viernes, 15 de marzo de 2013

LA MUERTE Y EL SENTIDO DE LA VIDA




LA MUERTE Y EL SENTIDO DE LA VIDA

Antonio Medrano

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Si hay un rasgo que define a la mentalidad moderna, este es el del rechazo o huída de la muerte. Es un negarse a aceptar la idea de la muerte, un no saber cómo encararla y un no entender su significado, que lleva a procurar no pensar en ella. Hay un miedo visceral a morir, pues se considera que la muerte supone el fin del ser humano, que con ella todo se acaba y que no hay nada detrás de su triste y tétrica sombra.
El hombre moderno, inmerso en una civilización materialista, no puede soportar la idea de que tiene que morir, de que su vida es perecedera, y se buscan toda clase de subterfugios para evadir el tremendo problema que supone el hecho de que la vida haya de llegar un día a su fin. Es significativo que en muchos de los países más “avanzados”, que gozan de mayor progreso y bienestar económico, se considera de mala educación hablar de la muerte. Se huye de ella y se evita hasta su recuerdo, asumiendo la postura del avestruz, que esconde la cabeza para no ver el peligro que se avecina.
Hay en nuestra época una auténtica huida de la muerte, que no es sino una manifestación de la huida de Dios. Se da la espalda a la Realidad divina, al mundo de lo sagrado y eterno, y como consecuencia no se puede dar una respuesta al tremendo interrogante, dramático y definitivo, que la muerte plantea.
No hay nada, sin embargo, más importante en la vida del hombre que la muerte. Es el instante en que la vida termina, la conclusión natural de la existencia terrena, el destino inevitable de todo ser humano. Es también, y precisamente por ello, el momento decisivo, ante el que no valen argucias ni subterfugios; la hora de la verdad que da su verdadero valor a todas las cosas, en la que ya no hay marcha atrás y en la que cada cual habrá de verse ante su propia verdad, teniendo que dar cuenta de cómo ha vivido, responder de lo que ha hecho con su vida. Por todo ello, la muerte constituye el problema capital de la vida humana, aquel ante el cual todos los demás problemas se desvanecen.
Todos hemos de morir. Nadie puede escapar a la muerte; no podemos evitarla ni conseguir que alguien la experimente por nosotros. Esto es lo único de que podemos estar seguros: que un día nos llegará nuestra hora y nada ni nadie podrá impedirlo. Y cuando esa hora llegue, tendremos que afrontarla a solas, armados únicamente del bagaje espiritual de que hayamos sabido hacer acopio  a lo largo de nuestra jornada vital. De nada nos servirá, cuando nos llegue nuestra hora, todo lo que el mundo nos pueda dar o lo que hayamos acumulado mediante una actividad frenética (bienes, riquezas, fama, honores, cultura, poder). Lo único que tendrá valor es lo que seamos y lo que hayamos hecho de bueno y recto a lo largo de nuestra vida.
Precisamente porque es su término, su desenlace final, el valor y densidad de una  vida dependerá de cómo se integre en ella la muerte. La vida de alguien que se niega a morir, que rechaza la idea de la muerte, no podrá estar correctamente enfocada ni planteada. Cuanto mejor orientada esté nuestra vida, menos nos preocupará perderla. Quien ha vivido bien, con altura y rectitud, con la dignidad y nobleza propias de un ser humano, no teme morir.
 “El morir es uno de los deberes de la vida”, afirma Séneca, quien nos exhorta cumplir con presteza y buen ánimo tan importante deber, ya que “la vida, si carece del valor para morir, se convierte en una auténtica esclavitud”. Y llamando la atención sobre cuál es la manera correcta de encarar el problema de la muerte, el filósofo hispano-romano proclama con genial clarividencia: “no importa morir pronto o tarde; morir bien o mal es lo que importa”.
La muerte no se opone a la vida, es parte de ella. Muerte y vida se condicionan de manera recíproca: la una no puede existir sin la otra. “Nuestra vida y nuestra muerte –nos dice el maestro zen Shunryu Suzuki-- son la misma cosa. Cuando nos percatamos de esta realidad, ya no tenemos miedo de la muerte, ni ninguna dificultad en nuestra vida”. El morir, como suelen decir los orientales, no se contrapone al vivir sino al nacer. “Nacer es entrar, morir es salir”, dice Lao-Tse con su escueto y críptico verbo, dando expresión a esta concepción clave del pensamiento oriental.
Es tal el nexo que une vida y muerte, que la luz que acertemos a proyectar sobre una determinará la luz que la otra reciba. Nuestra vida tendrá sentido en la medida en que seamos capaces de descubrir el sentido de nuestra muerte. Únicamente podré llenar de significación y sustancia mi vivir si soy capaz de dar significado a mi propio fallecer y morir. Saint-Exupéry supo expresarlo con palabras certeras: “Quien da un sentido a la vida, da un sentido a la muerte. ¡La muerte es tan dulce cuando está en el orden de las cosas!”. El hecho de que tenemos que morir es, según muchos poetas y filósofos del Oriente, lo que da grandeza, belleza y poesía a la vida humana. Opinión en la que coincide el pensador italiano Arturo Graf: se non fosse la morte, quasi non sarebbe poesia nella vita.
Puesto que la muerte es el horizonte ineludible de la vida, para descubrir el valor de la vida es necesario afrontar con valor la muerte. Quien acepta su propia muerte, sabrá aceptar también la vida con todas sus pruebas, contratiempos y sinsabores. Sólo se sabe vivir cuando se sabe morir. Por eso se vive hoy tan mal; por eso es la vida tan triste y angustiada, tan gris y monótona, tan falsa y superficial. Vivimos apegados a cosas sin valor auténtico, hundidos en lo material, preocupados por nimiedades y asuntos intrascendentes; por eso, cuando nos sorprenda la muerte, no estaremos preparados para afrontarla y nos pillará con las manos vacías; la afrontaremos con dolor y  temor.
 “Oficio es el bien morir que conviene aprender toda la vida”, sentencia Fray Luis de Granada. Y sabido es que para Platón la filosofía, que él ve ante todo como una escuela de vida, se perfila como una “meditación sobre la muerte” y un “arte para aprender a morir”.
No hay mejor escuela para el bien vivir que la del bien morir, y viceversa. Únicamente quien bien ha vivido, quien ha sabido llenarla con buenas obras,  podrá encontrar una buena muerte. De la misma forma que una buena muerte viene a ser la consumación y el broche de oro de una vida lograda. Un bel morir tutta la vita onora, dice Petrarca. Es lo que demuestra de una manera ya indiscutible e imborrable, que la vida de la persona en cuestión fue bien aprovechada, vivida como es debido, a fondo y de forma fructífera, con rectitud y plenitud.
He aquí, pues, algunos de los tesoros de los que se ve privada una civilización que pretenda ignorar la muerte o darle la espalda. “¡Ay de la época que no comprenda ya el don de la muerte!” exclamaba Lacordaire, en clara referencia a la situación imperante en su siglo y que no ha hecho sino agravarse en nuestro tiempo.

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Como primera exigencia para una vida sabia y rectamente vivida se impone la aceptación de la muerte: la muerte de mis seres queridos y mi propia muerte. Difícilmente podré gozar plenamente de mi vida si no respondo con un sí radical a ese hecho tremendo e irreversible que se cierne sobre ella como una amenaza cierta. Mi vida será inauténtica y quedará falseada, truncada, herida de muerte, si no me oriento hacia ese horizonte último y  me preparo para ir a su encuentro.
Para vencer el miedo a morir que es natural en todo ser vivo y  para verme libre del poder destructor y anulador de la muerte, de su acción anti-vida, tengo que empezar por reconciliarme con ella y aceptarla con todas sus consecuencias. Aceptarla ya, de antemano, antes de que ocurra. Es decir, pre-verla o verla con antelación, asumiéndola y afirmándola desde este mismo momento. Sólo si la acepto, podré comprender su significado y su sentido en la economía global de mi propio existir. Cuanto más la acepte, mejor la comprenderé. Y cuanto mejor la comprenda, más fácil me resultará aceptarla.
No adelanto nada con rebelarme contra el hecho de que tengo que morir, ni tampoco me sirve de nada el tratar de olvidar ese sino ineludible que pende sobre mí. Son éstas posturas muy poco inteligentes que me cierran la posibilidad de conectar con las fuentes de la vida y que sólo pueden hundirme en la angustia y la desesperación.
Sé que tengo que morir. Si lo acepto, si veo mi muerte como la meta o la cima de mi camino en este mundo, como el cumplimiento de mi misión terrena, mi muerte será la gozosa culminación de una gran empresa; podré vivir mi propio fallecimiento como una victoria. La muerte, como observa Michele Federico Sciacca, deja entonces de ser mirada como fatalidad, para ser vivida como destino. Se me aparecerá como el sello de mi vocación, su otra cara: la llamada de la Voz divina que me llamó a realizar una tarea heroica y que ahora me llama indicándome que ya está cumplida.
Por el contrario, si no acepto la idea de tener que fallecer, me hundo en el absurdo, en el sin-sentido. Carente de sentido, mi vida se volverá ininteligible, se convertirá en una tortura, en insoportable pesadilla, en delirio desgarrador, y acabará en una total derrota. Quien quiere evitar lo inevitable no hace sino acumular sobre sí más dolor. Se sume en el peor y más ilógico de los sufrimientos, que es el sufrimiento por el sufrimiento, el sufrir porque se sufre (rumiar el propio dolor y recrearse en él). El evitar el pensamiento de que uno tendrá algún día que abandonar este mundo y todo lo que en él tiene, hace aún más dolorosa esa pérdida y hace que se frustre el proyecto de vida que se intenta edificar sobre base tan inconsistente.
Jorge Manrique expresó en versos inigualables esta convicción, tan genuinamente cristiana y tan hondamente arraigada en el alma española:

Consiento en mi morir
con voluntad placentera
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera,
es locura.

En el Zen se habla expresamente de “abrazar la muerte”. Es la íntima fusión de la vida con la muerte, unidas ambas en un todo indisociable, lo que, según el maestro Taisen Deshimaru, da al Zen su peculiar energía y vitalidad. La misma meditación en postura sedente, o za-zen, en la cual el individuo se sumerge en la profundidad del propio ser, ha de ser realizada, como enseña el citado roshi, actualizando la propia muerte o asumiendo la misma actitud que si uno estuviera muerto: “cuando haces za-zen entras en tu ataúd”; “el satori total está en nuestro féretro” (aclaremos que el satori es la experiencia suprema de la Iluminación o Liberación espiritual). Deshimaru no deja de resaltar que de tal hermanamiento entre vida y muerte brotan “un espíritu despierto y una gran fuerza física y moral en la vida cotidiana”.
Muy esclarecedora es la visión que nos ofrece la tradición hindú, donde nos encontramos con la figura de Kali, la negra diosa de la muerte, de apariencia tan tétrica y horripilante, a quien se representa blandiendo armas mortíferas y engalanada con un collar de calaveras. Pero, como enseña Ramakrishna, sólo para aquél que le da la espalda y trata de negar su poder se presenta Kali bajo un aspecto terrible y sanguinario; para quien la mira con devoción y acepta su poder, se revela como Madre amante, liberadora, dispensadora de toda clase de gracias y portadora de una dicha infinita.
La sabiduría hindú da a la muerte, personificada en el dios Yama, el título de Dharma-raja, “Rey del Dharma”, entendiéndose tal expresión como equivalente de “Rey servicial” o “Rey cumplidor”, pues es el poder que guarda la ley y vigila el cumplimiento del deber. Por su parte, Swami Sivananda, refiriéndose a la disciplina del Yoga, nos dice que éste tiene como propósito fundamental “ir al encuentro de la muerte con alegría y sin temor”.
Si sabemos mirarla con mirada limpia, veremos que la muerte no es una enemiga, sino una amiga, una fiel compañera que nos libera y nos abre la vía hacia la Luz. Como pone de relieve el japonés Kaiten Nukariya en una interesante obra en la que estudia el impacto de la doctrina Zen sobre el alma nipona, la muerte es un don para el hombre: “es una de las bendiciones por las que tenemos que estar agradecidos”. En la misma idea insistía Séneca cuando indicaba que la muerte no es escollo, como solemos pensar, sino puerto, lugar de paz y descanso. Y así lo asevera también Lao-Tse, para quien el morir significa “entrar en el descanso y la paz”. Mientras que el hombre vulgar, nos dice Lie-Tse, otro de los grandes místicos taoístas, no hace más que hablar de los placeres de la vida y “las angustias de la muerte”, al sabio no se le escapa que la vida es amarga y que “la muerte es el descanso”.

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En todas las tradiciones se recomienda la meditación sobre la muerte como medio para prepararse a ir a su encuentro. El tenerla siempre presente, recordarla sin cesar, el pensar en ella con frecuencia, el anticiparla con la imaginación se considera el mejor procedimiento para vencerla y reconciliarse con ella. 
 “La continua y frecuente memoria de la muerte mucho ayuda para no temerla”, decía San Francisco de Borja. Y explicaba su afirmación argumentando que, así como las flechas menos peligrosas y las que menos hieren son las que se ven venir, del mismo modo poco podrán herir las flechas de la muerte a quien la observa viendo por dónde, cuándo y cómo pueden venir. Fenelón, el célebre arzobispo de Cambrai, sostiene que “la muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella”. Y en la misma idea coincide el poeta y pensador italiano Arturo Graf cuando afirma: “nada tiene que temer el hombre que habitualmente piensa en la muerte” [Nulla è da temere da uomo che pensi abitualmente alla morte].
La meditación sobre la propia muerte, sobre el propio cadáver o la propia tumba es una práctica hondamente arraigada en el Budismo desde los primeros tiempos. Y también en el Bushido, la vía espiritual de los samurais, la casta guerrera del Imperio del Sol naciente, aparece el recuerdo de la muerte como una forma de alta ascesis, pues sólo así es posible la vida heroica asentada sobre el principio del honor. En una de las obras clásicas del Bushido se declara de forma tajante que el guerrero o bushi debe estar dispuesto a morir en cualquier momento, para lo cual es necesario que “la idea de la muerte esté impresa en la mente cada mañana y cada tarde”. El gran guerrero Kusunoki Masashige recomendaba a su hijo: “ten siempre la idea de la muerte presente en el ánimo”.
“Es bueno –sentencia el místico siux Alce Negro-- tener ante nosotros un recordatorio de la muerte, pues nos ayuda a entender la impermanencia de la vida sobre esta tierra, y esta comprensión nos puede ayudar a preparar nuestra propia muerte”. Y recogiendo la inmensa sabiduría de aquellos pueblos nómadas de las praderas americanas, el mismo Alce Negro añade que el hombre que está bien preparado para la muerte es “el que sabe que él no es nada comparado con Wakan-Tanka, que lo es todo”. (Recordemos que Wakan-Tanka es uno de los nombres que los pieles rojas dan a Dios, “el Gran-Espíritu” o “Padre de lo alto”).
No se trata de regodearse morbosamente con la idea de que uno tiene que morir ni de cultivar actitudes negras o pesimistas, dando un tono fúnebre a la vida. Se trata simplemente de contemplar las cosas tal como son, de ver con objetividad, serenidad y realismo la realidad de la propia naturaleza mortal. Lo que se pide es simplemente mirar cara a cara a la muerte. Considerar el hecho del propio fallecimiento con claridad y valentía, pero también con ecuanimidad y serenidad, con lúcido y sobrio desapasionamiento, sin dramatismos ni arrebatos sentimentales de ninguna clase. En vez de quejarme, de entristecerme o lamentar la suerte aciaga que me espera, procurar comprender qué significa la muerte, penetrar el misterio que encierra, reflexionar sobre cómo puedo prepararme para afrontarla dignamente, qué he de hacer y cómo he de vivir para que cuando me llegue la hora postrera no lamente haber vivido ni tener que morir.

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Vivimos y actuamos por lo general como si nuestra vida fuera a durar indefinidamente. Nos imaginamos la muerte como un suceso futuro, muy lejano, quizá por supuesto posible pero hoy por hoy poco probable, que de momento no nos afecta y que no tiene por qué preocuparnos. Estamos convencidos de  tener a nuestra disposición toda una vida por delante, al menos 30 o 40 años, como algo seguro y casi estadísticamente garantizado.
Enfoque erróneo y poco realista, pues la muerte va inserta en el decurso mismo de la existencia. No es algo que vaya a ocurrir en un futuro más o menos lejano, diferido a un mañana que apenas se vislumbra. Está presente ya aquí y ahora, en este mismo momento actual que me parece tan vivo, tan real, tan ajeno a la muerte, tan rebosante de pujanza y vitalidad.
En realidad, no es que muramos en una determinada fecha y hora, sino que continuamente estamos muriendo. Se podría decir que cada día morimos un poco. Vivir es morir. Nuestra vida entera es un paulatino perecer y agotarse. De ahí que se pueda afirmar, con San Agustín, que “el hombre es más bien un muriente que un viviente”. Nacer es empezar a morir; crecer y adentrarse en la vida es seguir muriendo día tras día. Y todos estamos sometidos a tan fatal proceso, seamos o no conscientes de ello. Lo que ocurre es que unos morimos lentamente, mientras otros lo hacemos de forma más acelerada; unos, dándose cuenta, y otros, sin percatarse de ello, ignorándolo o sin querer saberlo.
Tal verdad se nos hace patente cuando de repente nos llega la noticia de que algún pariente, amigo o conocido ha muerto repentinamente o de que va a morir pronto, quizá en la flor de la juventud. Aunque enseguida olvidamos esta advertencia y no tardamos en volver a nuestros hábitos de inconsciencia, ligereza, irresponsabilidad e inmadurez. Pensamos que eso no nos va a pasar a nosotros. Preferimos pensar en otras cosas.
Si de repente me enterara de que me quedan tan sólo unas semanas o unos meses de vida, ¡cómo cambiaría mi manera de ver las cosas, todas las cosas! ¡qué de cosas pasarían a segundo plano y cuántas otras, que tenía relegadas u olvidadas, pondría en primera línea de mi atención! ¡con que intensidad saborearía cada hora, cada minuto, cada segundo que se me ofreciera! Llegaría con toda probabilidad a la conclusión de que no tengo tiempo que perder, que debo aprovechar hasta el último aliento para hacer todo el bien que pueda. Procuraría cumplir escrupulosamente con mi deber, hacer con el máximo cuidado todo cuanto tenga que hacer. Y me esforzaría también por dejar a los míos el mejor legado posible y también el mejor recuerdo.
Pues bien, esta es ni más ni menos la situación real en que todos nos hallamos si miramos las cosas con mirada objetiva y realista, tal como son. Todos tenemos los días contados. A cada uno de nosotros le quedan tan sólo unos cuantos meses de vida, sean pocos o muchos.
Por muy sólidas que parezcan mi salud y mi energía vital, quizá un día de estos se me diagnostique una enfermedad mortal o sufra un accidente que ponga fin a mi vida. ¿Podré encontrar mejor manera de emplear la poca vida que me queda que entregarme a la realización de la misión que la Providencia me asignó y tratar de arreglar mis cuentas conmigo mismo, con mi prójimo y con Dios? ¿No me dedicaré a prepararme para el momento decisivo? ¿No enfocaré mi vida hacia la Realidad suprema que me sustenta y me llama? ¿No la pondré a su servicio con total entrega?
Sabiendo que tu vida puede concluir en breve, empieza a esforzarte desde ahora mismo; cambia en ella todo lo que en ella haya de ser cambiado y proyéctala con sensatez y cordura, asentándola en lo imperecedero y lanzándola hacia lo que está más allá de la muerte, la Vida perdurable. Haz lo que esté en tu mano por dejar el mundo mejor de lo que lo encontraste; es decir, por aumentar en él la verdad, el bien, la belleza y la justicia. Procura legar una obra bien hecha, en el campo que sea, en aquel terreno que te corresponda y se ajuste a tu vocación y destino. Obra de tal suerte que por donde hayas pasado quede una estela luminosa.
Y cuando hablo de “obra bien hecha”, me refiero también, por supuesto, a esa obra que eres tú mismo. Trabaja sobre todo en la mejora, afinamiento y edificación de tu propia persona; pues sólo así podrá salir de tus manos una obra digna, ya que todo lo que hagas dependerá de lo que eres, y lo que hayas llegado a ser, gracias a tu buena acción o tu buena vida, es lo único que te podrás llevar contigo. 
He aquí la actitud que habría que adoptar en la vida diaria. Deberíamos vivir el día de hoy como si fuera el último de nuestra vida. Con la misma disposición de ánimo como si dentro de unas horas tuviéramos que decir adiós a la vida. Es este un consejo en el que coinciden el Kempis cristiano y el Bushido japonés. “Por la mañana piensa que no llegarás a la noche, y por la noche no te prometas llegar a la siguiente mañana”, leemos en la Imitación de Cristo. “El samurai debe considerar cada día de su vida como el último”, recomienda un texto del Bushido del siglo XVII.
De  los lamas tibetanos se cuenta que, al llegar la noche, tras haber vaciado su taza, la dejan boca abajo al lado de su lecho, como indicando que es posible que no la necesiten ya más, pues quizá no despierten al día siguiente. “Mañana o la próxima vida, nunca se sabe qué llegará primero”, reza un antiguo proverbio tibetano.

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Pero para que esta sabia y serena actitud ante la muerte sea posible, es indispensable que nuestra vida se abra a la trascendencia. Es necesario que nuestra mente perciba el significado del acto de morir como tránsito hacia la Eternidad o, lo que viene a ser lo mismo, adquiera una clara conciencia de la inmortalidad del propio ser, arraigado en el Ser eterno y supremo.
Se ha ido imponiendo en nuestro tiempo la creencia de que la muerte significa la aniquilación total de la persona y que tras ella se extiende el pavoroso abismo de la nada. Palpable muestra de la indigencia intelectual en que se halla sumido el mundo actual.
Urge superar tan errada y deprimente visión, diametralmente opuesta a lo que la humanidad ha tenido siempre por cierto en todo tiempo y lugar, desde hace milenios. Visión que trae como consecuencia, además de la acentuación del horror a morir, una desvalorización de la vida y una total desmoralización, un afianzamiento del imperio de la trivialidad y la inmoralidad. Pues, como bien hace notar Julián Marías, si el hombre termina con la muerte, todo da igual, nada es importante, nada es sacro.
Aunque la muerte implique la destrucción de todo lo temporal y perecedero del ser humano, su realidad no se agota en la pura destrucción. Por encima de tal obra aniquiladora se revela como el paso a una forma más alta y plena de existencia. Supone el nacimiento a una nueva vida, una vida imperecedera que es “más que vida”, según la fórmula empleada por algunas doctrinas tradicionales. El acto de morir pone fin a la vida terrena, pero nos abre las puertas a la vida verdadera, a la vida eterna. Para decirlo con palabras de Sciacca, si vivir es morir, según antes veíamos, “morir es vivir más allá de la vida en el tiempo”. En este sentido, la sabiduría es “meditación no de la muerte, sino de la vida”.
Cuando yo muera, morirá mi individualidad contingente y condicionada, mi yo efímero, mi yo psico-físico (lo que algunas doctrinas orientales llaman “el pequeño yo”), pero no muere, porque no  puede morir, porque es inmortal, mi personalidad espiritual o metafísica, mi Yo auténtico, esencial, eterno y trascendente (“el Gran Yo”). Perecen y se disuelven tanto mi cuerpo como mi psique o alma sensible; permanece, sin embargo, el Espíritu, el Alma de mi alma, mi propia mismidad o intimidad profunda, núcleo inmortal de mi ser, rayo de la Divinidad presente en el centro de mi mismo, “el reino de los Cielos que está dentro de mí”, para emplear la expresión evangélica.
Refiriéndose a la experiencia personal con la que, en su primera juventud, superó definitivamente el miedo a la muerte, Ramana Maharshi explicaba con las siguientes palabras la conclusión a la que había llegado como algo vivido y que se había impuesto a su conciencia con la absoluta certeza de una revelación: “Soy Espíritu que transciende al cuerpo. El cuerpo muere, pero el Espíritu que lo trasciende no puede ser tocado por la muerte. Esto quiere decir que soy el Espíritu inmortal, sin-muerte”.
Como certeramente apunta Sciacca, no muere la conciencia con la cual sabemos que morimos. Con la muerte, esa conciencia se ve libre de las limitaciones de la existencia temporal y se sitúa en un Presente intemporal que es pura Presencia del Logos divino.
Desde esta perspectiva, la muerte y la vida adquieren su pleno sentido. La muerte se nos aparece como “maestra benefactora de la vida”, según la calificara el Padre Nieremberg. La muerte, en efecto, me enseña y ayuda a vivir mejor, radicaliza y esencializa mi vida. Me hace volver la mirada hacia lo que en ella es esencial y me pone en contacto con las raíces más profundas de mi ser. Con razón describió Lao-Tse a la muerte como “retorno a la Raíz” o “volver al Origen”.
Sabiendo que voy a morir, y que dentro de poco ya no viviré, vivo más intensamente, con mayor hondura, seriedad y autenticidad, y también con mayor provecho y disfrute de cada instante que la Providencia me conceda. Por ello, bien puedo decir que la muerte me da la vida; pues alumbra mi vivir, lo ilumina y le da calidez, haciéndolo a la vez más vívido y vividero. Hace, en suma, que mi vida sea más vida.
Con tan profunda vivencia de la realidad de mi propio existir, una vez asimiladas todas estas verdades y transformada por completo mi actitud ante ella, la muerte llega a convertirse en la iluminadora y liberadora de mi vida, alcanzando así esa plenitud de significado y de inteligibilidad que abre las puertas a la felicidad.
Apurando cada momento con la conciencia de que quizá sea el último, me empeño con la máxima energía en la obra de construirme y de construir el mundo. Me consagro de lleno, con alegría y con generoso desprendimiento, a la tarea de ayudar a los demás y de cooperar al perfeccionamiento de la Creación divina. Vivo mi vida como misión sagrada y como un combate al servicio del Rey supremo, como una peregrinación hacia la Patria eterna, donde luce eternamente el Sol. Patria que, como bellamente indica Sciacca, “puede alcanzarse solamente pasando por este lugar de prueba y lucha, no contra la muerte, sino junto a ella, la acompañante fiel o persuasiva”.
Consciente de la proximidad de la muerte, que me espera y me acompaña, nada me puede resultar indiferente; todo me importa (aunque al mismo tiempo pierda esa importancia que suele dar a las cosas la perspectiva egoísta, pues ya nada me esclaviza ni obsesiona). Hasta el más ínfimo detalle cobra una especial significación y hasta la acción más modesta cobra un valor absoluto. Todo se transforma en fuerza de vida y razón para vivir. Todo me ayuda en el camino hacia la Vida. 

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miércoles, 13 de marzo de 2013

SAN FRANCISCO JAVIER


San Francisco Javier

San Francisco Javier

1506-1552
Sacerdote misionero Jesuita en el lejano Oriente

Fiesta:
3 de diciembre

En breve:
Nació en el castillo de Javier (Navarra) el año 1506. Cuando estudiaba en París, se unió al grupo de san Ignacio. Fue ordenado sacerdote en Roma el año 1537, y se dedicó a obras de caridad. El año 1541 marchó al Oriente. Evangelizó incansablemente la India y el Japón durante diez años, y convirtió muchos a la fe. Murió el año 1552 en la isla de Sanchón Sancián, a las puertas de China.

¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! De sus cartas a san Ignacio


Son pocos los hombres que tienen el corazón tan grande como para responder a la llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines de la tierra.  San Francisco Javier es uno de esos.  Con razón ha sido llamado: "El gigante de la historia de las misiones" y el Papa Pío X lo nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la propagación de la fe. La oración del día de su fiesta dice así:  "Señor, tú has querido que varias naciones llegaran al conocimiento de la verdadera religión por medio de la predicación de San Francisco Javier". El famoso historiador Sir Walter Scott comentó:  "El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido nunca en embajada alguna".  
Francisco nació en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España. Era el benjamín de la familia.  A los dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Dios estaba preparando grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco Javier tuviese como compañero de la pensión a Pedro Favre, que sería como él jesuita y luego beato, también providencialmente conoció a un extraño estudiante llamado Ignacio de Loyola, ya bastante mayor que sus compañeros. Al principio Francisco rehusó la influencia de Ignacio el cual le repetía la frase de Jesucristo:  "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?". Este pensamiento al principio le parecía fastidioso y contrario a sus aspiraciones, pero poco a poco fue calando y retando su orgullo y vanidad. Por fin San Ignacio logró que Francisco se apartara un tiempo para hacer un retiro especial que el mismo Ignacio había desarrollado basado en su propia lucha por la santidad. Se trata de los "Ejercicios Espirituales".  Francisco fue guiado por Ignacio en aquellos días de profundo combate espiritual y quedó profundamente transformado por la gracia de Dios.  Comprendió las palabras que Ignacio: "Un corazón tan grande y un alma tan noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos.  Tu ambición debe ser la gloria que dura eternamente".  
Llegó a ser uno de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de los jesuitas, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534.  Hicieron voto de absoluta pobreza, y resolvieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera, poniéndose en todo caso a la total dependencia del Papa.  Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de la Tierra Santa, emprendieron camino hacia Roma, en donde Francisco colaboró con Ignacio en la redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús. Bien dice el Libro del Eclesiástico:  "Encontrar un buen amigo es como encontrarse un gran tesoro".
A las Misiones
En 1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón Rodríguez a la India en la primera expedición misional de la Compañía de Jesús. Para embarcarse, Francisco Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio.  Inmediatamente, fue a reunirse con el P. Rodríguez, quien se ocupaba de asistir e instruir a los enfermos en el hospital donde vivía. Javier se hospedó también ahí y ambos solían salir a instruir y catequizar en la ciudad.  Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima.  Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo que quedarse en Lisboa.  También San Francisco Javier se vio obligado a permanecer ahí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a San Ignacio:  "El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allí".  Pero Dios tenía otros planes y Francisco Javier partió hacia las misiones el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en el oriente.  El monarca no pudo conseguir que aceptase más que un poco de ropa y algunos libros.  Tampoco quiso Javier llevar consigo a ningún criado, alegando que "la mejor manera de alcanzar la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa".  Con él partieron a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no había recibido las órdenes sagradas.  En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a San Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía "un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria".
Otros cuatro navíos completaban la flota. En el barco viajaba el gobernador de la India, Don Martín Alfonso Sousa y, además de la tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación y entre los pasajeros había gente de toda clase, de suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes.  Francisco se encargó de catequizar a todos.  Los domingos predicaba al pie del palo mayor de la nave. Convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él también. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos.  La expedición navegó meses para alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente africano y llegar a la isla de Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa este del Afrecha oriental y se detuvo en Malindi y en Socotra.  Por fin, la expedición llegó a Goa, el 6 de mayo de 1542 tardándoles el doble de lo normal.  San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus compañeros, cuyo navío se había retrasado.
La Pérdida de la fe entre los Cristianos de las Colonias
Goa era colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos, con obispo, clero y varias iglesias.  Desgraciadamente, muchos de los portugueses se habían dejado arrastrar por la ambición, la usura y los vicios, hasta el extremo de que muchos abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído en desuso; se usaba el rosario para contar el número de azotes que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta los cristianos alejaba de la fe a los infieles. Esto fue un reto para San Francisco Javier.  Además, fuera de Goa había a lo más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era sacerdote. El misionero comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y a formar a los jóvenes en la práctica de la virtud.  Después de pasar la mañana en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo.  Estos acudían en gran cantidad y el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la practica de la vida cristiana.  Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas.  Su amabilidad y su caridad con el prójimo le ganaron muchas almas.  Uno de los pecados más comunes era el concubinato de los portugueses de todas las clases sociales con las mujeres del país, dado que había en Goa muy pocas portuguesas.  Tursellini, el autor de la primera biografía de San Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe con viveza los métodos que empleó el santo para combatir aquella vida de pecado. Por ellos, puede verse el tacto con que supo Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos. Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo tal éxito que, poco después, se cantaban las canciones que él había compuesto, lo mismo en las calles que en las casa, en los campos que en los talleres.
Misionero con los Paravas
Cinco meses más tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a Ceilán
desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas.  Estos habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses contra los árabes y otros enemigos;  pero, por falta de instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo y practicaban sus errores1.. Javier partió en auxilio de esa tribu que "sólo sabía que era cristiana y nada más".  El santo hizo trece veces aquel viaje tan peligroso, bajo el tórrido calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad, aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y confirmar a los ya bautizados. Particular atención consagró a la enseñanza del catecismo a los niños. Los paravas, que hasta entonces no conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que, algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos paravas, que eran considerados de casta baja, extendieron a San Francisco Javier una acogida calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase alta, recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había logrado convertir a un brahamán.  Según parece, en aquella época Dios obró varias curaciones milagrosas por medio de Javier.

Por su parte, Javier se adaptaba plenamente al pueblo con el que vivía. Con los pobres comía arroz y dormía en el suelo de una pobre choza.  Dios le concedió maravillosas consolaciones interiores.  Con frecuencia, decía Javier de sí mismo:  "Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de Dios:  'Señor no me des tantos consuelos en esta vida;  pero, si tu misericordia ha decidido dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti '". Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígena y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país.  El santo escribió a Mansilhas una serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó. 
El Escándalo de los Malos Cristianos: Espina en el Corazón

Nada podía desanimar a Francisco. "Si no encuentro una barca- dijo en una ocasión- iré nadando".  Al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar comentó: "Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar".  Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador.
 El sufrimiento de los nativos a manos de los paganos y de los portugueses se convirtió en lo que él describía como "una espina que llevo constantemente en el corazón".  En cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo escribió:  "¿Les gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un portugués al interior del país?.  Los indios tienen idénticos sentimientos que los portugueses".  Poco tiempo después, San Francisco Javier extendió sus actividades a Travancore.  Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos de los habitantes.  En seguida, escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos.  En su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes seguramente divertía mucho repetir a otros lo que acababan de aprender de labios del misionero.  Los badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín, destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos como esclavos.  Ello entorpeció la obra misional del santo.  Según se cuenta, en cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse.  Por otra parte, también los portugueses entorpecían la evangelización;  así, por ejemplo, el comandante de la región estaba en tratos secretos con los badagas.  A pesar de ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, San Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas:  "Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora".  De no haber sido por los esfuerzos infatigables del santo, el enemigo hubiese exterminado a los paravas.  Y hay que decir, en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe católica resistió a todos los embates.
El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600 cristianos.  El gobernador, Martín de Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir de Negatapam.  San Francisco Javier se dirigió a ese sitio;  pero la expedición no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al santuario del Apóstol Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros. 
Carta de Protesta al Rey
En 1545, el santo escribió desde Cochín al rey de Portugal, en la que le daba cuenta del estado de la misión. En ella habla del peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo, "escandalizados y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra Majestad . . . Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor:  '¿Por qué no castigaste a aquellos de tus súbitos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India? ' ".  El santo habla muy elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su informe en Lisboa.  "Como espero morir en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para que nos encontremos en el otro, ciertamente estaremos más descansados que en éste".  San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los europeos:  "No titubean en hacer el mal, porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí a la conjugación del verbo 'robar'"
Malaca y el Gozo de Servir al Señor
En la primavera de 1545, San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses.  Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma.  
En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos.  Fue una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales había colonia de mercaderes portugueses.  Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio:  "Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son primavera de gozo espiritual.  Estas islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría.  No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados y los amigos aparentes".  De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses predicando. Antes de volver a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro.  Javier desembarcó nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el "Colegio Internacional de San Pablo" en Goa) y preparar su partida al misterioso Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Escribió la última carta al rey Juan III, a propósito de un obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía:  "La experiencia me ha enseñado que Vuestra Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana".  
Japón

En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el nombre de Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al cristianismo.  El día de la fiesta de la Asunción desembarcaron en Kagoshima, Japón. En Kagoshima, los habitantes los dejaron en paz.  San Francisco Javier se dedicó a aprender el japonés lo cual no era nada fácil para el. Sin embargo logró traducir al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones.  Ello provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese predicando.  Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos.  Antes de partir de Kagashima, fue a visitar la fortaleza de Ichku; ahí convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más y dejó la nueva cristiandad al cargo del criado.  Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada.  
San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki.  El gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, de suerte que en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año.  El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. de Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu.  Ahí predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron de él.
Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad del Japón.  Después de trabajar un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros.  Como el mes de diciembre estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero, llegaron los misioneros a Miyako. Ahí se enteró el santo de que para tener una entrevista con el mikado necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía.  Por otra parte, como una guerra civil hacía estragos en la ciudad, San Francisco Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien ahí, por lo cual volvió a Yamaguchi, quince días después. Viendo que la pobreza de su persona se convertía en un obstáculo para llegar al gobernador, se vistió con gran pompa y fue al gobernador escoltado por sus compañeros, con toda la regalía de su título de embajador de Portugal. Le entregó las cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas.  El gobernador quedó encantado con esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección oficial, San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas personas.
Habiéndose enterado de que un navío portugués había atracado en Funai (Oita) de Kiushu, el santo partió para allá y resolvió partir en ese barco a visitar sus comunidades cristianas en la India antes de hacer el deseado viaje a China.  Los cristianos del Japón, que eran ya unos 2000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández.  A pesar de las dificultades que sufrió, San Francisco Javier opinaba que "no hay entre los infieles ningún pueblo más bien dotado que el japonés".
Regreso a la India y expedición a la China
La cristiandad había prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la atención del santo. Francisco Javier emprendió la tarea con tanta caridad como firmeza. Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino que hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su lengua natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India había nombrado embajador ante la corte de China.  
San Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejar partir Pereira y a Francisco Javier, tanto en calidad de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Francisco Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que había sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de oponer obstáculos a un nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Finalmente, Ataide permitió que Francisco Javier partiese a la China. El santo envió al Japón al sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de 1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan) que dista unos veinte kilómetros de la costa y está situada a cien kilómetros al sur de Hong Kong.
Muerte a las Puertas de China
Por medio de una de las naves, Francisco Javier escribió desde ahí varias cartas.  Una de ellas iba dirigida a Pereira, a quien el santo decía:  "Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa, sois vos.  Y a vos se deberá su éxito".  En seguida, describía las medidas que había tomado:  con mucha dificultad y pagando generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a desembarcar de noche en Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría su nombre a nadie. En tanto que llegaba la ocasión de realizar el proyecto, Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En su última carta escribió:  "Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de vivir como ahora". El mercader chino no  volvió a presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió que le trasportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre, según escribió Antonio, "viendo que estaba moribundo, le puse en la mano un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su creador y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús". San Francisco Javier tenía entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos esclavos.2
Su cuerpo se conserva incorrupto
Uno de los tripulantes del navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide.  Al fin del año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús. 
Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.
NOTAS
1 -El P. Coleridge, S. J.:  "Probablemente todos los misioneros que han ido a regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya establecidos . . . han encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de evangelización.  En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como las protestantes.  España, Francia y Portugal son tan culpables como Inglaterra y Holanda".
2 Antonio describió los últimos días del santo, en una carta a Manuel Teixeira, el cual la publicó en su biografía de San Francisco Javier.
BIBLIOGRAFIA
Eliécer Sálesman, P. - Vidas de los Santos 
Mario Sgarbossa - Luigi Giovannini - Un Santo Para Cada Día 


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SIN AFÁN LA VERDAD ESTA AHÍ




SIN AFÁN LA VERDAD ESTA AHÍ

Si resolvemos esta la incógnita en este artículo sabremos al menos para dónde dirigirnos en forma segura sin el peligro de irnos a perder, difícil esta tarea porque nuestro idioma no es preciso en los conceptos de las palabras, pero hagámoslo… la peor diligencia es la que no se hace y seguramente ustedes me ayudaran.
Para empezar miremos el simple cuestionamiento que en si encierra una paradoja curiosa, el solo hecho de afirmar que lo absoluto“Existe” y el solo hecho de afirmar que “No existe” nos lleva a otro cuestionamiento bastante raro, ¿En cuál de estas dos afirmaciones esta la verdad absoluta? Decir que: “La verdad absoluta no existe” se contradice así misma por ser una afirmación absoluta, pero tranquilos que de acá no nos vamos hasta quedar claros.
Para buscar esta verdad absoluta miremos algunos ejemplos de lo absoluto, además vuelvo a recordar que desafortunadamente el idioma es pobre para expresar estas ideas.
  1. Todo están dentro de EL TODO y nada puede estar fuera de él, porque no sería EL TODO Esta es una verdad sin principio ni fin, simplemente es la verdad y existirá por toda la eternidad. Si alguien sabe de algo que este fuera del todo que lo haga saber... para exagerar un poco más, si se acaba todo y no queda piedra sobre piedra... siempre seguirá existiendo esta afirmación, es lógico que no habrá quien la exprese, pero seguirá existiendo.
  2. “La nada” no existe, solo existe una palabra que describe que es la nada, tener una palabra para expresar algo no crea ese algo, solo lo describe. En la nada no hay nada si hubiera algo no sería la nada, como dicen los humoristas: La nada es el hueco de una dona sin dona por fuera. Así mismo, si alguien encuentra algo en la nada que lo traiga para verlo. Otros piensan que el espacio se expande ocupando la nada, ojala haya bastante nada para que el universo se expanda hasta el infinito.
  3. La matemática da resultados absolutos y si se inventara otra matemática arrojaría resultados absolutos, ejemplo: 1+1=2 si alguien le da diferente es porque sus conocimientos matemáticos son más precisos; Hasta en la geometría que conocemos existe lo absoluto, un triángulo tiene tres lados pero nada raro que alguien conozca uno de cuatro.
Todo lo relativo todo lo que percibimos como material siempre se someterá al cuestionamiento infinito de nunca acabar, porque lo relativo siempre tiene esa característica con la sensación de muchas verdades relativas dando infinitas posibilidades que hacen de este mundo una prisión difícil de escapar. Lo contrario sucede con la cuántica, esta hace posible la manifestación de lo relativo con la cualidad privilegiada de mostrar verdades absolutas con mas claridad, si todo lo pudiéramos ver desde el punto de vista cuántico veríamos solo verdades absolutas. Y lo espiritual que vive en lo relativo y en lo cuántico es la voluntad que todo lo mueve.
Ahí vamos haciendo camino el camino se hace al andar y a medida que vamos avanzando la luz empieza a manifestarse, todo es más claro todo es más absoluto cuando evolucionamos, pero si nos quedamos quietos todo será más complejo menos absoluto. La libertad da la posibilidad de ir un paso mas allá, Bienaventurados los libres de espíritu porque de ellos será la luz, mi sentido de pésame a los esclavos de la religión porque lo único que hace la religión es estancar al espíritu.
Continuando…
Sé que todo lo anterior parece ser un juego de palabras y eso suena muy bonito… ahora metamos las neuronas al meollo del asunto con la siguiente afirmación: “La verdad es una sola” y lo que siempre se me ha ocurrido para explicarlo es lo siguiente: La verdad absoluta siempre esta presente, cuando ella se manifiesta al observador no le queda mas alternativa que aceptarla. En el pasado se cuestiono que la tierra era redonda, los que propusieron dichas teorías fueron condenado con anatemas (definitivamente la religión es especialista en obstruir la mente), pero hoy día la verdad es manifestada y sabemos que la tierra es redonda, no creo que nadie se atreva a cuestionarlo.
Ahora podemos empezar a sacar conclusiones, “La verdad es una sola, los caminos para llegar a ella son muchos, la verdad esta ahí sin ningún afán a que la encontremos”. Ahora... Creen ustedes cuando la religión dice: La tierra es plana, ella dejara de ser redonda. Creen ustedes cuando la religión dice: El Papa es el representante de Dios en la tierra, Dios dejara de estar presente en nosotros. Creen ustedes cuando la religión dice: Somos la verdadera salvación, los Budistas se van a condenar. Creen ustedes cuando la religión dice: El infierno existe, Dios el todo eterno se va a dividir en bueno y malo.
Por ahí he escuchado decir que cada uno tiene su propia verdad pero en realidad es uno más de los tantos caminos, “Cuando cada uno de nosotros seamos el TODO” lo comprenderemos y que se entienda que “Ahora somos parte del TODO” que es algo diferente a “Ser el TODO”, para lograrlo simplemente camina procurando que sea por el camino correcto y asegura que tu guía sea soloEL DIOS ETERNO.
“En el todo está la verdad absoluta solo debemos ser el todo para ser verdad absoluta”
Para estar mas claros de lo anterior veamos como es posible ser el todo, imagine que usted es agua atrapada en un envase navegando por el inmenso océano, piense en lo que sucedería si ese envase rompiera... a donde iría a parar ese contenido, sencillo... serias océano. Debemos romper cada capa de nuestra existencia para poder fundirnos con el todo, mientras mas repulsa le hagamos a la verdad mas enfrascados estaremos. Para terminar quiero desahogarme un poco: La embotelladora mas famosa y rica del planeta es la institución católica y los que no se dejen embotellar al infierno irán a parar.


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martes, 12 de marzo de 2013

Mario Alonso Puig - Vivir es un asunto urgente

Mario Alonso Puig
Vivir es un asunto urgente


  
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Joe Dispenza. "Deja de ser tú." Parte 2

Joe Dispenza. "Deja de ser tú." Parte 2









Esta es la segunda parte del resumen del libro de Joe Dispenza “Deja de ser tú”. Este autor se refiere a menudo al campo cuántico. Para quienes no estén familiarizados con estos términos, podemos precisar que el campo cuántico abarca todo lo que es más pequeño que el átomo. Cuando hablamos de energía angélica o de conexión con los ángeles, nos estamos refiriendo al campo cuántico. Nassim Haramein dice que la estructura del vacío coordina todos los eventos, pero no explica claramente cómo, los 72 ángeles de la Cábala son los que se encargan de dicha coordinación. EL día en que los científicos estudien la Cábala, entenderán mucho mejor cómo funciona el universo. Entre paréntesis, mis comentarios.



46.- Un pensamiento en forma de intención necesita un elemento energizador, un catalizador y esa energía es una emoción elevada, el corazón y la mente actuando como uno. (Esa es la razón por la cual los primeros pasos que se dan en la Alquimia Genética –A.G- consisten en limpiar la historia familiar de manera que podamos percibir a nuestros seres queridos sin máscaras, desde el amor puro. Si juntamos ese sentimiento con una comprensión del proceso, creamos conciencia, y generamos lo que Dispenza llama una huella electromagnética).

47.- El campo cuántico no responde solamente a nuestros deseos o peticiones emocionales. Ni tampoco a nuestras intenciones, sólo responde cuando estos dos factores son afines o coherentes, es decir, cuando emiten la misma señal. El campo cuántico no responde a lo que queremos, sino a quien estamos siendo. Los pensamientos envían una señal eléctrica al campo y los sentimientos atraen magnéticamente situaciones en la vida. Al unirse, lo que pensamos y lo que sentimos produce un estado del ser que genera una huella electromagnética que a su vez influye en cada átomo de nuestro mundo. Todas las experiencias existen en potencia como improntas electromagnéticas en el campo cuántico. (Existe por ejemplo la experiencia de la salud perfecta, y podemos elegirla).

49- Desde un punto de vista cuántico, debemos crear un estado distinto del ser como observador y generar una nueva huella electromagnética. (Es lo que hacemos en la A.G. cuando buscamos las excelencias). Si deseas obtener un nuevo resultado, debes suprimir el hábito de ser el mismo de siempre, y reinventarte.

51.- Si tus intenciones y deseos no han producido lo que tú querías, seguramente significa que has estado enviando un mensaje incoherente y confuso al campo cuántico. A lo mejor quieres la abundancia, tienes pensamientos de ser rico, pero si te sientes pobre, no vas a atraer la abundancia. Porque los pensamientos son el lenguaje del cerebro y los sentimientos, el lenguaje del cuerpo, estás sintiendo una cosa y pensando otra distinta. Y cuando la mente va en contra del cuerpo, el campo no responde de forma coherente.

52.- Si creas una experiencia nueva y desconocida en tu vida, te conviertes en un creador cuántico. Mantén una clara intención de lo que quieres pero deja que el imprevisible campo cuántico (es decir, el Yo angélico) se ocupe de los detalles del “cómo” se manifestará.

53.- ¿Puedes agradecer una situación deseada antes de que ocurra en tu vida y sentir las emociones elevadas que te produce? (es lo que hacemos cuando buscamos los puntos de excelencia en la A.G. si repetimos muchas veces las visualizaciones, y desde una emoción elevada, tenemos muchas posibilidades de que se hagan realidad, es decir de que la onda se colapse).

55.- Si el universo físico –el átomo- está compuesto por un 99,99999% de “nada”, de vacío, ¿no parece irónico que centremos nuestra atención en el 0, 00001% de realidad física? (lo que los científicos llaman vacío está compuesto de éter, y es interesante tener en cuenta que el cuerpo más denso de nuestro Yo angélico es el etérico). El campo cuántico es energía potencial invisible capaz de organizarse a partir de ella en partículas subatómicas, átomos, moléculas y, por último, cualquier cosa del universo.

56. Desde una perspectiva fisiológica, el campo organiza las moléculas en células, tejidos, órganos, sistemas y, por último, en el cuerpo como un todo. Es decir, la energía potencial se origina como frecuencia de patrones de onda hasta aparecer como sólida. (Las ondas se mueven en el campo cuántico, al cual pertenece el ADN sutil, por ello decimos que en ese ADN sutil se encuentran las plantillas de la realidad, de lo que luego se manifestará en el ADN biológico. De ello se deduce que somos capaces de reprogramar los genes, de repararlos si son defectuosos, porque todo ello pertenece al mundo de las energías. Sólo que para ello hay que aliarse con el mundo angélico y saber interactuar con él. Es una de las cosas que se puede hacer a través de la A.G.).

57.- Recibimos lo que enviamos. Si hemos sufrido y en la mente y el cuerpo conservamos ese sufrimiento y lo expresamos con nuestros pensamientos y sentimientos, estamos enviando esta huella energética al campo cuántico. La inteligencia universal nos responde enviando a nuestra vida otro evento que reproducirá la misma respuesta intelectual y emocional. (o sea, más de lo mismo. Si nos quejamos de la crisis, generaremos más crisis. Si nos quejamos de que nuestro trabajo no nos satisface, generaremos que esto siga pasando).

60.- No puedes cruzar la puerta del campo cuántico como “alguien”, debes entrar como “nadie”. (Esa es una de las razones por las cuales, al iniciar una meditación de A.G. nos despojamos mentalmente de toda la ropa y de las energías contaminadas del campo áurico, quedándonos desnudos, para luego recubrir nuestro cuerpo con un manto blanco tejido con hilos de luz).

(continuará)


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