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martes, 10 de noviembre de 2015

La niña extranjera


La niña extranjera 

A los dieciséis años de Rut, extranjeros y subterráneos.

Ella era una niña muy, muy guapa; y muy, muy inteligente. Todo el mundo que pasaba junto a ella se volvía y comentaba lo guapa que le parecía, porque la Belleza externa salta a la vista y es fácil darse cuenta aunque no se sea un lince.

Pero nadie se preocupaba en descubrir su Belleza interior. Conforme la niña crecía, más admirada era, y entonces, un día, su padre dijo: «No quiero que nadie disfrute sin mi permiso de lo que es mío». Y le ordenó ocultarse el rostro con espesos velos que jamás se debía quitar. La Belleza, tanto externa como interior, es un don a compartir. Impedirla o extirparla es un grave delito pues nos privamos, y privamos a los demás, de un bien.

Como, pese a los velos, la niña tenía fama de guapa y el padre hacía muchos viajes, empezó a temer que alguno se la robara y decidió construir una torre para encerrarla allí. Pero no sabía que es imposible encerrar el entendimiento o la imaginación o el afán de saber.

La niña estaba enfadada con su Belleza externa pues era la causante de su prisión, y acudió en busca de consuelo a su Belleza interna, pues explorando a través de sí misma encontraba una posibilidad de escapar.

Sucedió que como la Belleza externa depende mucho del estado interior, cuanto más se cuidaba ella por dentro más le brillaban los ojos y su rostro le resplandecía. Cierto que esa parte de su Belleza estaba escondida por los velos y nadie podía admirarla. Ni siquiera ella misma, pues su padre pensaba que, si el espejo le decía lo guapa que era, le llenaría la cabeza de malos consejos.

Pero el espejo solo puede llenarnos la cabeza, como mucho, de ensoñaciones, y el único peligro de los ensueños es que atraen a la tristeza y a la melancolía. Sin embargo, hay otra manera de llenar la cabeza y es de reflexión, y otra manera de mirarse que es con el conocimiento de una misma.

Cuando alguien empieza a conocerse, empieza a estimarse, y entonces, hasta un esclavo puede decidir sobre lo que quiere y lo que debe hacer. Por eso, a quienes les gusta mucho mandar, eso de que la gente piense les parece muy peligroso porque podría llegar a tener ideas propias y enterarse de lo que es injusto y negarse a obedecer. Para la soberbia del padre no había en su hija más entendimiento ni más voluntad que el capricho de él, no advertía que la niña lo tenía todo a su favor para aprender a pensar por sí misma, porque la inteligencia se fortalece en lo oculto y, por muy escondida que esté, tarde o temprano se manifiesta.

Aún no he dicho el nombre de la niña pero no importa demasiado, porque ella misma se lo cambió cuando se encontró amurallada en la torre sin ninguna posibilidad de salir. Todas las ventanas eran tan estrechas y estaban tan altas que apenas podía ver un trozo de cielo. Comprendió que, a partir de entonces, dentro estaba lo que sería su patria, su familia y su vida. Que esos muros eran la frontera. Que fuera de ellos todo le era extranjero y lejano. Y que ella, a su vez, se había convertido en extranjera para el resto del mundo.

Tenía a su servicio a varias mujeres muy capaces en sus respectivos cometidos, pero se había puesto especial interés en que fueran mudas. Así la niña no corría el peligro de que la embaucaran con cualquier tipo de ideas. De todos modos, ellas tenían órdenes severas de no dirigirse a la niña más de lo estrictamente necesario.

La niña decidió llamarse EXTRANJERA; es verdad que es un nombre poco corriente pero, si nos damos cuenta, extranjera viene de EXTRAÑA, y ella se sentía así. No tanto por ser diferente a los demás, sino porque estaba apartada de los demás.

Al principio de su encierro en la torre, la niña Extranjera se desesperó mucho porque pasaban y pasaban los días y ella no encontraba nada que mereciera ser consignado excepto «Hace treinta días que estoy aquí» o, a lo más, «hace treinta y un días que estoy DENTRO de aquí». Por eso, todas las noches, trazaba una raya arañando la pared con una de sus horquillas y todas las mañanas la tachaba: no tiene sentido contar lo que no tiene fin. Pero todas esas rayas cruzadas por una vertical representaban unos barrotes y es que ella no podía expresar otra cosa sino su prisión.

Hasta que un día, después de haberse estado un buen rato llorando, se dio cuenta de que si pasaba una y otra vez las manos por sus mangas de terciopelo, cuando aplastaba hacia delante los hilos de seda –porque el terciopelo está hecho de muchísimos hilitos de seda todos de punta– parecían mojados, como de plata, y cuando los aplastaba hacia atrás la tela se oscurecía.

He dicho brillantes como si estuviesen mojados. Eso está mal dicho porque no todo brilla con el agua. La arena, por ejemplo, brilla cuando está seca y cuando se moja se oscurece. Y a la hierba le ocurre al revés, aunque eso todavía ella tardaría muchos días en percibirlo. Pero, volviendo a la seda, ese experimento de la dirección del brillo lo puede hacer todo el mundo y comprobar que ocurre exactamente así siempre. A lo mejor cada cual saca una conclusión distinta, pero la niña Extranjera esa noche no hizo ninguna raya.

Esa noche pensó: «Las cosas no tienen un aspecto único. Todo tiene su derecho y su revés. El brillo y la sombra se encuentran simultáneamente incluso en una delgada hebra de seda. Por eso sabemos que es seda», y lo estuvo repitiendo y repitiendo hasta que se quedó dormida.

A partir de entonces, la niña Extranjera decidió que, en vez de lamentarse por ver siempre las mismas cosas, debía tratar de verlas de forma diferente. De todas las formas diferentes que pudiera. Y se dedicó a observar el aspecto cambiante de las cosas inmóviles. Y supo que, en determinadas horas, el arco iris alegraba las lágrimas de las lámparas y rebotaba en la loza de los aparadores, que de arco iris eran las pompas de jabón y que los colores pueden brotar de improviso de las cosas que normalmente no tienen color alguno.

«Hasta lo más anodino v sin interés tiene su instante de sorpresa», reflexionó la niña Extranjera. «Hay que procurar estar alerta para poderlo atrapar.»

Mirando lo que está coloreado y lo que está incoloro, lo que brilla y lo que se oscurece, lo que resalta y lo que se desdibuja, la niña Extranjera hacía sus investigaciones hasta que un día, sin proponérselo, descubrió algo muy importante.

Resulta que se había mojado el pañuelo con zumo de limón, y entonces la niña Extranjera lo acercó a la llama de la vela para que se secara y ocurrió el siguiente prodigio: la mancha, que era invisible, apareció al calor del fuego.

A partir de ese momento, la niña Extranjera tuvo con qué escribir. Bastaba con pedir zumo de limón en vez de leche antes de acostarse. Pidió también que, al plancharle los pañuelos, los almidonaran tanto que se quedaran más tiesos que una cartulina. Se hizo un cuadernito con docenas y docenas de pañuelos en los que todas las noches escribía con tinta invisible de limón en la que mojaba una varilla de abanico a modo de pluma. Al terminar, pasaba la vela y los renglones se iban dibujando como por obra de magia.

«Es muy importante la atención, pues, en cualquier parte, la solución está esperando a que la imaginación la encuentre», fue lo primero que escribió la niña Extranjera en una página ribeteada de vainicas.

Otro día se puso a fijarse en lo que le sucedía a lo que había en la despensa. Por ejemplo a la sal y el azúcar, que parecían iguales y, sin embargo, eran tan diferentes… y no solo por su sabor. Aunque tanto el azúcar como la sal pueden diluirse, la sal recupera su aspecto cuantas veces quiera. El azúcar, no. El azúcar, si se quema, se vuelve líquida y oscura y, cuando se enfría, se endurece. La sal, no. La fruta, para conservarse, necesita cocerse en agua y azúcar. Sin embargo, al pescado y a la carne, para conservarse, les basta solo con meterse crudos en la sal. Porque el azúcar y la sal no están hechas de lo mismo.

«Por un lado está la apariencia: blanca y granulada, que las hace semejantes, y por otra la índole, que es lo que las distingue y le da a cada una su valor propio», anotó la niña Extranjera. «Las cosas se componen de apariencia y de índole.»

Sin embargo, encima de la mesa siempre había un ramo de flores y se dio cuenta de que no se marchitaban por igual, aunque fueran de la misma clase, tuvieran el mismo aspecto y la misma índole y estuviesen cortadas el mismo día y del mismo rosal. Cuando lo comentó con la jardinera, ella la miró extrañada, como si estuviera escuchando una grandísima tontería, y por gestos le dio a entender que, además, las flores no florecen todas a la vez aun cuando compartan un mismo tallo.

«Entre la semilla y la flor», escribió la niña Extranjera en su cuadernito de batista, «están los accidentes de la naturaleza y los cuidados de mi jardinera, pero hay una tercera cosa misteriosa que hace que las rosas de un mismo rosal no broten ni se marchiten a la vez.»

Estaba deseando que llegara el día siguiente para buscar grupos compuestos por cosas que le parecían idénticas y averiguar qué es lo que hace que dos cosas iguales no sean la misma.
Por la mañana, escogió una fila de hormigas y se dispuso a vigilar su doble recorrido: el que iba desde el hormiguero a unas migas de pan y el de retorno al hormiguero. Y se dio cuenta de que, por lo menos, podían diferenciarse unas de otras por el lugar que ocupaban en la hilera, pues eso les hacía llegar antes o después a la comida o al hormiguero, cargar más o quedarse sin nada, encontrar la muerte o salvarse de ella.

«Porque todo es lo mismo pero nada es igual, a pesar de su aspecto y a pesar de su índole, si se considera esa tercera cosa», insistía la niña Extranjera. Y todos los días emprendía la búsqueda del número tres.

Pronto se sorprendió porque tenía muchas cosas que escribir cada noche en su cuadernito, pues la vida y sus tareas están en todas partes y los acontecimientos no dependen del bullicio, ni la actividad de la prisa. Además, ya no se sentía encerrada desde la noche en que escribió: «Lo de fuera puede estar dentro y lo de dentro fuera. Lo de arriba, abajo y lo de abajo, arriba», pues se había dado cuenta de que, si cerraba las contraventanas de su dormitorio dejando entrar una franja de luz, se reflejaba en el techo perfectamente todo lo que había fuera, pero al revés y en pequeñito: la jardinera podando un seto o la lavandera con su canasto de ropa semejaban duendes de dibujos animados. Así que, a pesar de que no alcanzaba a asomarse, podía estar al corriente de todo lo que pasaba al otro lado del muro.

Se paseaba con una bandeja de plata, tan pulida que podía hacer las veces de un espejo, mirando en ella, y era como si caminase por el cielo raso. Era muy divertido ver cómo las lámparas crecían hacia arriba como palmeras, y la sensación era tan real que, cuando llegaba al dintel de una puerta, era inevitable hacer el ademán de sortearlo y levantar un pie.

«Puedo poner el mundo bocabajo sin que se altere: excepto para mí», escribía la niña Extranjera, pero sin olvidarse nunca del número tres.

Mientras tanto, el padre, que era un hombre muy rico pero muy ambicioso, se dijo que si casaba bien a su hija mejoraría su situación considerablemente. Como la chica era joven y tenía fama de hermosa, sería fácil encontrarle un marido que, además de pagarle un buen precio por ella, tuviese buenas influencias de las que él se pudiera beneficiar. Eso significaría también hacerles una jugada a sus adversarios. Así que empezó a tantear, entre todos los hombres reconocidos por su poder, sus dominios y su fortuna, cuál le convendría más para sus planes.

Había encargado a una agencia la confección de una lista con los datos bancarios de los candidatos y, después, los visitaba y les llevaba algún regalo o los invitaba a comer. Según cómo le cayera cada uno, o lo borraba o le ponía al lado una cruz. Esta labor de selección era pesada y lenta. Él la llevaba a cabo con mucha discreción para que no le descubrieran sus intenciones, pero todo lo tenía bien calculado, puesto que era un gran hombre de negocios.

Quería engatusar con amabilidades a los pretendientes para hacerlos sus aliados, los eligiera luego o no, pero también deseaba deslumbrarlos. Para ello, no se conformaba con la bien guardada belleza de su hija: una debida ostentación de lujo los persuadiría de que hacían una buena inversión. De ese modo, en la transacción él tendría la última palabra.

Entonces creyó oportuno introducir algunas reformas en la torre sin reparar en gastos, pues la ocasión lo requería y porque, tarde o temprano, se iba a resarcir de todo ello. Dispuso que se habilitara una estancia con gruesas alfombras, sillones de cuero y librerías de caoba repletas de libros con lomos de vistosos colores y cantos dorados. Con tan imponente biblioteca, él podía dárselas de enterado y los pretendientes lo tendrían en mejor estima. El contenido de los libros carecía de interés para él, claro. Igual que le traían sin cuidado los sentimientos de su hija, completamente ajena al motivo de todas estas invasiones. Él pagó las facturas y dio por terminado el asunto.

La niña Extranjera recibió los cambios con alegría y gratitud por lo que le aportaban de distracción y novedad, además de que de los libros ella esperaba compañía.

Los libros eran de Aritmética, Música, Geometría, Astrología, Gramática, Retórica y Dialéctica. Al principio parecían aburridos, pero eran muy bonitos de ver y muy agradables de tocar. Algunos hasta tenían grabados. La niña Extranjera los agrupó según sus colores, por ocuparse en algo. Eran tantos que empleó una semana, y el domingo, cuando acabó, la habitación había convertido sus paredes en una inmensa escalera de tonos del rojo al violeta.
«El rojo es para la gramática, el naranja para la retórica y el amarillo para la dialéctica: son las Artes referentes a la palabra», comprobó la niña Extranjera. «El verde, el azul, el añil y el violeta son respectivamente para la geometría, la aritmética, la astrología y la música, que pertenecen a los signos matemáticos».

Los libros, sin embargo, le infundían cierto respeto, pero como no tenía otra cosa que hacer se sentaba en el sillón de cuero y los miraba.

«La gama del fuego es para las letras y la del frío para las cifras. Pero en el verde está el amarillo y en el violeta el rojo», escribió una noche, y al día siguiente se pasó mucho rato hojeándolos.

Y luego se atrevió y los leyó.

A la niña Extranjera seguían pareciéndole unos perfectos rollos pero, como no tenía donde elegir, insistió una y otra vez hasta que un día empezó a darles sentido y todo lo que había en las páginas significó de repente cosas maravillosas. Y entonces le gustaron, pues allí se le ofrecían las interpretaciones de aquello que observaba y las palabras precisas para poderlo expresar. A partir de entonces, la niña Extranjera comprendía las cosas con mayor rapidez, pues estas asignaturas tratan de las Artes del Entendimiento.

«No hay que desesperarse si no podemos derribar una puerta a golpes: quizá, si la estudiamos con atención, descubramos dónde está el pomo», concluyó una noche la niña Extranjera.

La niña Extranjera había iniciado su adiestramiento en la perseverancia, y los libros se convirtieron en llaves que le abrían continuamente puertas secretas.

El padre estaba dando por terminada la segunda fase de las eliminatorias. El número de candidatos que respondía a los requisitos exigidos se iba reduciendo. El tiempo empezó su cuenta atrás y el padre, ni corto ni perezoso, mandó a la torre un telegrama anunciando la llegada de un ajuar costosísimo, advirtiendo la conveniencia de que la niña bordase en cada pieza alguna cosita para darse a valer ante los candidatos.

La niña Extranjera, cuando vio tanta sábana y tanta mantelería a su disposición, se puso a saltar de contento porque los pañuelos se le estaban acabando ya. Y ahora, no al acostarse, sino con las primeras luces de la mañana, abría su costurero y ajustaba la tela en el bastidor. «Dos energías enlazadas por una tercera cosa forman un átomo», bordó primorosamente la niña Extranjera en el festón de la sábana nupcial.

El padre, después de varias entrevistas por las cinco partes del mundo, había eliminado a casi todos los magnates de Oriente y Occidente y, en su cabeza, ya había destacado a un favorito entre tres. El negocio de la boda iba progresando. Satisfecho, ordenó que en la torre se instalara una piscina cubierta y se abrieran en el muro dos ventanales que dieran al jardín. Según él, eso le haría parecer un hombre de mundo ante los pretendientes.

Le presentaron toda clase de proyectos y él eligió uno que le recordaba a la piscina del Magnate Mayor. El Magnate Mayor acababa de morir y solo había dejado una hija. Pero, por suerte, la hija del Magnate Mayor estaba ya casada: por lo menos no le haría a su hija la competencia. El padre, una vez que aprobó los presupuestos de las obras y contrató a la constructora, se desentendió completamente de todo ello, como de costumbre.

Por fin, llegó el día de la última prueba. El padre fue a la torre dispuesto a recibir a los tres pretendientes. Los reuniría en la biblioteca para tomar un aperitivo y de paso proceder a la proclamación del vencedor. Pero antes de la hora de la cita, aprovechó para pasar revista al resto de sus posesiones. Naturalmente, primero solicitó que la niña Extranjera fuera traída ante su presencia, y una vez que la tuvo delante le ordenó que se quitase los velos.

La niña Extranjera salió de los tules como una mariposa rasgando la crisálida, pero no tenía nada de etérea. Su belleza era la fuerza, la pureza y la decisión. El confinamiento la había convertido en una imagen de alabastro. Los ojos atentos, las pupilas de un azul imperturbable y una mirada tan aguda como pinzas. La boca, adiestrada en el silencio, no estaba acostumbrada a la queja ni a la súplica, y los labios, al entreabrirse, más que solicitar respuestas, las exigían. Sus manos aún sostenían la orla del velo entre unos dedos ágiles y seguros. Y estaba descalza. Sus pies apoyaban las plantas contra el suelo como si brotaran del mármol. El pelo, que jamás le habían cortado, le caía a ambos lados de la cara y le llegaba hasta el filo del vestido: una túnica de terciopelo color guinda, tan oscuro como sus labios, que asomaba apenas una delgada cuchilla entre las ondas. Un bucle se le había enroscado en el tobillo. Blanca, roja y azul, parecía engastada en ébano.

El padre se frotó las manos de gusto.

—Vale una mina de oro tartesio. Lástima que no esté más rellenita, pues haría pagar su peso en lingotes. Veamos ahora la piscina —dijo.

El recinto era una torre octogonal. La piscina, en el centro, abría un octógono de agua purísima. Tres ventanas hacían cruzar al cielo en una triple diagonal de luz y lo plasmaban en el muro contrario como tres láminas de oro.

—Esta no es la obra que encargué —bramó el padre.

—Esto es la obra unificada —dijo la niña Extranjera serenamente.

— ¿Qué significa eso? —quiso saber el padre.

—Que he unido lo que está fuera con lo que está dentro. He construido alrededor de mí lo que está en mi interior, para poderme observar —dijo la niña Extranjera—. Mira —añadió, ilusionada de poder comunicar sus ideas a alguien—: ocho lados y ocho lados, dieciséis, que es mi edad. Y estas ventanas iguales que iluminan toda la estancia representan la contemplación, el amor y la acción, que tienen que ir unidos para vislumbrar el centro de las cosas.

—Yo dije dos ventanas. Con dos ventanas era suficiente —dijo el padre, obstinado.

—Pero fíjate en la luz —explicó la niña Extranjera—. La luz, que es una aunque se divida en tres, me recuerda que son tres las cosas que hay en cada cosa.

— ¿Qué cosas? —se impacientó el padre.

—Por ejemplo, el agua —dijo la niña Extranjera metiendo su mano en la piscina—, que es dos partes de hidrógeno y una de oxígeno y una tercera cosa que no conoce nadie...

—Cállate y no digas estupideces —la interrumpió, furioso, el padre, sin sospechar que su hija, autodidacta, era doctora en Artes Liberales.

Sin embargo, a su pesar, tuvo que reconocer que la piscina superaba con creces lo que él había previsto. Y se calmó.

Cuando padre e hija entraron en la biblioteca, los tres pretendientes se levantaron de sus asientos, estupefactos. Jamás habían visto una belleza parecida.

—Hija —dijo entonces el padre muy ufano, pues se había dado cuenta de que los tenía en el bote—, estos son los tres finalistas de entre todos los hombres poderosos y acaudalados que me han pedido tu mano.

—Dices bien: mi mano —respondió la niña Extranjera pausadamente, ofreciendo sus dos palmas abiertas—. Por cierto, ¿cuál de ellas quieres arrancarme?

—Disculpadla —quiso disimular el padre—, se ha criado fuera del mundo y no entiende que esto no es más que una forma de hablar. Lo que quiero decir, tontita, es que estos caballeros me han pedido permiso para casarse contigo.

—Entiendo perfectamente la frase —dijo la niña Extranjera con gran firmeza—. Lo que no entiendo es por qué tres desconocidos tienen que pedirte permiso a ti para disponer de mi persona.
—Porque yo soy tu padre —repuso el padre, fingiendo condescendencia ante las visitas.

—Bien, pues entonces tendría que ser yo, tu hija, quien pidiera consejo a tu experiencia, y a tu amor la bendición, si resolviera casarme o no casarme. Apreciaría tu parecer y agradecería tu aprobación, pero no te comprometería en nada más: entiéndelo bien. Porque elegir una norma de vida depende de mi absoluta responsabilidad y no de tu permiso o de tus órdenes.

—No seas insolente —rugió el padre dándole una bofetada.

—Papá, mi obligación para conmigo misma está por encima de los pactos que hayas hecho con ningún extraño.

—Tu única obligación es honrar a tu padre —intervino uno de los pretendientes.

— ¿Qué honra podría dar si no tuviera respeto por mi propio honor? Para honrar dignamente, primero hay que ser digno de honrar —contestó la niña Extranjera.

—Honrar o no honrar no hace ahora al caso —se impacientó el segundo pretendiente—. Lo importante es que le obedezcas.

—Una cosa es obedecer, que es un acto de la voluntad, y otra aniquilarse, que es un acto de degradación —puntualizó la niña Extranjera cortésmente.

—Señores, es hija única y está un poco mimada, pero una buena tunda de vez en cuando es un remedio infalible para que mantenga cerrado el pico —se apresuró a decir el padre, alarmado de que sus cálculos se le fueran a pique.

—Bueno, bueno —dijo el tercer pretendiente, tratándola como si fuera peor que boba—, con lo guapa que eres no tienes por qué jugar a ser tan razonable. Las niñas marisabidillas se ponen muy feas y se quedan solteronas y amargadas.

—No puedo consentir —estalló entonces la niña Extranjera con extraordinaria vehemencia—, no puedo consentir que se tome la Belleza como pretexto para insultarme en mi inteligencia y en mi libertad.

—Vámonos de aquí —dijeron más o menos los tres pretendientes—: parecía una muñequita andadora y es una bomba de relojería

— ¡Desgraciada! —Prosiguió el padre, usando como látigo su correa—. Esto te enseñará lo que son modales.

—Sé muy bien lo que quieren decir los modales: hablas de conceder mi mano en el lenguaje refinado del mundo, pero el hecho es que me venderás como a una yegua.

—Harás lo que te ordene porque soy tu padre.

—Entre nosotros está la herencia de la sangre y los vínculos de la ley. Pero existe una tercera cosa que es el albedrío, y es más fuerte que las otras dos.

—Te mataré —dijo el padre, fuera de sí.

—Podrás convertir el agua en vapor o en hielo —gritó la niña Extranjera—, pero siempre será Hache-Dos-O.

El padre se precipitó hacia ella y ella escapó al monte y se refugió en una gruta. Pero parte de sus cabellos se quedaron fuera, asomando como pequeñas culebras. Y el padre la descubrió.
Ahora tengo que escribir que el padre, con la media luna de su alfanje, le cortó la cabeza. Pero también que, cuando el padre bajaba del monte, un fuego misterioso cayó del cielo y lo redujo a cenizas.

Extranjera es el significado de «Bárbara».




Esta es la historia de santa Bárbara, la valerosa y sabia niña de Turquía que es la patrona de todas las profesiones de alto riesgo y precisión. La que protege a los que excavan en las entrañas de la tierra y a los que apagan los fuegos. La que tiene poder sobre las tempestades y tormentas. La que ha dado su nombre a los almacenes de explosivos de los buques de la Armada. La que, en las universidades medievales, presidía la defensa de las tesis de los jóvenes arquitectos. La que está flanqueada por dos granadas de artillería y lleva entre sus brazos una torre con tres ventanas, como la de la carta XVI del Tarot.

Pero con esto no quiero desviar el asunto. No quiero engañar. Por muy triunfal que pueda parecer el desenlace, las injusticias solo crean víctimas. Y la violencia es germen de venganza. Y la tiranía, de desesperación. Y reprimir sistemáticamente es como cercar con fuego un polvorín.

Además, esta historia no es una fábula. Es verdad. Todavía es verdad. Aún hay chicas perseguidas y asesinadas por pretender dirigir sus propios destinos.

Aún hay chicas encerradas en sí mismas confiadas a la tutela de sus padres o de sus maridos porque no pueden decidir. Aún hay chicas a las que se les niega el derecho a disponer de su cuerpo, desarrollar su inteligencia y ejercer su libertad.

Aún hay chicas silenciadas. Chicas de las que no hablará nadie.

Pero esta no es una historia de chicas y solo para chicas.

Todos tenemos una torre en nuestro interior.

Parte de nosotros permanece en esa torre interior.

Algunos entran allí atemorizados, sin atreverse a abrir las ventanas para saber qué es lo que hay fuera. Pero la oscuridad les impide saber lo que hay dentro. Algunos saben lo que hay, pero prefieren esconderlo de sí mismos para no tener que defenderlo ante los demás. Algunos quizás salgan al exterior, pero se olvidan de lo que han dejado en la torre, aunque, sin saberlo, viven intentando encontrar fuera algo parecido. Algunos tienen miedo a sacar algo de la torre. Por si pierden algo. Por si les quitan algo. Algunos querrían, pero les da vergüenza mostrar, regalar algo.

Algunos están completamente encerrados en la torre, no quieren salir de la torre. No quieren correr el riesgo de ser señalados como extranjeros y extraños y diferentes.


Algunos no tienen valor.

del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos  -  Ana Rosetti

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