La cueva de la doncella
Esto
era de cuando las doncellas permanecían en las cuevas de los dragones hasta que
un caballero las rescataba. Ninguna estaba allí mucho tiempo, es verdad; a
menudo, nada más el dragón comenzaba a descerrajar las mandíbulas, aparecía un caballero,
le rebanaba la cabeza al dragón y se llevaba a la doncella para convertirla en
buena esposa y prolífica madre de familia.
Claro
que, a veces, el caballero se retrasaba y entonces la doncella tenía que
entretener al dragón. Para ello, dadas las dimensiones que las cuevas solían
tener, solo les era permitido contar con un arpa, porque la música amansa a las
fieras, o con una rueca, porque entre su zumbido y el girar del huso le
hipnotizaba.
Pero
la doncella de esta historia no contaba ni con una cosa ni con la otra. Con
arpa no porque, cuando le tocó el turno a su hermana Rosaura, la muy boba se la
dejó en la cueva con gran disgusto de todos, pues era un arpa de familia y se
la habían estado pasando de madres a hijas desde el tiempo en el que el rey
David la inventara. Y con rueca tampoco, pues estaban prohibidas en ese reino
desde lo de la Bella Durmiente. Así que no tuvo otra solución que descolgar el
tapiz de la cabecera de su cama, enrollarlo y tirar para adelante con él en
ristre. Era un tapiz muy curioso con muchas figuras extrañas y, desde que ella
podía recordar, se había pasado las noches contándose historias sobre los
dibujos. Las historias se entrelazaban, se agrupaban o se expandían
inquietantes, siguiendo los colores de los hilos. Entre el parpadeo de la
lámpara de aceite ella adivinaba manchas raras que a veces eran ojos, lenguas,
frutas, pájaros o navíos en animada acción. Nada de lo que pudiera soñar
dormida podía comparársele a los fabulosos mundos que entreveía despierta.
Pues
bueno, una vez que entró en la cueva nuestra doncella, el dragón se preparó
para dar buena cuenta de su persona, pero entonces ella desenrolló una
esquinita del tapiz. Solo la esquinita, porque desde luego estaban muy
estrechos y no había sitio para nada.
—Veo
veo —se puso a decir, pero apenas había comenzado a interesar al dragón cuando
en la tierra retumbaron los cascos de un caballo, señal de que un caballero
estaba al llegar. Ella enseguida despejó todo, se sacudió las faldas, se ahuecó
los pliegues, se colocó las trenzas en su sitio, se pellizcó las mejillas, se
mordió los labios y se puso en posición de rezar para que la sorprendieran como
Dios manda.
Y
en esto que cesó el galope y a la entrada de la cueva relampagueó un escudo y
se inflamó una espada, y el dragón cesó de relamerse y se dio la media vuelta
para atacar, y el caballero retrocedió para coger carrerilla y entonces la
doncella, que estaba mirando de reojo para no perderse nada, se dio cuenta de
que el tal caballero no era caballero, ni muchísimo menos, porque no resaltaba
en su armadura ni en su escudo ninguna divisa de caballería.
La
divisa, según el diccionario, es una señal exterior para distinguir personas,
grados u otras cosas. O sea, que lo mismo puede ser un logotipo o una marca o
el distintivo de un club de fútbol o de los colores de una ganadería, y basta
con convenirlo y registrarlo. Pero en caballería esta señal es el «blasón» del
escudo de armas, y un escudo de armas no se improvisa así como así. Cada
figura, cada color significa «honor y gloria» por las hazañas y méritos de su
dueño y, por lo tanto, uno debe ganárselo a pulso.
Contra
los dragones solo valen la espada de la Verdad y el escudo de la Virtud con su
blasón correspondiente, equipamiento al que, sin estar armado caballero, como queda
dicho, no tiene acceso nadie. Y aún más, si se consiguen estas cosas por
cualquier otro procedimiento, no reportarán ninguna utilidad porque la Verdad y
la Virtud no son talismanes, sino cualidades que se adquieren mediante el
ejercicio y la perseverancia. Comprar todas las medallas olímpicas que haya
adornará mucho la vitrina de alguien, pero no le van a hacer batir ningún
récord; ni el falsificar títulos académicos servirá para insuflar ciencia
alguna al que los cuelgue en su despacho.
Por
eso, la doncella, al tanto del peligro que su presunto salvador corría, decidió
intervenir: le dio con el tapiz enrollado un mandoble al dragón que lo dejó,
por lo pronto, fuera de combate.
—Deteneos
—gritó a continuación la doncella, interponiéndose para cerrar la entrada—.
Deteneos y no oséis introducir vuestra espada en este lugar, pues no está
ungida y os puede suceder cualquier desgracia horrible.
El
no-caballero frenó justo a tiempo, descendió del caballo, se arrodilló ante
ella, levantó la visera de su yelmo y dejó ver el dulce ámbar de sus ojos, su
nariz delicada, la playa de sus mejillas, el hoyo del mentón y sus labios
firmes como los bordes de una concha púrpura.
—Señora
—dijo él con mucha educación—, me llamo Jorge y si me concedéis el alto
privilegio de entrar en vuestra cueva...
—De
ningún modo. No estáis entrenado para ciertas cosas —le atajó la doncella.
—Ya
lo sé —admitió Jorge—, pero nadie nace sabiendo y alguna vez hay que dar el
primer paso.
—Pero
nunca delante de un precipicio —respondió la doncella, juiciosa.
—Vos
merecéis mi suerte, sea cual sea —dijo Jorge, galante.
—A
mí no me hagáis responsable de vuestro destino —replicó la doncella, molesta
por semejante atrevimiento—. No soy de esa clase de persona.
—
¡Por favor! —Suplicó Jorge—: permitidme que os deba mi gloria o mi muerte.
—Me
parece muy arriesgado contraer tales deudas con alguien a quien no se conoce de
nada —se obstinó la doncella.
—Hacedme
la merced de aceptar mi vida en prenda a cambio de vuestro rescate —se obstinó
a su vez Jorge—. Quiero ser caballero. Dadme una oportunidad y seré vuestro
para siempre.
—Bastante
hemos hablado —le interrumpió ella sin dejarse impresionar y, ni corta ni
perezosa, metió uno de sus piececitos en la boca del dragón, que estaba
traspuesto todavía, para que el tal Jorge viera que era capaz de dejarse
devorar y todo lo que fuera menester, antes que comprometerlo en una empresa de
la que podía salir muy mal parado.
Y,
por lo tanto, el muchacho desistió y, sin perder más el tiempo, se dirigió
hacia otros territorios donde su afán de adquirir experiencia caballeresca
tuviera más ocasiones.
Se
marchó, pues, Jorge, y por el camino encontró otra cueva con su doncella y su
dragón rugiente. Ninguno de los dos le puso mayores problemas que los propios
de las circunstancias y se prestaron a colaborar en el experimento. Con lo
cual, en menos de un cuarto de hora, él se llevó a la grupa a la una, tan
ricamente, después de haberle tajado al otro sus siete terroríficas cabezas.
Gracias a los méritos de esta valerosa hazaña, estuvo en grado de armarse
caballero, portar divisa propia y convertir a la doncella en cuestión en buena
esposa y prolífera madre de familia. Y se dispusieron a vivir felices, como
suele suceder en los cuentos cuando ya se acaba el cuento, en un castillo de
seis torres, un torreón y el blasón correspondiente esculpido sobre la puerta
principal.
Pero,
bueno, esto no tiene nada que ver con nuestra primera doncella, que se encontró
con que el dragón volvía a revivir y a querérsela merendar, así que, con mucha
paciencia, desenrolló de nuevo la esquinita del tapiz para seguir engatusándolo
con el veo-veo.
No
se sabe cuánto tiempo pasó, pero la doncella consiguió que el dragón se
aficionara a las figuras del tapiz y, como era tan difícil extenderlo, hasta él
mismo ayudó a cortarlo pedacito por pedacito para que fuera más manejable. El
dragón con sus uñas puntiagudas sacaba los hilos de la trama como para hacer
vainicas, y entonces ella podía cortar sin torcerse con las tijeritas del
neceser. No había mencionado antes el neceser pero se entiende que, si una
puede cargar con arpas y ruecas, qué le puede estorbar un neceser, sobre todo
cuando existe la probabilidad de pasar la noche fuera de casa.
En
el neceser había un gran surtido de imperdibles por si acaso el dragón, en un
momento de descuido de ella o de vehemencia de él, le hacía algún desgarrón
pudiese la doncella remediar el desperfecto antes de que el caballero se
percatara. Es cierto que, como cada vez que se le cortaba la cabeza se volvía a
regenerar hasta llegar a siete, había tiempo sobrado para hacerse una costura
en condiciones. Lo que pasa es que con la cueva ocupada, y entre una cosa y
otra, no había ni luz ni manera para enhebrar una aguja tranquilamente y, a
pesar de que lo de los imperdibles era una reverendísima chapucería, se trataba
de un caso de emergencia sin discusión.
Con
estos imperdibles la doncella fue uniendo las piezas del tapiz en grupos, como
si fuesen libros. Cada uno trataba de una historia distinta, según sus matices
cromáticos, los accidentes de su trama y los vericuetos de sus cenefas. Había
historias de sirenas y tesoros, de monstruos y hechiceros, de estrellas y
navíos, de bandidos y fantasmas. Pero la que más le gustaba al dragón era una
que trataba de ellos, o casi.
—Veo-veo
—empezaba la doncella.
—
¿Qué ves? —respondía, obediente, el dragón.
—Veo
lejos, muy lejos, un condado próspero y feliz.
—
¿Y qué más?
—Esta
es la gente que es muy laboriosa y vive en paz con su prójimo.
La
doncella iba señalando con el dedo siguiendo los contornos de colores:
—Las
casitas... los pozos... los árboles... los rebaños de ovejas pastando... las
lavanderas en el río... el molino de viento... las vereditas de romero... las
abejas...
—
¿Y qué más?
La
doncella muy, muy despacito, iba pasando las páginas.
—El
conde. ¿Lo ves? Está muy satisfecho por la cosecha de manzanas y ha decidido
dar una fiesta para celebrarlo. Estas son las mesas para el banquete, estos son
los barriles de vino, y esta montaña es de manzanas rojas, esta otra de
manzanas verdes y esta de manzanas amarillas. Mira, por aquí viene el cortejo
de músicos...
—
¿Y qué más?
—Estas
son las guirnaldas de laurel fresco y estas son las banderitas de papel de seda
y este es un buey enorme asándose... Todo esto son los troncos de leña para el
fuego.
—Y
ahora yo aparezco por detrás de los troncos...
—No,
todavía no, pesado. Espera a que todos se sienten y empiece la diversión.
—Pero,
mientras, ¿dónde estoy? Pasa ya esta página.
—Tú
estás aquí, en este lago azul turquesa, sumergido. Por eso no te ve nadie.
—Yo
los acecho así, quieto-quieto.
—
¿Ves estas cintas enredadas? Son las pérgolas: los jóvenes están aquí debajo,
bailando. Tú escuchas la música y entonces te enfureces y entras en acción.
—Gruuuuug,
gruuuuug, gruuuuug.
—Eso.
Entonces el conde manda a este grupo de soldados para que investiguen, pero
cuando sacas la cabeza salen huyendo despavoridos.
—
¡A que sí! Gruuuuug...
—Ya
vuelven otra vez, pero son muchos más y traen todos los cuchillos, hachas,
palos y bolas de hierro que han encontrado.
—
¿Y qué me hacen?
—Nada.
Tú eres tan fiero y descomunal que las lanzas de hierro son para ti palillos
mondadientes.
—Ja,
ja, ja: no me dais miedo, mequetrefes. ¡Acercaos!
—Tú
tienes hambre y se te hace la boca agua a la vista de tan ricos manjares.
—
¡Soy una trituradora! ¡Venid a que os hinque los dientes! Di: ¿me los como ya?
—No,
hombre.
—Pero
es que tengo un hambre devoradora, y si ellos se me ponen a tiro... Anda, solo
un bocadito...
—Que
no. Mira, aquí están lanzándote el buey al lago y ovejas estofadas y pavos
rellenos para que te los comas.
—
¡Uhmmm!, ¡qué rico!
—
¿Te gusta? Bueno, pues a partir de este momento tienen que echarte de comer
cada tres horas porque, de lo contrario, saldrías del lago y te los zamparías
sin dejar de ellos ni las raspas.
—Y
están asustados, ¿no?
—Muertos
de miedo.
—Yeso
que no saben que les estoy infectando el lago y que el olor a putrefacción les
va a llegar hasta sus casas, les va a contaminar el ambiente y se van a
asfixiar.
—No
seas tonto, si se mueren te los vas a tener que comer a todos de golpe, y
puedes reventar de la indigestión: si no lo haces, se te van a estropear. ¿No
ves que no están congelados, ni tienen conservantes ni nada? Y como te los
comas caducados o en malas condiciones, pues te intoxicas.
—
¡Ah!, ¿y entonces qué hago?
—Tú
te esperas a que te vayan trayendo todos los animales uno por uno hasta que se
les acaben las vacas, las cabras, los corderos, los conejos y los pollos en
cien leguas a la redonda.
—Y
los gatos y los perros y los patos y las codornices...
—Total,
que el condado está aterrorizado, pues la gente no sabe qué hacer para seguir
manteniéndote. Se están gastando mucho dinero en traerte comida de otros
lugares. Aquí, en esta esquina, detrás de estas matas de acanto, está el
Consejo, que es esta granada y los granitos de dentro son todos, que se han
reunido con sus birretinas rojas como enanitos. Están deliberando cómo acabar
contigo antes de que tú acabes con ellos. Llevan horas discutiendo y cavilando.
Algunos muestran unos ingenios que han ideado para capturarte y tratan de
conseguir voluntarios para que los hagan funcionar.
—Yo
quiero empezar a comerme a la gente cruda ya mismo.
—Han
decidido, a la desesperada, hacer cada día un sorteo y echarte a la persona que
le toque la china.
—
¿Y cuándo te va a tocar a ti?
—Enseguida.
No llega a la semana y media. Mira, aquí estoy yo: esta corola blanca. Yo era
la hija del conde y acabo de sacar la piedra negra, esta especie de hojita
oscura, ¿la ves?, que es mi sentencia de muerte. Mi padre no quiere entregarme
y dice que me va a canjear a cambio de todo el oro y la plata que tiene en el
salón del tesoro. Pero sus súbditos se le han rebelado y lo están amenazando
con quemarlo vivo por no cumplir lo pactado, como todo el mundo. Esta especie
de zarza son las puntas de las flechas que están apuntando al conde, mi padre.
Yo no tengo más remedio que despedirme y salir a tu encuentro.
—Huuuummmm...,
¡huelo a carne humana!
—Yo
voy llorando. Es un día radiante y la vereda está toda cuajada de margaritas.
Mi padre, cuando cumplí quince años, me prometió llenar el castillo de
margaritas el día de mi boda; pero ya no hay bodas que valgan. Estoy pensando
en esas cosas tristes cuando, casualmente, se me cruza en el camino un
caballero. Es este sol, ¿sabes?, porque su armadura es tan resplandeciente y
está tan bruñida que parece un espejo de oro, y el penacho de su yelmo es tan
suave y tan vaporoso como la clara a punto de nieve. Descabalga y me pregunta
la razón de mi pena. « ¿Qué hace una novia», dice: porque yo voy con mi traje
de novia, para que me sirva de mortaja, «¿qué hace una novia», repite él, «sola
por los caminos y deshecha en llanto con el día tan bonito que hace?». Pero yo
le digo que se monte en su caballo y que salga corriendo y se salve porque tengo
miedo de que, si lo pillas conmigo, igual también te lo comes y yo no quiero
irme al otro mundo con ese cargo de conciencia. Él no se mueve del sitio y me
pide que le explique detalladamente mi caso, y cuando acabo de contarlo va y me
dice: «Hija, no tengas miedo, yo soy san Jorge v te voy a ayudar».
—Entonces
yo asomo la cabeza de debajo de las aguas pestilentes y digo: «Sí, ya, ¡que te
crees tú eso!».
—El
caballero, acto seguido, se santigua, sube al caballo de un salto, hace un par
de molinetes con la lanza, se la enristra y, picando espuelas, se va enflechado
hacia ti. Prepárate. En cuanto te tiene a su alcance, te hunde la lanza justo
en el centro del corazón Y ¡zas!, te deja en el sitio.
—No,
eso no vale. No me tiene que matar.
—Bueno,
pues lo que hace su lanza cuando te llega al corazón es convertirlo en un
corazón de oro, ¿vale? Oro de ley.
—No
sé en qué consiste eso.
—Sí:
en que te haces bueno y manso. Entonces me dice San Jorge: «Quítate el cinturón
y átaselo al cuello».
—De
eso, ni hablar.
—Y
desde entonces tú eres mi animal de compañía favorito.
—No,
no y no. Quita esa página. Yo solo quiero hacer cosas tremendas. Yo os tengo
que devorar a los dos con caballo y todo.
—Pero,
¡cómo vas a devorar a san Jorge!
—¿Y
por qué no? ¿A ti no te gustan los huesos de santos?
—Que
no puede ser. En todo caso, cuando te hinque la lanza tú vas y, ¡pum!, te
esfumas en el aire como una columna de humo, y en el lugar donde cayó la sangre
brota un rosal de rosas rojas.
—Pero,
por lo menos, antes te como.
—No,
no insistas con eso. No tiene ningún sentido que me comas delante de las
narices de san Jorge.
—Que
sí, mira: yo te como. Y, en vez del rosal, que eso son tonterías de los cuentos
de hadas, pues yo voy y te vomito después si quieres.
—¡Te
he dicho que no!
Con
el final jamás se ponían de acuerdo, pues el dragón no quería ser amansado ni
tampoco que lo hicieran picadillo y la doncella quería ser salvada a todo
trance porque no le hacía ninguna ilusión morir teniendo, tan a la mano, a un
santo y a un caballero andante en una sola pieza. Y lo de ser vomitada, menos:
eso era una guarrería. Así que no había un desenlace fijo, con lo cual el
dragón siempre estaba intrigado y jamás satisfecho y la última página no
terminó nunca de prenderse con las demás.
En
lo que sí coincidieron fue en llamar al condado «Barcelona», que, aunque no
sabían qué quería decir ni recordaban cómo ni de dónde salió ese nombre, les
parecía una palabra mágica.
Dos
reinos más allá, el primer Jorge, que ya era caballero, pensaba a menudo en
aquella doncella que rechazó el auxilio de su espada sin atreverse a imaginar
la continuación, porque era demasiado obvia y demasiado truculenta. Pero el
recuerdo le rondaba continuamente, y esa obsesión muchas noches no le dejaba
dormir. Le torturaba el haber hecho caso a la doncella, haberse dejado
convencer tan fácilmente. Le era imposible dejar de revivir ese momento sin
sentirse culpable por haber seguido, sin más, su camino.
—No
soy un verdadero caballero, no merezco los blasones de mi escudo —se
lamentaba—: dejarla a merced de una fiera solo porque a ella se le había metido
en la cabeza protegerme de Dios sabe qué peligro no es suficiente excusa.
No.
Eso no había estado bien. Eso no era, desde luego, una acción de la que se
enorgulleciera.
Un
día decidió descargar su pesadumbre. Pero cuando le abrió el corazón a su
esposa, su esposa no le dio mayor importancia, solamente dijo: «Peor para
ella», con cara de estar pensando: «Mejor para mí». Abrió su corazón al hijo
mayor y el hijo mayor dijo: «Qué necia», y se rió. Abrió su corazón al mediano
y el mediano dijo: «Pobre chica», y se puso serio. Abrió su corazón,
finalmente, al más chico de los tres, pero el más chico de los tres no dijo
nada. Y él volvió a hundirse en los remordimientos.
Pero
el más chico de los tres, a escondidas, buscó mapas en los desvanes, se
aprendió los nombres de las estrellas y se ejercitó en fuerza y rapidez hasta
que fue diestro en el manejo del escudo y la espada. Y una noche salió del
castillo de las seis torres y un torreón, pero no por la puerta principal. Por
fin había conseguido crecer y robustecerse lo suficiente como para ajustarse la
armadura de su padre y soportarla. Solo llevaba una hogaza de pan y una bota
con clarete.
Noche
tras noche cabalgó sin descanso cruzando parajes desconocidos, lo mismo
desiertos que selvas, praderas que pantanos, y conforme avanzaba por el camino
que le señalaba el cielo, la impaciencia le ardía en el corazón.
Cada
anochecer, antes de ponerse en camino, se santiguaba, tomaba un pellizco de
pan, bebía un sorbo de vino sin permitirse otro alimento porque, de noche, era
imposible distinguir los árboles frutales de los venenosos, las fuentes puras
de las emponzoñadas y no era el caso. Por eso, al llegar a la cueva solo pudo
decir: «Señora, soy Jorge», y cayó desfallecido.
La
doncella entonces salió, se arrodilló junto a él, le levantó la visera del
yelmo y pudo ver el dulce ámbar de sus ojos, su nariz delicada, la playa de sus
mejillas, el hoyo del mentón y los labios firmes como los bordes de una concha
púrpura. Pero también vio, menos mal, el escudo refulgiendo de caballerescos
blasones y se dio, finalmente, por rescatada.
Con
destreza montó en el corcel del caballero desvanecido y, tomando imperiosamente
las bridas, le ordenó: «Andando». Pero el corcel dobló las rodillas fatigado
ante la idea de volver a sufrir las calamidades pasadas, y la doncella tuvo la
sensación de que había llegado el momento de desesperarse de una vez por todas.
No
pudo, sin embargo. Ni le dio tiempo a deshacerse las trenzas siquiera: el
dragón, que la había estado observando como quien no quiere la cosa, se echó al
hombro derecho el corcel moribundo y en el izquierdo al supuesto caballero y a
la doncella y, como era un dragón volador, en menos de nada los puso en la
puerta de la casa de él.
Los
padres del joven Jorge, que habían estado deshechos con su escapada, cuando lo
encontraron en tal mal estado, en lugar de regañarle, lo metieron en la cama y
le dieron friegas de alcohol y cosas ricas. Pero nadie reparó ni en el dragón
ni en la doncella. Ninguno de los de la casa, se entiende, porque los curiosos
no dejaron de importunar metiendo las narices por los barrotes de la verja del
jardín y queriéndolo saber todo con pelos y señales. Entonces la doncella
respondía muy amablemente contándoles la historia que tanto le gustaba al
dragón.
—En
un condado llamado Barcelona, apareció un terrible dragón que les infectaba el
lago y que, para mantenerlo a raya, los habitantes tuvieron que ir sacrificando
sus ganados, sus rebaños y sus corrales, y cuando acabaron con los animales no
tuvieron más remedio que entregarse ellos mismos. Las víctimas se designaban
diariamente mediante sorteo hasta que un día le tocó a la hija del conde. Como
cualquier hijo de vecino, el conde, deshecho en llanto, la despidió y la joven
se dirigió al lago siniestro sumida en negros presagios. Pero grande fue su
sorpresa cuando la alcanzó al galope el joven Jorge que, enterado de su trágica
suerte, no vaciló en poner a su disposición su valor y su lanza...
La
gente escuchaba fascinada esa fantástica historia del dragón terrible, la
doncella sacrificada y el caballero de la lanza milagrosa, por lo que se
difundió rápidamente. Antes de que cayese el sol, la hazaña del joven Jorge ya
había saltado las murallas y sobrepasado las fronteras y, a medida que la
historia se relataba y se expandía, progresaban los preparativos para que el
joven Jorge ingresara en la Orden de Caballería tan pronto como se reanimase.
Y
claro, la doncella se dio cuenta, aparte de que ya no estaba en edad de
convertirse en buena esposa ni prolífera madre de nadie, de que este caballero
tampoco era caballero pero que, según lo que ella atestiguara, lo podría llegar
a ser.
Desde
luego, nadie mejor que ella sabía que el joven no le había dado a su espada el
uso debido, pero ya había vivido lo bastante y había urdido suficientes
peripecias y sabía que las cosas son verdad cuando se cree en ellas, y veía las
cosas de manera diferente a como las veía cuando el Jorge padre le quiso dar la
oportunidad de ser la madre de Jorge hijo. Y decidió que si el chico iba a ser
armado caballero, ella no pondría obstáculos. Es más, le ayudaría a estrenar su
espada mediante cualquier otra prueba que lo hiciera acreedor de un escudo con
blasón propio sin necesidad de matar a su amigo el dragón.
Por
eso, cuando estaba para clarear el día siguiente, entró en la alcoba del chico
y, aprovechando que su voz ejercitada en persuadir y encantar, era fresca y
armoniosa, se deslizó entre los doseles de la cama del joven Jorge y le susurró
lo siguiente:
—Deseo
una cosa de vos.
—Lo
que deseéis es vuestro —respondió el joven Jorge, espabilándose en el acto.
—Antes
de que el sol se beba el rocío de los parques cortadme una flor —dijo ella.
Entonces,
el joven Jorge saltó de la cama, enarboló su espada virginal, corrió al jardín
y cortó una rosa blanca, que enrojeció al instante como si se hubiera sumergido
en un charco escarlata.
Así
la espada hizo su servicio.
El
joven Jorge, con una rodilla en tierra, entregó a la doncella la rosa
transfigurada.
—Señora...
Los
labios del joven Jorge se posaron sucesiva y delicadamente sobre el tallo de la
rosa y en uno de los dedos que lo sostenían: el dedo corazón.
—Yo
también quisiera obsequiaros —dijo ella, emocionada, y rebuscando en la
amplitud de sus faldas, añadió cuando encontró lo que quería—: Tomad. Todo lo
que pasó en la cueva está aquí. Esta es mi declaración.
Y
le dio el libro.
—Le
falta el final —observó el joven Jorge.
—El
final es una rosa roja —fue el comentario de ella.
Y
se dio la vuelta lo más dignamente que pudo, aguantando las ganas de correr,
pues tenía miedo de que el sol, que empezaba a encenderse, le jugase una mala
pasada.
La
doncella desprendió del tallo de la rosa el beso del joven Jorge y se lo
ensortijó sobre el otro beso, que temblaba en su dedo corazón, y se sujetó la
rosa en el pelo cerca, muy cerca de su mejilla. Buscó luego al dragón y juntos
regresaron a la cueva a seguir descubriendo historias fabulosas en los
montoncitos del tapiz porque, fuera de allí, ya no se hallaban.
Al
principio todo el mundo preguntaba por la doncella, e incluso la estuvieron
buscando para que ratificara su testimonio y se casara con el joven Jorge y
etcétera, hasta que se cansaron y la olvidaron. Y nadie supo nada más de ella.
Ni, por supuesto, del dragón.
Ni
la doncella y el dragón supieron que, cada 23 de abril, los jóvenes de un
condado llamado Barcelona se regalan libros y rosas rojas porque es San Jorge,
ni que las Cortes Catalanas lo eligieron patrón de Cataluña, ni que el día de
San Jorge es también el Día del Libro.
Claro
que el joven Jorge se llamaba así por su padre y su padre por el san Jorge
auténtico, ese santo que celebra su día el 23 de abril y que tiene una historia
bien diferente, aunque no por ello menos prodigiosa.
Era
un caballero de Georgia. Una tierra mítica cuyas leyendas inspiraron a los más
célebres poetas de la antigüedad. Sufrió durante siete años, y en presencia de
setenta reyes, toda clase de pruebas de las que salió victorioso, e incluso,
por tres veces, desafió a la muerte escapando de su dominio. Lo que pasa es que
todo el mundo lo confunde con el san Jorge de la historia del tapiz, ese
valeroso caballero que cabalgó por la imaginación de una doncella cautiva
desafiando dragones y cortando rosas rojas.
Con
ese pretexto, algunos que se pasan de listos vienen diciendo que el tal san
Jorge no es verdad porque no existió nunca. Como si solo fueran verdad las
cosas regidas por el tiempo y la materia.
El
san Jorge de Georgia, por lo pronto, fue y es y seguirá siendo porque, existiera
o no existiera, se trata de una alegoría. Sus suplicios y sus resurrecciones
representan los procesos a los que el individuo debe someterse para alcanzar el
conocimiento de sí mismo, pero también a la muerte y la resurrección de la
tierra según el ciclo de las estaciones. San Jorge se nos presenta como un
caballero. Las tradiciones secretas de las órdenes de caballería enseñan cómo
vencer las leyes de la materia y del tiempo, y San Jorge es también el santo
protector que simboliza, defiende y guarda esta sabiduría oculta como la
semilla y las raíces. En realidad, aunque se le identifica como un caballero,
nadie sabe a qué orden de caballería pertenece, y es porque él representa a
otra clase de caballeros. «Caballero», en lenguaje simbólico, quiere decir «cabalista»;
y «caballo», «Cábala». Al igual que para manejar un arma no solo hace falta
fuerza sino pericia, para ser experto en la Cábala no basta con saber leer con
los ojos. Cada letra es un número, cada palabra un sistema y cada frase una
fórmula, y es necesario mucho esfuerzo y perseverancia hasta llegar a
descifrarla correctamente.
El
Jorge de la historia, el caballero de resplandeciente armadura que salvara a la
princesa de un terrible dragón, tampoco es mentira. Y que su día sea el Día del
Libro tiene su porqué, aparte de que precisamente Shakespeare, Cervantes y el
Inca Garcilaso, murieran un 23 de abril.
Un
libro, como San Jorge, puede rescatar a la princesa, que es la Inteligencia, de
la cueva del dragón de la Ignorancia. ¿O no?
Quizá,
para la razón, solo pueda demostrarse lo que está sujeto a datos, fechas, peso,
dimensión y cantidad. Quizás la realidad sea eso: materia y, por tanto, sujeta
a mudanzas. Pero la verdad es invisible. Es una soberana de la que se puede
desertar, pero no se la puede destronar ni destruir. Por eso, cuando una
historia, por muy insólita que sea, se expande y permanece confirma su
autenticidad imperecedera en el territorio de lo esencial, más allá del reino
de la percepción.
Y,
además, esta historia le salió preciosa a la doncella.
del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti
*
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