La niña extranjera
A los dieciséis años de Rut, extranjeros y
subterráneos.
Ella
era una niña muy, muy guapa; y muy, muy inteligente. Todo el mundo que pasaba
junto a ella se volvía y comentaba lo guapa que le parecía, porque la Belleza
externa salta a la vista y es fácil darse cuenta aunque no se sea un lince.
Pero
nadie se preocupaba en descubrir su Belleza interior. Conforme la niña crecía,
más admirada era, y entonces, un día, su padre dijo: «No quiero que nadie
disfrute sin mi permiso de lo que es mío». Y le ordenó ocultarse el
rostro con espesos velos que jamás se debía quitar. La Belleza, tanto externa
como interior, es un don a compartir. Impedirla o extirparla es un grave delito
pues nos privamos, y privamos a los demás, de un bien.
Como,
pese a los velos, la niña tenía fama de guapa y el padre hacía muchos viajes,
empezó a temer que alguno se la robara y decidió construir una torre para
encerrarla allí. Pero no sabía que es imposible encerrar el entendimiento o la
imaginación o el afán de saber.
La
niña estaba enfadada con su Belleza externa pues era la causante de su prisión,
y acudió en busca de consuelo a su Belleza interna, pues explorando a través de
sí misma encontraba una posibilidad de escapar.
Sucedió
que como la Belleza externa depende mucho del estado interior, cuanto más se
cuidaba ella por dentro más le brillaban los ojos y su rostro le resplandecía.
Cierto que esa parte de su Belleza estaba escondida por los velos y nadie podía
admirarla. Ni siquiera ella misma, pues su padre pensaba que, si el espejo le
decía lo guapa que era, le llenaría la cabeza de malos consejos.
Pero
el espejo solo puede llenarnos la cabeza, como mucho, de ensoñaciones, y el
único peligro de los ensueños es que atraen a la tristeza y a la melancolía.
Sin embargo, hay otra manera de llenar la cabeza y es de reflexión, y otra
manera de mirarse que es con el conocimiento de una misma.
Cuando
alguien empieza a conocerse, empieza a estimarse, y entonces, hasta un esclavo
puede decidir sobre lo que quiere y lo que debe hacer. Por eso, a quienes les
gusta mucho mandar, eso de que la gente piense les parece muy peligroso porque
podría llegar a tener ideas propias y enterarse de lo que es injusto y negarse
a obedecer. Para la soberbia del padre no había en su hija más entendimiento ni
más voluntad que el capricho de él, no advertía que la niña lo tenía todo a su
favor para aprender a pensar por sí misma, porque la inteligencia se fortalece
en lo oculto y, por muy escondida que esté, tarde o temprano se manifiesta.
Aún
no he dicho el nombre de la niña pero no importa demasiado, porque ella misma
se lo cambió cuando se encontró amurallada en la torre sin ninguna posibilidad
de salir. Todas las ventanas eran tan estrechas y estaban tan altas que apenas
podía ver un trozo de cielo. Comprendió que, a partir de entonces, dentro
estaba lo que sería su patria, su familia y su vida. Que esos muros eran la
frontera. Que fuera de ellos todo le era extranjero y lejano. Y que ella, a su
vez, se había convertido en extranjera para el resto del mundo.
Tenía
a su servicio a varias mujeres muy capaces en sus respectivos cometidos, pero
se había puesto especial interés en que fueran mudas. Así la niña no corría el
peligro de que la embaucaran con cualquier tipo de ideas. De todos modos, ellas
tenían órdenes severas de no dirigirse a la niña más de lo estrictamente
necesario.
La
niña decidió llamarse EXTRANJERA; es verdad que es un nombre poco corriente
pero, si nos damos cuenta, extranjera viene de EXTRAÑA, y ella se sentía así.
No tanto por ser diferente a los demás, sino porque estaba apartada de los
demás.
Al
principio de su encierro en la torre, la niña Extranjera se desesperó mucho
porque pasaban y pasaban los días y ella no encontraba nada que mereciera ser
consignado excepto «Hace treinta días que estoy aquí» o, a lo más, «hace
treinta y un días que estoy DENTRO de aquí». Por eso, todas las noches, trazaba
una raya arañando la pared con una de sus horquillas y todas las mañanas la
tachaba: no tiene sentido contar lo que no tiene fin. Pero todas esas rayas
cruzadas por una vertical representaban unos barrotes y es que ella no podía
expresar otra cosa sino su prisión.
Hasta
que un día, después de haberse estado un buen rato llorando, se dio cuenta de
que si pasaba una y otra vez las manos por sus mangas de terciopelo, cuando
aplastaba hacia delante los hilos de seda –porque el terciopelo está hecho de
muchísimos hilitos de seda todos de punta– parecían mojados, como de plata, y
cuando los aplastaba hacia atrás la tela se oscurecía.
He
dicho brillantes como si estuviesen mojados. Eso está mal dicho porque no todo
brilla con el agua. La arena, por ejemplo, brilla cuando está seca y cuando se
moja se oscurece. Y a la hierba le ocurre al revés, aunque eso todavía ella
tardaría muchos días en percibirlo. Pero, volviendo a la seda, ese experimento
de la dirección del brillo lo puede hacer todo el mundo y comprobar que ocurre
exactamente así siempre. A lo mejor cada cual saca una conclusión distinta,
pero la niña Extranjera esa noche no hizo ninguna raya.
Esa
noche pensó: «Las cosas no tienen un aspecto único. Todo tiene su derecho y su
revés. El brillo y la sombra se encuentran simultáneamente incluso en una
delgada hebra de seda. Por eso sabemos que es seda», y lo estuvo repitiendo y
repitiendo hasta que se quedó dormida.
A
partir de entonces, la niña Extranjera decidió que, en vez de lamentarse por
ver siempre las mismas cosas, debía tratar de verlas de forma diferente. De
todas las formas diferentes que pudiera. Y se dedicó a observar el aspecto
cambiante de las cosas inmóviles. Y supo que, en determinadas horas, el arco
iris alegraba las lágrimas de las lámparas y rebotaba en la loza de los
aparadores, que de arco iris eran las pompas de jabón y que los colores pueden
brotar de improviso de las cosas que normalmente no tienen color alguno.
«Hasta
lo más anodino v sin interés tiene su instante de sorpresa», reflexionó la niña
Extranjera. «Hay que procurar estar alerta para poderlo atrapar.»
Mirando
lo que está coloreado y lo que está incoloro, lo que brilla y lo que se
oscurece, lo que resalta y lo que se desdibuja, la niña Extranjera hacía sus
investigaciones hasta que un día, sin proponérselo, descubrió algo muy
importante.
Resulta
que se había mojado el pañuelo con zumo de limón, y entonces la niña Extranjera
lo acercó a la llama de la vela para que se secara y ocurrió el siguiente
prodigio: la mancha, que era invisible, apareció al calor del fuego.
A
partir de ese momento, la niña Extranjera tuvo con qué escribir. Bastaba con
pedir zumo de limón en vez de leche antes de acostarse. Pidió también que, al
plancharle los pañuelos, los almidonaran tanto que se quedaran más tiesos que
una cartulina. Se hizo un cuadernito con docenas y docenas de pañuelos en los
que todas las noches escribía con tinta invisible de limón en la que mojaba una
varilla de abanico a modo de pluma. Al terminar, pasaba la vela y los renglones
se iban dibujando como por obra de magia.
«Es
muy importante la atención, pues, en cualquier parte, la solución está
esperando a que la imaginación la encuentre», fue lo primero que escribió la
niña Extranjera en una página ribeteada de vainicas.
Otro
día se puso a fijarse en lo que le sucedía a lo que había en la despensa. Por
ejemplo a la sal y el azúcar, que parecían iguales y, sin embargo, eran tan
diferentes… y no solo por su sabor. Aunque tanto el azúcar como la sal pueden
diluirse, la sal recupera su aspecto cuantas veces quiera. El azúcar, no. El
azúcar, si se quema, se vuelve líquida y oscura y, cuando se enfría, se
endurece. La sal, no. La fruta, para conservarse, necesita cocerse en agua y
azúcar. Sin embargo, al pescado y a la carne, para conservarse, les basta solo
con meterse crudos en la sal. Porque el azúcar y la sal no están hechas de lo
mismo.
«Por
un lado está la apariencia: blanca y granulada, que las hace semejantes, y por
otra la índole, que es lo que las distingue y le da a cada una su valor
propio», anotó la niña Extranjera. «Las cosas se componen de apariencia y de
índole.»
Sin
embargo, encima de la mesa siempre había un ramo de flores y se dio cuenta de
que no se marchitaban por igual, aunque fueran de la misma clase, tuvieran el
mismo aspecto y la misma índole y estuviesen cortadas el mismo día y del mismo
rosal. Cuando lo comentó con la jardinera, ella la miró extrañada, como si
estuviera escuchando una grandísima tontería, y por gestos le dio a entender
que, además, las flores no florecen todas a la vez aun cuando compartan un
mismo tallo.
«Entre
la semilla y la flor», escribió la niña Extranjera en su cuadernito de batista,
«están los accidentes de la naturaleza y los cuidados de mi jardinera, pero hay
una tercera cosa misteriosa que hace que las rosas de un mismo rosal no broten
ni se marchiten a la vez.»
Estaba
deseando que llegara el día siguiente para buscar grupos compuestos por cosas
que le parecían idénticas y averiguar qué es lo que hace que dos cosas iguales
no sean la misma.
Por
la mañana, escogió una fila de hormigas y se dispuso a vigilar su doble
recorrido: el que iba desde el hormiguero a unas migas de pan y el de retorno
al hormiguero. Y se dio cuenta de que, por lo menos, podían diferenciarse unas
de otras por el lugar que ocupaban en la hilera, pues eso les hacía llegar
antes o después a la comida o al hormiguero, cargar más o quedarse sin nada,
encontrar la muerte o salvarse de ella.
«Porque
todo es lo mismo pero nada es igual, a pesar de su aspecto y a pesar de su
índole, si se considera esa tercera cosa», insistía la niña Extranjera. Y todos
los días emprendía la búsqueda del número tres.
Pronto
se sorprendió porque tenía muchas cosas que escribir cada noche en su
cuadernito, pues la vida y sus tareas están en todas partes y los
acontecimientos no dependen del bullicio, ni la actividad de la prisa. Además,
ya no se sentía encerrada desde la noche en que escribió: «Lo de fuera puede
estar dentro y lo de dentro fuera. Lo de arriba, abajo y lo de abajo, arriba»,
pues se había dado cuenta de que, si cerraba las contraventanas de su
dormitorio dejando entrar una franja de luz, se reflejaba en el techo
perfectamente todo lo que había fuera, pero al revés y en pequeñito: la
jardinera podando un seto o la lavandera con su canasto de ropa semejaban
duendes de dibujos animados. Así que, a pesar de que no alcanzaba a asomarse,
podía estar al corriente de todo lo que pasaba al otro lado del muro.
Se
paseaba con una bandeja de plata, tan pulida que podía hacer las veces de un
espejo, mirando en ella, y era como si caminase por el cielo raso. Era muy
divertido ver cómo las lámparas crecían hacia arriba como palmeras, y la
sensación era tan real que, cuando llegaba al dintel de una puerta, era
inevitable hacer el ademán de sortearlo y levantar un pie.
«Puedo
poner el mundo bocabajo sin que se altere: excepto para mí», escribía la niña
Extranjera, pero sin olvidarse nunca del número tres.
Mientras
tanto, el padre, que era un hombre muy rico pero muy ambicioso, se dijo que si
casaba bien a su hija mejoraría su situación considerablemente. Como la chica
era joven y tenía fama de hermosa, sería fácil encontrarle un marido que,
además de pagarle un buen precio por ella, tuviese buenas influencias de las
que él se pudiera beneficiar. Eso significaría también hacerles una jugada a sus
adversarios. Así que empezó a tantear, entre todos los hombres reconocidos por
su poder, sus dominios y su fortuna, cuál le convendría más para sus planes.
Había
encargado a una agencia la confección de una lista con los datos bancarios de
los candidatos y, después, los visitaba y les llevaba algún regalo o los
invitaba a comer. Según cómo le cayera cada uno, o lo borraba o le ponía al
lado una cruz. Esta labor de selección era pesada y lenta. Él la llevaba a cabo
con mucha discreción para que no le descubrieran sus intenciones, pero todo lo
tenía bien calculado, puesto que era un gran hombre de negocios.
Quería
engatusar con amabilidades a los pretendientes para hacerlos sus aliados, los
eligiera luego o no, pero también deseaba deslumbrarlos. Para ello, no se
conformaba con la bien guardada belleza de su hija: una debida ostentación de
lujo los persuadiría de que hacían una buena inversión. De ese modo, en la
transacción él tendría la última palabra.
Entonces
creyó oportuno introducir algunas reformas en la torre sin reparar en gastos,
pues la ocasión lo requería y porque, tarde o temprano, se iba a resarcir de
todo ello. Dispuso que se habilitara una estancia con gruesas alfombras,
sillones de cuero y librerías de caoba repletas de libros con lomos de vistosos
colores y cantos dorados. Con tan imponente biblioteca, él podía dárselas de
enterado y los pretendientes lo tendrían en mejor estima. El contenido de los
libros carecía de interés para él, claro. Igual que le traían sin cuidado los
sentimientos de su hija, completamente ajena al motivo de todas estas
invasiones. Él pagó las facturas y dio por terminado el asunto.
La
niña Extranjera recibió los cambios con alegría y gratitud por lo que le
aportaban de distracción y novedad, además de que de los libros ella esperaba
compañía.
Los
libros eran de Aritmética, Música, Geometría, Astrología, Gramática, Retórica y
Dialéctica. Al principio parecían aburridos, pero eran muy bonitos de ver y muy
agradables de tocar. Algunos hasta tenían grabados. La niña Extranjera los
agrupó según sus colores, por ocuparse en algo. Eran tantos que empleó una
semana, y el domingo, cuando acabó, la habitación había convertido sus paredes
en una inmensa escalera de tonos del rojo al violeta.
«El
rojo es para la gramática, el naranja para la retórica y el amarillo para la
dialéctica: son las Artes referentes a la palabra», comprobó la niña
Extranjera. «El verde, el azul, el añil y el violeta son respectivamente para
la geometría, la aritmética, la astrología y la música, que pertenecen a los
signos matemáticos».
Los
libros, sin embargo, le infundían cierto respeto, pero como no tenía otra cosa
que hacer se sentaba en el sillón de cuero y los miraba.
«La
gama del fuego es para las letras y la del frío para las cifras. Pero en el
verde está el amarillo y en el violeta el rojo», escribió una noche, y al día
siguiente se pasó mucho rato hojeándolos.
Y
luego se atrevió y los leyó.
A
la niña Extranjera seguían pareciéndole unos perfectos rollos pero, como no
tenía donde elegir, insistió una y otra vez hasta que un día empezó a darles
sentido y todo lo que había en las páginas significó de repente cosas
maravillosas. Y entonces le gustaron, pues allí se le ofrecían las
interpretaciones de aquello que observaba y las palabras precisas para poderlo
expresar. A partir de entonces, la niña Extranjera comprendía las cosas con
mayor rapidez, pues estas asignaturas tratan de las Artes del Entendimiento.
«No
hay que desesperarse si no podemos derribar una puerta a golpes: quizá, si la
estudiamos con atención, descubramos dónde está el pomo», concluyó una noche la
niña Extranjera.
La
niña Extranjera había iniciado su adiestramiento en la perseverancia, y los
libros se convirtieron en llaves que le abrían continuamente puertas secretas.
El
padre estaba dando por terminada la segunda fase de las eliminatorias. El
número de candidatos que respondía a los requisitos exigidos se iba reduciendo.
El tiempo empezó su cuenta atrás y el padre, ni corto ni perezoso, mandó a la
torre un telegrama anunciando la llegada de un ajuar costosísimo, advirtiendo
la conveniencia de que la niña bordase en cada pieza alguna cosita para darse a
valer ante los candidatos.
La
niña Extranjera, cuando vio tanta sábana y tanta mantelería a su disposición,
se puso a saltar de contento porque los pañuelos se le estaban acabando ya. Y
ahora, no al acostarse, sino con las primeras luces de la mañana, abría su
costurero y ajustaba la tela en el bastidor. «Dos energías enlazadas por una
tercera cosa forman un átomo», bordó primorosamente la niña Extranjera en el
festón de la sábana nupcial.
El
padre, después de varias entrevistas por las cinco partes del mundo, había
eliminado a casi todos los magnates de Oriente y Occidente y, en su cabeza, ya
había destacado a un favorito entre tres. El negocio de la boda iba
progresando. Satisfecho, ordenó que en la torre se instalara una piscina
cubierta y se abrieran en el muro dos ventanales que dieran al jardín. Según
él, eso le haría parecer un hombre de mundo ante los pretendientes.
Le
presentaron toda clase de proyectos y él eligió uno que le recordaba a la
piscina del Magnate Mayor. El Magnate Mayor acababa de morir y solo había
dejado una hija. Pero, por suerte, la hija del Magnate Mayor estaba ya casada:
por lo menos no le haría a su hija la competencia. El padre, una vez que aprobó
los presupuestos de las obras y contrató a la constructora, se desentendió
completamente de todo ello, como de costumbre.
Por
fin, llegó el día de la última prueba. El padre fue a la torre dispuesto a
recibir a los tres pretendientes. Los reuniría en la biblioteca para tomar un
aperitivo y de paso proceder a la proclamación del vencedor. Pero antes de la
hora de la cita, aprovechó para pasar revista al resto de sus posesiones.
Naturalmente, primero solicitó que la niña Extranjera fuera traída ante su
presencia, y una vez que la tuvo delante le ordenó que se quitase los velos.
La
niña Extranjera salió de los tules como una mariposa rasgando la crisálida,
pero no tenía nada de etérea. Su belleza era la fuerza, la pureza y la decisión.
El confinamiento la había convertido en una imagen de alabastro. Los ojos
atentos, las pupilas de un azul imperturbable y una mirada tan aguda como
pinzas. La boca, adiestrada en el silencio, no estaba acostumbrada a la queja
ni a la súplica, y los labios, al entreabrirse, más que solicitar respuestas,
las exigían. Sus manos aún sostenían la orla del velo entre unos dedos ágiles y
seguros. Y estaba descalza. Sus pies apoyaban las plantas contra el suelo como
si brotaran del mármol. El pelo, que jamás le habían cortado, le caía a ambos
lados de la cara y le llegaba hasta el filo del vestido: una túnica de
terciopelo color guinda, tan oscuro como sus labios, que asomaba apenas una
delgada cuchilla entre las ondas. Un bucle se le había enroscado en el tobillo.
Blanca, roja y azul, parecía engastada en ébano.
El
padre se frotó las manos de gusto.
—Vale
una mina de oro tartesio. Lástima que no esté más rellenita, pues haría pagar
su peso en lingotes. Veamos ahora la piscina —dijo.
El
recinto era una torre octogonal. La piscina, en el centro, abría un octógono de
agua purísima. Tres ventanas hacían cruzar al cielo en una triple diagonal de
luz y lo plasmaban en el muro contrario como tres láminas de oro.
—Esta
no es la obra que encargué —bramó el padre.
—Esto
es la obra unificada —dijo la niña Extranjera serenamente.
—
¿Qué significa eso? —quiso saber el padre.
—Que
he unido lo que está fuera con lo que está dentro. He construido alrededor de
mí lo que está en mi interior, para poderme observar —dijo la niña Extranjera—.
Mira —añadió, ilusionada de poder comunicar sus ideas a alguien—: ocho lados y
ocho lados, dieciséis, que es mi edad. Y estas ventanas iguales que iluminan
toda la estancia representan la contemplación, el amor y la acción, que tienen
que ir unidos para vislumbrar el centro de las cosas.
—Yo
dije dos ventanas. Con dos ventanas era suficiente —dijo el padre, obstinado.
—Pero
fíjate en la luz —explicó la niña Extranjera—. La luz, que es una aunque se
divida en tres, me recuerda que son tres las cosas que hay en cada cosa.
—
¿Qué cosas? —se impacientó el padre.
—Por
ejemplo, el agua —dijo la niña Extranjera metiendo su mano en la piscina—, que
es dos partes de hidrógeno y una de oxígeno y una tercera cosa que no conoce
nadie...
—Cállate
y no digas estupideces —la interrumpió, furioso, el padre, sin sospechar que su
hija, autodidacta, era doctora en Artes Liberales.
Sin
embargo, a su pesar, tuvo que reconocer que la piscina superaba con creces lo
que él había previsto. Y se calmó.
Cuando
padre e hija entraron en la biblioteca, los tres pretendientes se levantaron de
sus asientos, estupefactos. Jamás habían visto una belleza parecida.
—Hija
—dijo entonces el padre muy ufano, pues se había dado cuenta de que los tenía
en el bote—, estos son los tres finalistas de entre todos los hombres poderosos
y acaudalados que me han pedido tu mano.
—Dices
bien: mi mano —respondió la niña Extranjera pausadamente, ofreciendo sus
dos palmas abiertas—. Por cierto, ¿cuál de ellas quieres arrancarme?
—Disculpadla
—quiso disimular el padre—, se ha criado fuera del mundo y no entiende que esto
no es más que una forma de hablar. Lo que quiero decir, tontita, es que estos
caballeros me han pedido permiso para casarse contigo.
—Entiendo
perfectamente la frase —dijo la niña Extranjera con gran firmeza—. Lo que no
entiendo es por qué tres desconocidos tienen que pedirte permiso a ti para
disponer de mi persona.
—Porque
yo soy tu padre —repuso el padre, fingiendo condescendencia ante las visitas.
—Bien,
pues entonces tendría que ser yo, tu hija, quien pidiera consejo a tu
experiencia, y a tu amor la bendición, si resolviera casarme o no casarme.
Apreciaría tu parecer y agradecería tu aprobación, pero no te comprometería en
nada más: entiéndelo bien. Porque elegir una norma de vida depende de mi
absoluta responsabilidad y no de tu permiso o de tus órdenes.
—No
seas insolente —rugió el padre dándole una bofetada.
—Papá,
mi obligación para conmigo misma está por encima de los pactos que hayas hecho
con ningún extraño.
—Tu
única obligación es honrar a tu padre —intervino uno de los pretendientes.
—
¿Qué honra podría dar si no tuviera respeto por mi propio honor? Para honrar
dignamente, primero hay que ser digno de honrar —contestó la niña Extranjera.
—Honrar
o no honrar no hace ahora al caso —se impacientó el segundo pretendiente—. Lo
importante es que le obedezcas.
—Una
cosa es obedecer, que es un acto de la voluntad, y otra aniquilarse, que es un
acto de degradación —puntualizó la niña Extranjera cortésmente.
—Señores,
es hija única y está un poco mimada, pero una buena tunda de vez en cuando es
un remedio infalible para que mantenga cerrado el pico —se apresuró a decir el
padre, alarmado de que sus cálculos se le fueran a pique.
—Bueno,
bueno —dijo el tercer pretendiente, tratándola como si fuera peor que boba—,
con lo guapa que eres no tienes por qué jugar a ser tan razonable. Las niñas
marisabidillas se ponen muy feas y se quedan solteronas y amargadas.
—No
puedo consentir —estalló entonces la niña Extranjera con extraordinaria vehemencia—,
no puedo consentir que se tome la Belleza como pretexto para insultarme en mi
inteligencia y en mi libertad.
—Vámonos
de aquí —dijeron más o menos los tres pretendientes—: parecía una muñequita
andadora y es una bomba de relojería
—
¡Desgraciada! —Prosiguió el padre, usando como látigo su correa—. Esto te
enseñará lo que son modales.
—Sé
muy bien lo que quieren decir los modales: hablas de conceder mi mano en el
lenguaje refinado del mundo, pero el hecho es que me venderás como a una yegua.
—Harás
lo que te ordene porque soy tu padre.
—Entre
nosotros está la herencia de la sangre y los vínculos de la ley. Pero existe
una tercera cosa que es el albedrío, y es más fuerte que las otras dos.
—Te
mataré —dijo el padre, fuera de sí.
—Podrás
convertir el agua en vapor o en hielo —gritó la niña Extranjera—, pero siempre
será Hache-Dos-O.
El
padre se precipitó hacia ella y ella escapó al monte y se refugió en una gruta.
Pero parte de sus cabellos se quedaron fuera, asomando como pequeñas culebras.
Y el padre la descubrió.
Ahora
tengo que escribir que el padre, con la media luna de su alfanje, le cortó la
cabeza. Pero también que, cuando el padre bajaba del monte, un fuego misterioso
cayó del cielo y lo redujo a cenizas.
Extranjera
es el significado de «Bárbara».
Esta
es la historia de santa Bárbara, la valerosa y sabia niña de Turquía que es la
patrona de todas las profesiones de alto riesgo y precisión. La que protege a
los que excavan en las entrañas de la tierra y a los que apagan los fuegos. La
que tiene poder sobre las tempestades y tormentas. La que ha dado su nombre a
los almacenes de explosivos de los buques de la Armada. La que, en las
universidades medievales, presidía la defensa de las tesis de los jóvenes
arquitectos. La que está flanqueada por dos granadas de artillería y lleva
entre sus brazos una torre con tres ventanas, como la de la carta XVI del
Tarot.
Pero
con esto no quiero desviar el asunto. No quiero engañar. Por muy triunfal que
pueda parecer el desenlace, las injusticias solo crean víctimas. Y la violencia
es germen de venganza. Y la tiranía, de desesperación. Y reprimir
sistemáticamente es como cercar con fuego un polvorín.
Además,
esta historia no es una fábula. Es verdad. Todavía es verdad. Aún hay chicas
perseguidas y asesinadas por pretender dirigir sus propios destinos.
Aún
hay chicas encerradas en sí mismas confiadas a la tutela de sus padres o de sus
maridos porque no pueden decidir. Aún hay chicas a las que se les niega el
derecho a disponer de su cuerpo, desarrollar su inteligencia y ejercer su
libertad.
Aún
hay chicas silenciadas. Chicas de las que no hablará nadie.
Pero
esta no es una historia de chicas y solo para chicas.
Todos
tenemos una torre en nuestro interior.
Parte
de nosotros permanece en esa torre interior.
Algunos
entran allí atemorizados, sin atreverse a abrir las ventanas para saber qué es
lo que hay fuera. Pero la oscuridad les impide saber lo que hay dentro. Algunos
saben lo que hay, pero prefieren esconderlo de sí mismos para no tener que
defenderlo ante los demás. Algunos quizás salgan al exterior, pero se olvidan
de lo que han dejado en la torre, aunque, sin saberlo, viven intentando
encontrar fuera algo parecido. Algunos tienen miedo a sacar algo de la torre.
Por si pierden algo. Por si les quitan algo. Algunos querrían, pero les da
vergüenza mostrar, regalar algo.
Algunos
están completamente encerrados en la torre, no quieren salir de la torre. No
quieren correr el riesgo de ser señalados como extranjeros y extraños y
diferentes.
Algunos
no tienen valor.
del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti
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