deseos Desordenados y, en vista de que tenía el camino libre, se le instaló en el pecho como una garrapata.

Valeria se retorcía las manos, se mesaba los cabellos, se golpeaba la cabeza contra las paredes sin lograr sacarse de dentro el reproche de las oportunidades perdidas.

—Tantas veces quiso bailar conmigo y le dije que no... Tantas veces cantaba bajo mi balcón y yo sin salir. .. Tantas veces, cuando era dichosa, no reparé en él y ahora es él quien ni me mira.

Valeria se pasaba las horas obsesionada con ello, hasta que consiguió convencerse de que estaba enamorada de él y que tenía que lograr por todos los medios ser correspondida.

Llegado a este punto, el Diablo de los Deseos Desordenados comprendió que ya la tenía en su poder. Entonces urdió la manera de persuadir a la muchacha para que firmara un contrato sacrílego. Por medio de este escrito, Valeria cedería eternamente su alma al diablo a cambio de un solo momento de amor con el joven Laurencio.

—Está bien —consintió Valeria, aturdida.

—Dentro de una hora y tres cuartos ve a tu alcoba y aguarda, que conduciré hasta ti lo que tanto ansías —le prometió el diablo.

Con este fin, el Diablo de los Deseos Desordenados se disfrazó de Laurencio y se fue a redactar el contrato para dejarlo a punto de rúbrica.

Cuando el ángel de Valeria se percató de semejantes preparativos se dijo a sí mismo que no sería prudente dejar correr las cosas y que bueno estaba lo bueno: había que recortarle las alas a cierto ángel. Así que, con las mismas, se apareció al ángel de Laurencio:

—¿Eres tú el guardián de una tal alma privilegiada que se está haciendo santa a costa de la condenación de las demás? —le abordó sin preámbulos en medio del pasillo donde el ángel observaba embelesado los trances de su Laurencio.

—¿Por qué me hablas con tanta insolencia? —contestó el ángel de Laurencio, muy molesto por esa interrupción.
—Porque por culpa de tu Laurencio mi Valeria se pierde.
El ángel le respondió con altanería que qué le importaba a él la salvación de una cortesana cuando su misión era servir a un elegido de Dios.
—¿Elegido por Dios o por ti? —Quiso precisar el ángel de Valeria—: mientras tu Laurencio se flagela con zarzas, su madre está agonizando en un hospital sin más auxilio que el que le proporciona mi Valeria. Tu Laurencio solo busca su beneficio y sin embargo ella hace el bien sin esperar ningún provecho. Y si tu Laurencio, en vez de incendiar la comarca y arruinar a todas las familias, arrebatando las obras del Señor con su soberbia desmedida, se hubiera casado con mi Valeria...
Pero el ángel de Laurencio le interrumpió, advirtiéndole que se dejara de vulgaridades, y que desde luego él no era un casamentero ni iba a consentir que un alma privilegiada anduviese en tales contubernios con nadie.
Ante estas arrogantes declaraciones, el ángel de Valeria convino en que todo era inútil, pues el que debía ser su aliado estaba más poseído de sí mismo que el propio Lucifer. Y, punto en boca, sin esperar más ayuda que su iniciativa, trazó su plan y se puso manos a la obra, porque había que darse prisa.
Se reunió de nuevo con Valeria, que, agitada, esperaba ya en su alcoba; entonces, tomándola de la mano, la escondió detrás de la cortina. A continuación, se acurrucó en la cama de la joven y se envolvió en la colcha para que no se descubriese la suplantación.
Enseguida entró el Diablo de los Deseos Desordenados disfrazado de Laurencio, y fingiendo motivos de pasión y demás, se arrimó a la cama. Pero el ángel, al sentir la proximidad de su aliento de azufre, dejó asomar su pie diminuto, lo apoyó en el pavimento y suplicó con la voz de Valeria:
—Desatadme mis sandalias, os lo ruego.
El diablo, muy galanamente, se arrodilló y le desanudó las cintas y, así que hubo terminado, comentó el ángel:
—Que Dios te lo pague con largueza.
Al oír el nombre de su gran enemigo, el Diablo de los Deseos Desordenados se revolvió y el que parecía ser Laurencio tomó forma de resbaladiza serpiente, que huyó rugiendo despavorida.
En ese instante, el contrato sacrílego estalló como una estrella en el silencio de la noche, y Valeria, comprendiendo el peligro del que había escapado, fue a buscar al verdadero Laurencio y a pedirle perdón, por haberlo querido involucrar en su desatino, mientras sus ojos vertían raudales de lágrimas. Tan sincera fue su contrición que murió allí mismo, y su alma, convertida en purísima paloma, voló al cielo.
—Ruega por mí, Valeria, puesto que me precedes en la bienaventuranza —alcanzó a encomendarle Laurencio, conmovido.
Cuando el ángel de Laurencio oyó que una cortesana intercedería por su protegido ante el Tribunal Supremo, se metió en una hornacina que había en el muro y dio la espalda a todo cuanto acaecía.
Y Laurencio quedó excluido del halo protector.
Como cuando se desploma la carpa de un circo, Laurencio se encontró sin sujeción y sin asideros; sin instrucciones que seguir y sin espejo que lo reafirmara. El abandonarlo a su propio albedrío fue sentenciarlo a morir en medio de un desierto. A su alrededor solo había noche y desolación y perplejidad. Estaba acostumbrado a estar atendido, apoyado y guiado exclusiva e incondicionalmente; por tanto, también estaba convencido de su incapacidad para obrar y discernir.
—No soy nada. No sé nada. No tengo nada. No sirvo para nada. No importo nada —se repetía obsesivamente.
Su corazón era un torbellino, su pensamiento una pesadilla, y su única aspiración era acabar con esa sensación de no ser.
—Yo me había desgajado del mundo. Yo no esperaba nada del mundo. Yo no necesitaba nada del mundo. ¿Por qué me duele tanto el sentirme aparte?
Laurencio estaba desorientado y confundido. Tanteaba en las sombras buscando una puerta que lo abocara al abismo definitivo o que lo devolviera a su antigua seguridad. Se hirió los nudillos golpeando, enronqueció llamando y sus ojos se fatigaban aturdidos por los confines blindados de su corazón. Hasta que consiguió distinguir un hilito, muy tenue, de esperanza. Apareció de improviso sin que le fuera posible precisar si era un presentimiento o una señal fiable. Sin embargo, conforme insistía en esclarecerlo, se hacía más consistente su presencia. Se aferró a él como a un salvavidas. Tirando de él pudo ir separándolo, desenredándolo de la angustia poco a poco y ordenarlo en un ovillo listo para guiarlo hasta la salida. Y así escapó.
Laurencio miró en torno suyo y supo que su anterior conducta había significado para los demás tragedia, desesperación y daño: que sus supuestos méritos se asentaban en la desgracia ajena y que se había confinado en sí mismo, al margen de los conflictos y los deseos que no fueran los propios. Comprendió que si era difícil encontrarse y reconciliarse consigo, mucho más lo era el reconocer a cada uno de los otros y diferenciarlos, aceptarlos. E incluso aprender de ellos.
Entonces, llamó a los que tan inconscientemente había desheredado, los reunió a todos y juntos se fueron a los valles que él una vez arrasara, y con sus propias manos cultivaron la maltratada tierra hasta hacerla germinar. Y conforme los valles producían sus frutos, la parcela de Laurencio florecía en el jardín del Edén.
Se acabaron los amos y criados. Nadie hacía manifestaciones de mortificación ni de bondad. Eran sencillos. Vivían con alegría en la fraternidad del esfuerzo y la plegaria. Quizá Laurencio ya no accediera a las altas regiones de los éxtasis, pero recogía experiencia y obtenía una visión más amplia y completa de las cosas. Quizá ahora tuviese más dudas y más equivocaciones, pero se ejercitaba en distinguir y en escoger. Por fin, la humildad le hizo entender que él no era la regla de oro ni el centro del universo y que lo que estimaba como un bien para sí no tenía por qué ser un bien para los demás.
Un día, Laurencio observó que el laurel que sombreaba la casita que todos compartían se había inclinado hasta formar una guirnalda estrechísima con una frondosa mata de valeriana. Conoció en ello la proximidad de su hora. Convocó a sus amigos y les recomendó que su marcha no los entristeciera. Salió, pues, el alma de su cárcel mortal y se fue hasta la hornacina donde su ángel aún persistía, rebeldemente, con la cara contra la pared.
—Ven conmigo, ángel mío —dijo Laurencio—, pues hemos de comparecer ante el Tribunal Celestial.
Pero el ángel no dio muestras de inmutarse y Laurencio no tuvo más remedio que cogerlo en sus brazos como si se tratase de una criatura. Con él a cuestas se llegó hasta el jardín del Edén, y el ángel, entre las rendijas de sus alas, pudo advertir con estupefacción que la parcela de Laurencio estaba esmaltada de las más bellas flores. Pero Laurencio pasó entre ellas con indiferencia y se acercó hasta la pequeña violeta escondida. Entonces la cortó y, mostrándosela al cielo, dijo humildemente:
—Señor, he aquí la única flor que Laurencio y su ángel han sido capaces de merecer; vuelve hacia ella tu rostro y sé propicio.
El ángel se apartó las manos del rostro y, mirando atónito el espléndido vergel al que renunciaba, quiso protestar. Pero Laurencio replicó:
—Somos responsables el uno del otro, ángel mío. Tenemos que salvarnos juntos o juntos perecer.
Al oír esto, brotaron dos perlas de las pupilas del ángel, lo cual significaba que lloraba y que todas las tretas de su soberbia habían concluido, y, como por milagro, una flor idéntica a la de Laurencio perfumó sus dedos de marfil.


Cuando se tiene a alguien a nuestro cuidado, existe la irresistible tentación de considerarnos su dueño. El que nos necesiten nos puede hacer creer que somos indispensables y que todo deban recibirlo de nuestras manos; el que dependan de nuestra aprobación nos convierte en jueces infalibles. Nos sentimos todopoderosos si conseguimos que obren conforme a nuestros criterios. Cada éxito nos lo apuntamos como un logro personal. Cada fracaso suyo nos decepciona. Nos gusta sentirnos orgullosos por lo que consideramos nuestra obra, y cuanto mayor sea nuestra dedicación más nos persuadiremos de que nos merecemos que cumplan nuestras expectativas. No nos damos cuenta de que con esa manera de conducirnos no ayudamos, ni educamos, a un ser individual: estamos pretendiendo modelar nuestra réplica.

Es agradable contemplar fuera de nosotros el reflejo ideal de nosotros mismos, por eso les exigimos que nos confirmen lo sabios que somos, lo atinados que estamos y la razón que nos asiste. Con la excusa de que obramos por su bien, los avasallamos imponiéndoles nuestras aspiraciones y proyectándoles nuestros temores y recelos. La experiencia nos autoriza a manipular sus decisiones y apreciaciones hasta conseguir la perfecta simetría.

Es difícil determinar dónde acaba la responsabilidad y dónde empieza la absorción de otro ser. Es difícil no intervenir cuando estamos convencidos de que podemos darle lo que le conviene. Es difícil no empeñarnos en procurárselo. Es difícil no obligarle a que acepte lo mejor.

Cuidar no es poseer, acompañar no es anular, defender no es impedir. Un verdadero ángel guardián no debe preservar de las pruebas ni de las equivocaciones que ejercitan el albedrío. Su misión consiste en dotar de autonomía y de responsabilidad propia a los actos, en despertar en los corazones una conciencia moral que otorgue autoridad interior.

Sin embargo, hay padres, madres, maestros o guías capaces de renegar de la persona a su cargo si no se ajusta a sus pretensiones. Se enfurecen si no les devuelve la imagen de ellos que esperan. Quieren ser los artífices de una criatura perfecta, y no soportan que el material que manejan sea una identidad propia con sus limitaciones, sus rebeldías y sus sueños.

Ni perdonan que las respuestas estén en otro lado o la felicidad en otra casa o las metas en otras ambiciones. No comprenden que su obligación empieza con sembrar y termina en cuanto despunta el brote. Después, sea cual sea la cosecha y la recoja quien la recoja, no deben afanarse, porque el campo no es suyo. Su responsabilidad concierne a la calidad de la semilla: si es buena, tiene muchas probabilidades, nada más. Es bueno que el ángel confíe y nos deje caminar sin sujeción. Es bueno que nos alejemos de su halo.

La inocencia es un estado original, pero la construcción de nuestra individualidad es un ejercicio de fortaleza. Y, si nos ama de verdad, debería alegrarse de lo que hemos descubierto, aprendido y superado; debería alegrarse de lo que estamos en disposición de ofrecer.


Ese día, a la hora undécima, todos los puros de corazón vieron cómo un ángel y un alma, con las manos enlazadas, se elevaban desde poniente hasta el trono del Altísimo impulsados por las hélices de dos diminutas violetas. Y, desde entonces, son ensalzados en la presencia del Señor por los siglos de los siglos.

del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti

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