El soberbio celeste
Laurencio
era un gallardo joven de noble linaje, rica hacienda y fatuo comportamiento,
debido más al atolondramiento de la edad, los usos de su rango y el ejemplo de
las malas compañías que a su natural condición. Alguna vez se había quejado su
ángel de la guarda: «Verdad es que mi Laurencio no ha hecho todavía mal a
nadie, pero tampoco ningún bien. ¡Qué lástima que pase por este mundo tan
vanamente!».
Los
días de Laurencio se consumían, rápidos como la pólvora, cazando corzos por
umbríos bosques, derramando naipes sobre la esmeralda mate de los tapetes y
tañendo laúdes bajo las ventanas de las muchachas; y su ángel temía que, cuando
tuvieran que rendir cuentas en el Tribunal Supremo, no oscilasen, ni por la
magnitud de sus virtudes ni por el peso de sus culpas, los platillos del
arcángel san Miguel.
Cuando
la balanza del Príncipe de las turbas celestes permanece inmóvil y vacía
significa «Ni pena ni gloria». Eso es como si se hubiese vivido en estado de
hibernación, y el ángel, en situaciones semejantes, se siente fracasado por no
haber cumplido su tarea.
Los
ángeles guardianes siempre están alerta y preparados para entrar en acción con
prontitud. Dentro del orden angélico pertenecen a un cuerpo de élite, puesto
que no se limitan a servir de enlace entre el cielo y la tierra, sino que se
convierten en nuestros conciudadanos. Por eso, son alistados entre los mejores
y no se les concede el cargo sino tras rigurosos exámenes de aptitud. Deben
saber asumir responsabilidades, tomar iniciativas, confortar y, lo que es más
difícil, respetar las opciones que elija el ser al que cuidan, sean cuales
sean, y acompañarlo hasta el final.
Contra
lo que se pueda presumir, los seres que deciden emprender el camino de la
perfección dan mucho trabajo, su ángel guardián debe mantener continuos
combates con el demonio, el muy envidioso, que tratará por todos los medios de
llevárselos a su terreno. Hay que considerar que el demonio dispone de un
arsenal repleto de engaños y no le importa jugar sucio.
El
vínculo que une a una persona con su ángel guardián es muy fuerte, y la
responsabilidad recíproca muy grande: sus destinos son gemelos; por eso, por
muy bribón que sea su encomendado, hasta el último minuto él hará todo lo
posible para convencerle de que le permita defenderlo y ayudarlo. Proteger es
la obligación de un ángel guardián, pero en las dificultades que afronte para
conseguir salvar estriba su prestigio; por eso, cuando les toca en gracia un
ser tan anodino como Laurencio, resulta muy frustrante.
Laurencio
parecía un desolado tablero de ajedrez sin piezas para jugar. Su alma era un
territorio baldío que no lo reclamaba ni el cielo ni el infierno. Y su ángel
languidecía ocioso, cansado de esperar la ocasión de ejercer su profesión.
Cierto
día, Laurencio ganó a los dados un condado próspero colindante a sus tierras, y
tanto fue su alborozo que, cuando le entregaron las escrituras, desfiló hasta
la catedral en procesión solemne. Vistió a sus servidores de gala, para que le
dieran escolta enarbolando resplandecientes estandartes. Sus más briosos
caballos sacudían penachos de espumosas plumas sobresaliendo de las crines
trenzadas, y hábiles jinetes guiaban sus bridas salpicadas de sedosos borlones.
Abría el paso una banda de músicos enanos, agrupados por decenas. Primero, la
de los clarines, que parecían arrojar flechas, por lo agudo y preciso del sonido;
a continuación la de las trombas, rotundas y solemnes, como caracoles
minerales; seguían, más atrás, diez pares de timbales estirados semejantes a
planchas de alabastro bajo los dedos rítmicos de la lluvia y, por doquier,
decenas y decenas de trémulos cascabeles chispeaban al sol más que si fueran
gotas de mercurio. Cincuenta niñas vestidas de blanco derramaban mullidos
pétalos de almendro para alfombrar el paso de la comitiva y, precediendo al
palanquín, que parecía una nave victoriosa de tan empavesado, un gracioso
doncel portaba en un cojín de raso llameante el rollo de oro que contenía las
escrituras.
Laurencio,
reclinado con arrogancia en la tapicería adamascada, respondía complacido a los
vítores de la multitud exhibiendo, en su puño enguantado, al más orgulloso de
sus halcones. A la derecha, un paje mostraba el cubilete engastado en un vaso
precioso y otro, a la izquierda, los dados de su fortuna taraceados de rubíes.
Ambas joyas las ofrecería como exvoto en el altar mayor. «Con dados de nácar
jugué, condado de Niebla gané», decían las gemas de los dados y el oro del
cubilete. Este lema figuraría para siempre en su divisa.
El
obispo de Alejandría salió a recibirle a las puertas del atrio, revestido con
la mitra centelleante y la capa pluvial cuajada de perlas irisadas en forma de
margaritas silvestres. En ese instante, un coro de voces blancas entonó el Te
Deum, que es un himno de acción de gracias.
Se
abrieron las puertas sagradas y el interior refulgió como un ascua dentro de
una gruta. Las sombras se disiparon, se arrinconaron en la más recóndita
esquina; justo en el angosto vértice donde los infortunios habían obligado a
guarecerse a Valeria. Pues Valeria, al saberse desheredada por su padre del
condado de Niebla, acudió a buscar refugio y consuelo en ese santo lugar.
El
obispo hizo un movimiento con el bucle de su báculo, invitando a Laurencio a
que entrara. Traspasó el joven los umbrales y se adentró en el aire retenido
bajo la bóveda; se impregnó del maravillado arco iris de las vidrieras y rasgó
la atmósfera moteada de diminutos mundos. Los bordados de sus ropajes
relampaguearon y en su peto se avivó el destello del emblema reciente: la
insignia del condado que acababa de hacer suyo.
Ahora,
contemplando a Laurencio en la cúspide de su esplendor, Valeria sintió toda la
realidad de su desgracia y las lágrimas empezaron a empapar el enrejado de sus
párpados de nieve. Era injusto que su destino dependiera de unos dados lanzados
desde el cubilete de su padre. Era injusto y cruel ser desposeída por quien
tenía la responsabilidad de proveerla.
Valeria
se deslizó sigilosamente entre la compacta muralla de la muchedumbre, pero el
joven presintió el ondulado movimiento de su huida y su mirada acudió rápida e
involuntaria, atraída por el imán de la curiosidad. Los ojos de la infeliz
Valeria y de Laurencio se encontraron y un irreprimible destello de triunfo
desbordó las pupilas del reciente conde. Su ángel comprendió inmediatamente
que, por fin, el diablo había movido una pieza en el tablero. «Ahora verás», se
dijo. Ahuecó sus alas, sacudió su túnica, desperezó su mente anquilosada por el
aburrimiento y se dispuso a presentar de inmediato la contraofensiva.
Después
de la ceremonia, se celebró un opulento banquete, y Laurencio estaba tan
excitado que no podía quedarse ni un minuto quieto. Así que, sin esperar
siquiera a los postres, propuso, como pasatiempo, esconderse en los todavía
inexplorados laberintos de su nueva propiedad, pero había comido y bebido en
demasía y las emociones de la jornada lo habían fatigado. Y se durmió a la
sombra de un tilo que había escogido para esconderse. El ángel, entonces,
aprovechó para volar hasta un estanque, soplar, levantar una nube y conducirla
hasta el tilo. Una vez que la situó sobre la frondosa copa, desenvainó la
espada y la hincó en el vientre henchido de la nube, que, instantáneamente,
estalló en forma de copioso aguacero.
El
agua, al caer, agitaba las ramas de tal manera que estas, doblegándose,
derramaron sobre el joven verdaderos torrentes. Se despertó Laurencio y, como
el árbol no le prestaba amparo alguno, echó a correr hacia su casa, pero pronto
advirtió que no se hallaba en el frondoso jardín sino en un paraje desconocido
y yermo.
Desconcertado,
alzó sobre su cabeza su manto de terciopelo, como si fuese un toldo, pero el
peso del agua tensó como plomo cada uno de los pliegues y hubo de arrojarlo al
fango, incapaz de sostenerlo. Corrió desesperado sin dirección ni propósito,
despojándose cada vez de alguna prenda empapada que lo entorpecía. Pronto el
jubón bordado y los calzones acuchillados con brocados de oro siguieron el
mismo camino que la capa en su destino. Los ricos borceguíes con sus hebillas
de pedrería quedaron aprisionados en las ciénagas. A veces caía y, cuando
lograba incorporarse, sus dedos emergían con alguna sortija menos, pues el
barro la había engullido. Las ramas le golpeaban el rostro y le arrancaban los
dijes que pendían de su cuello. El cinto recamado, la espada con la cruz
estrellada de diamantes y el damasquinado de su vaina titilaron como luciérnagas
antes de hundirse en las huellas blandas que marcaban sus pies.
Así
vagó Laurencio, náufrago de la esperanza hasta que a lo lejos, rematando una
tierna loma, divisó la espadaña de una ermita. Hasta allí se dirigió el joven
buscando refugiarse de la tormenta, que, a pesar de estar bien entrado el
verano, no parecía amainar. A medida que se iba acercando, le llegaban con
mayor claridad los tañidos de las campanas, hasta que pudo distinguir que
doblaban a muerto. Siempre es lúgubre el lamento de las campanas, pero si suena
en un descampado y en medio de una tormenta resulta pavoroso.
Justo
cuando la noche terminó de apoderarse enteramente del cielo, la mano de
Laurencio, como una mariposa aterida, alcanzó la aldaba. No fue preciso
golpearla: las puertas se abrieron con tanta facilidad como si sus goznes
fueran de manteca. Sin embargo, el joven Laurencio no pudo avanzar, pues un
muro de acero invisible se lo impedía.
—¿Quién
solicita entrar? —interrogó una voz desde la oscuridad tersa del templo.
—Soy
el conde de Niebla —respondió Laurencio.
—No
te conozco —dijo la voz, y las puertas se cerraron.
Un
aguijón punzó hábilmente hasta abrir una herida en la vanidad de Laurencio; no
obstante, se sobrepuso con el bálsamo de la razón: «Es lógico que en este lugar
tan apartado no me conozcan como conde todavía», pensó para sí. Volvió a llamar
de nuevo y de nuevo se abrieron las puertas y de nuevo interrogó la voz
misteriosa:
—¿Quién
solicita entrar?
Laurencio
respondió entonces:
—El
señor del Halcón.
Pero
la voz insistió:
—No
te conozco.
La
ira arreboló la frente de Laurencio y le clavó sus uñas emponzoñadas en lo más
recóndito de sus venas, pero el ángel le tomó de la mano y le purificó la
sangre con la lenta savia de la paciencia. Cuando estuvo más calmado, el ángel
le hizo repetir uno a uno sus gestos anteriores, y cuando hubo de responder a
la pregunta, le puso en los labios las palabras siguientes:
—Soy
Laurencio; tened piedad de mí.
Y
en ese instante el aire se quebró como una ventana atravesada por un guijarro, mientras
la voz le decía con infinita dulzura:
—Pasa,
Laurencio, hermano mío, y ven.
Laurencio
avanzó y, al momento, un coro de voces tétricas entonaron el Miserere mei,
indicando que el oficio de difuntos iba a comenzar.
Los
ojos del joven Laurencio, como dos girasoles desorientados, traspasaron los
atormentados umbrales y se adentraron en la tiniebla de la bóveda, se
impregnaron con el aleteante resplandor de los cirios, rasgaron el polvoriento
velo de la atmósfera punteada de átomos flotantes y resbalaron por un inmutable
océano de cenizas derramadas por cincuenta penitentes.
En
el crucero de la nave, un catafalco custodiado por cuatro hachones lívidos
atrajo sus pasos sin que en Laurencio interviniera la voluntad.
Laurencio
se acercó. En un atril revestido de paños fúnebres, un libro abierto mostraba
la tinta, aún fresca, del escrito Hechos de la vida de nuestro hermano
Laurencio.
Laurencio
comprobó con estupor que las columnas del Valor, el Sacrificio, la Voluntad y
la Misericordia estaban vacías y que su vida no estaba explicada por obras o
actos de su albedrío, sino por los lances del azar. Entonces, la dulce voz de
antes se dejó oír, diciendo:
—Laurencio,
hermano mío, ¿de qué te sirve ganar el condado de Niebla si pierdes el imperio
sobre tu alma inmortal?
Y
como Laurencio solo era un inconsciente, rompió a llorar consternado, y en
aquel mismo momento abjuró de todas las vanidades y pompas del mundo. Su ángel
se sintió muy aliviado por esta inclinación tan favorable del alma que le
estaba encomendada y, sin pérdida de tiempo, le devolvió al lugar donde se
había quedado dormido.
Laurencio
se despertó muy impresionado por lo que pensaba que había sido un sueño, pero,
cuando se vio desprovisto de sus suntuosos ropajes y con restos de barro y de
ceniza desde la punta de sus cabellos hasta las plantas de sus pies, comprendió
que el prodigio no había sido una ofuscación de sus sentidos abotargados, sino
un aviso celestial. Y con las ramas del tilo se construyó una cabaña donde
decidió permanecer y preparar cuidadosamente la partida decisiva en la que se
jugaría el Reino Eterno.
Pasaba
el día orando con fervor y sometiéndose a las más duras y variadas
mortificaciones. Cuando llegaban sus servidores para asistirlo, él los atendía
arrodillado, los llamaba «mis dueños y señores» y les besaba humildemente los
pies. Muchos se burlaban de su conducta por considerarla extravagante, pero él
lo soportaba todo con la mansedumbre de un cordero y la sencillez de una
paloma. Esta actitud favorecía el descaro de los más desaprensivos, que, en su
atrevimiento, acudían hasta la misma entrada de la choza a importunarlo con sus
chanzas y su curiosidad.
En
cierta ocasión, uno de sus más fieles servidores, que pasaba próximo al lugar,
se percató del alboroto que provocaban ciertas personas y que no dejaban con
sus risotadas que el joven se concentrase en sus rezos. Prontamente desenvainó
la espada para impedir semejantes muestras de irrespetuosidad. Pero Laurencio
se asomó a la puerta y le dijo:
—No
quiero que por mi causa, dueño mío, se apodere de ti el pecado de la ira. No te
enojes, pues, con ellos; más bien agradéceles su empeño, pues me están
procurando los más valiosos triunfos para la jugada futura.
Ni
que decir tiene el contento del ángel al verlo tan mudado de parecer y entregado
a tan distintas ocupaciones.
«Eso
del sueño fue una excelente idea y ya está produciendo sus frutos», comentó
para sí muy ufano. Y añadió: «¡Cómo me gustaría verlos!». El ángel sabía que no
podía abandonar a Laurencio, pero sentía grandes deseos de comprobar los
méritos que ambos habían conseguido; así que, mientras lo dejaba arrebatado por
un éxtasis, voló a la región del Edén.
En
ese maravilloso lugar estuvo una vez el Paraíso, pero, desde que se clausurara
para las criaturas de este mundo, se destina a hacer germinar las raras plantas
que las almas hacen crecer mediante sus obras. Es un jardín privilegiado por la
calidad de su tierra y la bondad de su clima.
Entró
el ángel de Laurencio y observó los hermosos macizos de azucenas de las almas
puras, la exacta geometría de las rosas de los místicos, los frondosos árboles
de mostaza de los apóstoles, las airosas palmas de los mártires, los radiantes
botones de oro de los generosos, los inflamados claveles de los compasivos, los
amoratados lirios de los penitentes, los fragantes cedros de los justos y las
interminables veredas de romero de los peregrinos errantes. Pero cuando llegó a
la parcela de Laurencio solo encontró, empinándose apenas entre el acolchado
húmedo del trébol, una fragante violeta.
«No
puede ser», se dijo el ángel, «que mi Laurencio se merezca nada más que esta
insignificante flor», y regresó velozmente a la choza del joven con el firme
propósito de convertirlo en el más santo de todos los santos.
Es
sabido que el alma, aun cuando no tenga nada malo que reprocharse, puede
presentar ciertas inclinaciones que la aten y distraigan, y aunque no tienen
por qué ser nocivas sí pueden ser inconvenientes. El ángel, ni corto ni
perezoso, se propuso entrar en el interior de Laurencio dispuesto a una limpieza
general. Debía hacer desaparecer cualquier resto de su vida pasada que le
impidiera actuar con libertad absoluta.
Hay
en las personas tres clases de apego que condicionan sus decisiones
individuales. El primero, que es el más difícil de suprimir, adhiere los bienes
materiales al alma; el segundo, menos dificultoso, la entretiene con
preocupaciones mundanas; y el tercero, más rápido en desaparecer, es el lazo
que suponen para el albedrío los afectos terrenos. Como el símbolo de la
purificación es el fuego, a estas tres pasiones se las conoce como apegos de
leña, de heno y de paja, según sus diferentes grados de combustión.
El
ángel de Laurencio había resuelto que su custodiado abandonara este mundo
limpio de toda miseria, dependencia y vanagloria. Nada más llegar hasta él le
puso en la mano una tea y lo sacó del éxtasis para que, destruyendo todo lo que
poseía, se librara de la servidumbre que dividía su corazón.
El
lastre de todos los leños que le atenazaba el alma ardió con el palacio y los
establos, con los bosques y los frutales, con las balsameras de los parterres y
la simetría de los setos. Huyeron sus halcones domesticados destrozando los
espejos fulgurantes del aire; se desbocaron sus caballos predilectos con las
crines parpadeantes de chispas, y sus jadeantes jaurías corrieron arrastrando
tras sí el cuero de las traíllas, delgadas como víboras y raudas como su
veneno. Todo era confusión y desorden, pero Laurencio permanecía en paz
observando cómo su imperio se le desprendía como una torre de azúcar bajo la
lluvia. Su alma quedaba lisa como la orilla que ha lamido la marea.
El
diablo, enfurecido, viendo que se le escapaba de las manos un botín que siempre
creyó seguro, hizo girar el remolino de sus satélites, que se dispararon
lanzando horribles alaridos. A cada uno de ellos le conminó a utilizar sus
malas artes y oficios de encantamiento a ver si lo recuperaba otra vez.
El
primero en entrar en acción, el Diablo de la Culpabilidad, se disfrazó de madre
de Laurencio y, cuando el joven se encontraba entregado a sus oraciones, se
presentó ante él y se puso a decirle que mirara lo que había hecho, que si no
se compadecía de la penuria a la que la había condenado, que si es que no tenía
corazón, al haber arrastrado a sus hermanitos pequeños a pordiosear de puerta
en puerta...
—Hijo
—se lamentaba la fingida madre—, nos has puesto en las lenguas de toda la
comarca.
Pero
Laurencio, aunque su corazón sangraba de dolor, le volvió las espaldas y le
dijo las palabras que le dictó el ángel:
—Mujer,
no hay para mí otra familia que la del cielo, así que vete en buena hora y no
me perturbes con tus lloros, ni me entretengas con tus preocupaciones
temporales, ni interrumpas con tus charlas mis conversaciones con el Señor.
Tales
fueron las palabras de Laurencio, por lo cual el compinche del Sultán del
Averno hubo de marcharse con el rabo entre las piernas.
«Esto
va muy bien», pensó el ángel, con gran satisfacción. «Es bueno que se halle
bien dispuesto a aceptar segregarse de sus gentes porque así podré purificar
sus afectos y conducir su voluntad hacia los asuntos que más convienen a su
espíritu.»
Laurencio,
junto con las adherencias de leño, se despojó también de las de heno y de las
de paja; por eso las cosas del mundo y los lazos familiares los consideraba
faltos de interés y dignos de desprecio. La mayoría lo llamaba loco, pero otros
empezaron a considerarlo santo.
Prestar
oídos a ese transitorio galardón que es la fama le hacía sentir al ángel el
orgullo de su dominio y quiso someter a su protegido a una prueba mucho más
comprometida: lo llevó a vivir bajo el mismo techo que Valeria. Así se
certificaba la obediencia y la fortaleza del joven.
Después
de aquella desdichada partida de dados, el padre de Valeria, no pudiendo
soportar la pérdida de sus bienes, la deshonra de sus blasones ni el peso de su
irresponsabilidad, se había precipitado al abismo de la locura empujado por los
remordimientos. Valeria quedó sin otro patrimonio que su juventud y sin otra
herencia que el hermoso rostro materno para hacer frente a la vida. También
ella tenía hermanos pequeños a los que sacar adelante y no podía permitirse el
lujo de amilanarse ni de autocompadecerse. Soltó la cascada de sus trenzas y
buscó el sitio donde sus efímeros dones fuesen valores de cambio y el
perfeccionamiento de sus habilidades le garantizase una inmediata recompensa.
Ese sitio era una casa de mala fama, la peor de Alejandría.
Laurencio
entraba todas las mañanas en la alcoba de la esquiva muchacha que tantas veces
lo había desdeñado, le cambiaba las sábanas del agitado lecho y la atendía
solícito en todo lo que ella pudiera necesitar. Entre ellos jamás se cruzaron
palabras de reproche, ni gestos altaneros. Laurencio, en todo momento, mantenía
la mirada baja con gran modestia, y tanto él como ella tuvieron la delicadeza
de fingir no reconocerse. Pero, como es natural, los demonios eran incapaces de
asistir a este espectáculo sin temblar de rabia y sin planear la perdición de
los dos.
Sucedió
entonces que el Diablo de la Melancolía susurró en los oídos de Valeria el recuento
de los días felices. Esta estrategia de la evocación tiene como fin dejar al
descubierto las partes más débiles y vulnerables donde abrir una brecha
fácilmente. A continuación apareció el Diablo del Despecho. Este diablo tiene
una lengua afilada con más terquedad que la navaja de un esbirro y la usa con
perseverancia y habilidad. Nada más terminar el trabajo de ambos, que no era
otro que el de abrir de par en par las puertas al desasosiego, apareció el
Diablo de los Deseos Desordenados y, en vista de que tenía el camino libre, se
le instaló en el pecho como una garrapata.
Valeria
se retorcía las manos, se mesaba los cabellos, se golpeaba la cabeza contra las
paredes sin lograr sacarse de dentro el reproche de las oportunidades perdidas.
—Tantas
veces quiso bailar conmigo y le dije que no... Tantas veces cantaba bajo mi
balcón y yo sin salir. .. Tantas veces, cuando era dichosa, no reparé en él y
ahora es él quien ni me mira.
Valeria
se pasaba las horas obsesionada con ello, hasta que consiguió convencerse de
que estaba enamorada de él y que tenía que lograr por todos los medios ser
correspondida.
Llegado
a este punto, el Diablo de los Deseos Desordenados comprendió que ya la tenía
en su poder. Entonces urdió la manera de persuadir a la muchacha para que
firmara un contrato sacrílego. Por medio de este escrito, Valeria cedería
eternamente su alma al diablo a cambio de un solo momento de amor con el joven
Laurencio.
—Está
bien —consintió Valeria, aturdida.
—Dentro
de una hora y tres cuartos ve a tu alcoba y aguarda, que conduciré hasta ti lo
que tanto ansías —le prometió el diablo.
Con
este fin, el Diablo de los Deseos Desordenados se disfrazó de Laurencio y se
fue a redactar el contrato para dejarlo a punto de rúbrica.
Cuando
el ángel de Valeria se percató de semejantes preparativos se dijo a sí mismo
que no sería prudente dejar correr las cosas y que bueno estaba lo bueno: había
que recortarle las alas a cierto ángel. Así que, con las mismas, se apareció al
ángel de Laurencio:
—¿Eres
tú el guardián de una tal alma privilegiada que se está haciendo santa a costa
de la condenación de las demás? —le abordó sin preámbulos en medio del pasillo
donde el ángel observaba embelesado los trances de su Laurencio.
—¿Por
qué me hablas con tanta insolencia? —contestó el ángel de Laurencio, muy
molesto por esa interrupción.
—Porque
por culpa de tu Laurencio mi Valeria se pierde.
El
ángel le respondió con altanería que qué le importaba a él la salvación de una
cortesana cuando su misión era servir a un elegido de Dios.
—¿Elegido
por Dios o por ti? —Quiso precisar el ángel de Valeria—: mientras tu Laurencio
se flagela con zarzas, su madre está agonizando en un hospital sin más auxilio
que el que le proporciona mi Valeria. Tu Laurencio solo busca su beneficio y
sin embargo ella hace el bien sin esperar ningún provecho. Y si tu Laurencio,
en vez de incendiar la comarca y arruinar a todas las familias, arrebatando las
obras del Señor con su soberbia desmedida, se hubiera casado con mi Valeria...
Pero
el ángel de Laurencio le interrumpió, advirtiéndole que se dejara de
vulgaridades, y que desde luego él no era un casamentero ni iba a consentir que
un alma privilegiada anduviese en tales contubernios con nadie.
Ante
estas arrogantes declaraciones, el ángel de Valeria convino en que todo era
inútil, pues el que debía ser su aliado estaba más poseído de sí mismo que el
propio Lucifer. Y, punto en boca, sin esperar más ayuda que su iniciativa,
trazó su plan y se puso manos a la obra, porque había que darse prisa.
Se
reunió de nuevo con Valeria, que, agitada, esperaba ya en su alcoba; entonces,
tomándola de la mano, la escondió detrás de la cortina. A continuación, se
acurrucó en la cama de la joven y se envolvió en la colcha para que no se
descubriese la suplantación.
Enseguida
entró el Diablo de los Deseos Desordenados disfrazado de Laurencio, y fingiendo
motivos de pasión y demás, se arrimó a la cama. Pero el ángel, al sentir la
proximidad de su aliento de azufre, dejó asomar su pie diminuto, lo apoyó en el
pavimento y suplicó con la voz de Valeria:
—Desatadme
mis sandalias, os lo ruego.
El
diablo, muy galanamente, se arrodilló y le desanudó las cintas y, así que hubo
terminado, comentó el ángel:
—Que
Dios te lo pague con largueza.
Al
oír el nombre de su gran enemigo, el Diablo de los Deseos Desordenados se
revolvió y el que parecía ser Laurencio tomó forma de resbaladiza serpiente,
que huyó rugiendo despavorida.
En
ese instante, el contrato sacrílego estalló como una estrella en el silencio de
la noche, y Valeria, comprendiendo el peligro del que había escapado, fue a
buscar al verdadero Laurencio y a pedirle perdón, por haberlo querido
involucrar en su desatino, mientras sus ojos vertían raudales de lágrimas. Tan
sincera fue su contrición que murió allí mismo, y su alma, convertida en purísima
paloma, voló al cielo.
—Ruega
por mí, Valeria, puesto que me precedes en la bienaventuranza —alcanzó a
encomendarle Laurencio, conmovido.
Cuando
el ángel de Laurencio oyó que una cortesana intercedería por su protegido ante
el Tribunal Supremo, se metió en una hornacina que había en el muro y dio la
espalda a todo cuanto acaecía.
Y
Laurencio quedó excluido del halo protector.
Como
cuando se desploma la carpa de un circo, Laurencio se encontró sin sujeción y
sin asideros; sin instrucciones que seguir y sin espejo que lo reafirmara. El
abandonarlo a su propio albedrío fue sentenciarlo a morir en medio de un
desierto. A su alrededor solo había noche y desolación y perplejidad. Estaba
acostumbrado a estar atendido, apoyado y guiado exclusiva e incondicionalmente;
por tanto, también estaba convencido de su incapacidad para obrar y discernir.
—No
soy nada. No sé nada. No tengo nada. No sirvo para nada. No importo nada —se
repetía obsesivamente.
Su
corazón era un torbellino, su pensamiento una pesadilla, y su única aspiración
era acabar con esa sensación de no ser.
—Yo
me había desgajado del mundo. Yo no esperaba nada del mundo. Yo no necesitaba
nada del mundo. ¿Por qué me duele tanto el sentirme aparte?
Laurencio
estaba desorientado y confundido. Tanteaba en las sombras buscando una puerta
que lo abocara al abismo definitivo o que lo devolviera a su antigua seguridad.
Se hirió los nudillos golpeando, enronqueció llamando y sus ojos se fatigaban
aturdidos por los confines blindados de su corazón. Hasta que consiguió
distinguir un hilito, muy tenue, de esperanza. Apareció de improviso sin que le
fuera posible precisar si era un presentimiento o una señal fiable. Sin
embargo, conforme insistía en esclarecerlo, se hacía más consistente su
presencia. Se aferró a él como a un salvavidas. Tirando de él pudo ir
separándolo, desenredándolo de la angustia poco a poco y ordenarlo en un ovillo
listo para guiarlo hasta la salida. Y así escapó.
Laurencio
miró en torno suyo y supo que su anterior conducta había significado para los
demás tragedia, desesperación y daño: que sus supuestos méritos se asentaban en
la desgracia ajena y que se había confinado en sí mismo, al margen de los
conflictos y los deseos que no fueran los propios. Comprendió que si era
difícil encontrarse y reconciliarse consigo, mucho más lo era el reconocer a
cada uno de los otros y diferenciarlos, aceptarlos. E incluso aprender de
ellos.
Entonces,
llamó a los que tan inconscientemente había desheredado, los reunió a todos y
juntos se fueron a los valles que él una vez arrasara, y con sus propias manos
cultivaron la maltratada tierra hasta hacerla germinar. Y conforme los valles
producían sus frutos, la parcela de Laurencio florecía en el jardín del Edén.
Se
acabaron los amos y criados. Nadie hacía manifestaciones de mortificación ni de
bondad. Eran sencillos. Vivían con alegría en la fraternidad del esfuerzo y la
plegaria. Quizá Laurencio ya no accediera a las altas regiones de los éxtasis,
pero recogía experiencia y obtenía una visión más amplia y completa de las
cosas. Quizá ahora tuviese más dudas y más equivocaciones, pero se ejercitaba
en distinguir y en escoger. Por fin, la humildad le hizo entender que él no era
la regla de oro ni el centro del universo y que lo que estimaba como un bien
para sí no tenía por qué ser un bien para los demás.
Un
día, Laurencio observó que el laurel que sombreaba la casita que todos
compartían se había inclinado hasta formar una guirnalda estrechísima con una
frondosa mata de valeriana. Conoció en ello la proximidad de su hora. Convocó a
sus amigos y les recomendó que su marcha no los entristeciera. Salió, pues, el
alma de su cárcel mortal y se fue hasta la hornacina donde su ángel aún
persistía, rebeldemente, con la cara contra la pared.
—Ven
conmigo, ángel mío —dijo Laurencio—, pues hemos de comparecer ante el Tribunal
Celestial.
Pero
el ángel no dio muestras de inmutarse y Laurencio no tuvo más remedio que
cogerlo en sus brazos como si se tratase de una criatura. Con él a cuestas se
llegó hasta el jardín del Edén, y el ángel, entre las rendijas de sus alas,
pudo advertir con estupefacción que la parcela de Laurencio estaba esmaltada de
las más bellas flores. Pero Laurencio pasó entre ellas con indiferencia y se
acercó hasta la pequeña violeta escondida. Entonces la cortó y, mostrándosela
al cielo, dijo humildemente:
—Señor,
he aquí la única flor que Laurencio y su ángel han sido capaces de merecer;
vuelve hacia ella tu rostro y sé propicio.
El
ángel se apartó las manos del rostro y, mirando atónito el espléndido vergel al
que renunciaba, quiso protestar. Pero Laurencio replicó:
—Somos
responsables el uno del otro, ángel mío. Tenemos que salvarnos juntos o juntos
perecer.
Al
oír esto, brotaron dos perlas de las pupilas del ángel, lo cual significaba que
lloraba y que todas las tretas de su soberbia habían concluido, y, como por
milagro, una flor idéntica a la de Laurencio perfumó sus dedos de marfil.
Cuando
se tiene a alguien a nuestro cuidado, existe la irresistible tentación de
considerarnos su dueño. El que nos necesiten nos puede hacer creer que somos
indispensables y que todo deban recibirlo de nuestras manos; el que dependan de
nuestra aprobación nos convierte en jueces infalibles. Nos sentimos
todopoderosos si conseguimos que obren conforme a nuestros criterios. Cada éxito
nos lo apuntamos como un logro personal. Cada fracaso suyo nos decepciona. Nos
gusta sentirnos orgullosos por lo que consideramos nuestra obra, y cuanto mayor
sea nuestra dedicación más nos persuadiremos de que nos merecemos que cumplan
nuestras expectativas. No nos damos cuenta de que con esa manera de conducirnos
no ayudamos, ni educamos, a un ser individual: estamos pretendiendo modelar
nuestra réplica.
Es
agradable contemplar fuera de nosotros el reflejo ideal de nosotros mismos, por
eso les exigimos que nos confirmen lo sabios que somos, lo atinados que estamos
y la razón que nos asiste. Con la excusa de que obramos por su bien, los
avasallamos imponiéndoles nuestras aspiraciones y proyectándoles nuestros
temores y recelos. La experiencia nos autoriza a manipular sus decisiones y
apreciaciones hasta conseguir la perfecta simetría.
Es
difícil determinar dónde acaba la responsabilidad y dónde empieza la absorción
de otro ser. Es difícil no intervenir cuando estamos convencidos de que podemos
darle lo que le conviene. Es difícil no empeñarnos en procurárselo. Es difícil
no obligarle a que acepte lo mejor.
Cuidar
no es poseer, acompañar no es anular, defender no es impedir. Un verdadero
ángel guardián no debe preservar de las pruebas ni de las equivocaciones que
ejercitan el albedrío. Su misión consiste en dotar de autonomía y de
responsabilidad propia a los actos, en despertar en los corazones una
conciencia moral que otorgue autoridad interior.
Sin
embargo, hay padres, madres, maestros o guías capaces de renegar de la persona
a su cargo si no se ajusta a sus pretensiones. Se enfurecen si no les devuelve
la imagen de ellos que esperan. Quieren ser los artífices de una criatura
perfecta, y no soportan que el material que manejan sea una identidad propia con
sus limitaciones, sus rebeldías y sus sueños.
Ni
perdonan que las respuestas estén en otro lado o la felicidad en otra casa o
las metas en otras ambiciones. No comprenden que su obligación empieza con
sembrar y termina en cuanto despunta el brote. Después, sea cual sea la cosecha
y la recoja quien la recoja, no deben afanarse, porque el campo no es suyo. Su
responsabilidad concierne a la calidad de la semilla: si es buena, tiene muchas
probabilidades, nada más. Es bueno que el ángel confíe y nos deje caminar sin
sujeción. Es bueno que nos alejemos de su halo.
La
inocencia es un estado original, pero la construcción de nuestra individualidad
es un ejercicio de fortaleza. Y, si nos ama de verdad, debería alegrarse de lo
que hemos descubierto, aprendido y superado; debería alegrarse de lo que
estamos en disposición de ofrecer.
Ese
día, a la hora undécima, todos los puros de corazón vieron cómo un ángel y un
alma, con las manos enlazadas, se elevaban desde poniente hasta el trono del
Altísimo impulsados por las hélices de dos diminutas violetas. Y, desde
entonces, son ensalzados en la presencia del Señor por los siglos de los
siglos.
del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti
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