El bien esquivo
Prometido a Cristóbal
Hace
varios milenios existían unas criaturas nacidas de la Tierra y enfrentadas al
Cielo. Habitaban entre los límites del mundo de las fuerzas naturales y del de
las sobrenaturales y pretendían ser los soberanos absolutos de la creación,
puesto que participaban de ambos universos. Eran los gigantes.
De
esas remotas fechas data la historia de un personaje descomunal de fuerza
inusitada pero que, sin embargo, era frágil en su interior. Su potencia física
no se correspondía a la vulnerabilidad de sus sentimientos, ni había en su
mente, aunque estaba albergada en un cuerpo tan enorme, suficiente espacio para
recibir las cosas más sencillas. Si se le dejaba suelto, a su aire, se
comportaba muy atolondradamente, pues no era capaz de sincronizar sus
dimensiones con sus movimientos ni de congeniar su edad con su razón; por eso,
delante de las visitas, lo ataban y no le dejaban ni abrir la boca. Poco a poco
se fue haciendo temeroso: andaba como pisando huevos y no decía otra cosa que
sí o que no. Nadie recordaba su nombre. Se habían habituado a llamarle El Gran
Inepto. Cuando salía a la calle todos los chiquillos le ponían trampas y
zancadillas para que tropezara, le azuzaban bichos para asustarlo y le
preguntaban cosas absurdas para divertirse con su perplejidad. El Gran Inepto
era muy paciente, pero estaba harto de que se rieran de él, así que un buen día
se dijo: «Me iré al mundo de los hombres. Buscaré un amo poderoso. Él me
protegerá. Si le sirvo obedientemente, no tendré más remedio que hacer lo
correcto y poco a poco adquiriré valor y confianza».
Se
dirigió entonces a la corte del emperador Máximo y le ofreció su fuerza para
que la empleara en beneficio de su Imperio. El emperador Máximo llamó a sus
tecnócratas y les dijo: «Ahí tenéis una máquina gigante que está ansiosa de ser
productiva».
Los
tecnócratas imperiales sometieron al Gran Inepto a diversas pruebas de
idoneidad, cuyo resultado fue el transformarlo en Fuerza Bruta. Después lo
remitieron a los departamentos de Física, Ingeniería y Estrategia para que lo
programaran según creyeran conveniente.
A
los pocos meses, la Fuerza Bruta era un potencial energético listo para
desempeñar diversos cometidos con precisión y rapidez. El departamento de
Economía presentó un informe presupuestario que demostraba lo rentable que les
resultaría su puesta en funcionamiento. Con él se ahorraba gran cantidad de
maquinaria y, por supuesto, mano de obra, decían esas largas columnas de sumas
y restas. Una nota de puño y letra firmada por el economista mayor recomendaba
al empleador imperial considerar que el mantener una máquina sale más barato
que comprarle las horas de trabajo a una persona y que, además, evita tener que
atender reivindicaciones salariales, seguros sociales, revisiones de contratos
y demás zarandajas. El empleador imperial estuvo completamente de acuerdo y
añadió su rúbrica inmediatamente. Los altos cargos, reunidos en sesión
extraordinaria, dieron el visto bueno al proyecto con gran satisfacción y
elaboraron un decreto ley para poner en marcha, enseguida, los distintos planes
programados. Al que fuera Gran Inepto y Fuerza Bruta se le llamó Gigante
Autómata a partir de entonces.
El
Gigante Autómata se sintió útil e importante por primera vez en su vida. Era
muy feliz y se dedicó, con ahínco, a cumplir sus tareas.
Él
solo, en una mañana, podía arrancar cincuenta robles y transportarlos hasta los
talleres de carpintería, por ejemplo. En una ocasión apagó un incendio volcando
encima del fuego un pozo como si fuese un cubo de agua. En otra, abrió de un
puñetazo un túnel en una roca. Con su navaja de afeitar segaba el trigo y araba
las tierras con la misma facilidad que si les pasara el peine. Con él no se
necesitaban grúas, ni palancas, ni vagones de acarreo, ni escaleras
extensibles, ni tanques acorazados.
Sucedió
que, a causa del Gigante Autómata, muchas fábricas quebraron, muchos gremios
desaparecieron, muchas familias se quedaron sin recursos y muchas tiendas sin
clientes. Suplicaron, protestaron, se manifestaron, trataron de sabotear el
trabajo del Gigante Autómata, pero, como nada se conseguía, los idealistas se
entregaron a la lucha organizada y los desesperados a la revuelta callejera.
Naturalmente, se hizo muy evidente que el cargo de empleador imperial era un
contrasentido. Los insurrectos no esperaron a que dimitiera: lo arrancaron de
su gabinete y lo cesaron a golpes y porrazos.
En
la comarca se asentaron la rabia, la venganza, el dolor, la miseria y el
pillaje. Los que procuraban ser sensatos crearon comités para encontrar la
manera de trabajar, pues no eran ni vagos ni perezosos, pero, por mucho que se
esforzaran, nada resolvían. Nadie podía permitirse el lujo de contratar a
alguien que hiciera lo que se podía hacer gratis. A cambio de lo que quisieran
pagarles, los arruinados y los despedidos partían la leña, cortaban el césped,
limpiaban los cristales, entretenían a los niños, ayudaban a los ancianos en
los hogares de los que aún tenían medios, viéndose también obligados a tener
que agradecer que les dejaran ganarse su limosna. Sin embargo, lo que obtenían
era insuficiente. Las posibilidades para ganarse el sustento y vivir
honradamente eran prácticamente nulas.
Quienes
podían, huyeron, pero las fronteras estaban lejos y cuando llegaban, si es que
llegaban, caían extenuados. No todos resistían el viaje, ni todos cumplían los
requisitos para ser admitidos en otro país: la policía aduanera los echaba para
atrás. Era muy duro tener que deshacer el camino. Se gastaban sus últimos
ahorros en conseguir la documentación adecuada. O entraban furtivamente,
exponiéndose, en cualquier momento, a ser detenidos y deportados. «Extranjeros,
no os queremos aquí», les decían: «Que os den trabajo los vuestros». «En
nuestro país no hay trabajo», replicaban. « ¡Y a nosotros qué nos importa! Cada
uno tiene el país que se merece», y los ponían de patitas al otro lado de la
alambrada sin ningún miramiento.
Se
encontraban sin salida. No quedaba más remedio que agruparse en bandas e
intentar robar en los almacenes para poder sobrevivir. Es por eso que el
Gigante Autómata, nada más detectar a tres o cuatro personas juntas, las
dispersaba de un manotazo. Algunos morían con el impacto, otros quedaban
lisiados de por vida. Los sobrevivientes, entonces, conspiraban para hallar la
manera de suprimir al Gigante Autómata, pero el Gigante Autómata estaba muy
bien adiestrado por los altos estrategas y al menor barrunto de atentado ponía
en marcha su programa de Ataque y Represión.
El
Gigante Autómata iba cosechando medalla tras medalla por sus acciones rápidas y
contundentes. «Por fin hago algo bien», decía orgulloso, frotando con la
bocamanga de su casaca las condecoraciones. Pero eran los laureles de bronce
sobredorado la única cosecha en el Imperio. Desde luego, el Gigante Autómata
tenía mucho más trabajo como demoledor que como recolector, pues ¿qué iba a
recolectar? Mientras se encargaba de reducir a los vecinos por medio del
terror, el Gigante Autómata no podía ocuparse de plantar el grano ni de podar
los árboles frutales ni de echar el pienso al ganado ni de ordeñar las vacas
lecheras.
Pronto
se dejaron sentir las consecuencias de esta situación: escaseaban las materias
primas y mantener adecuadamente al Gigante Autómata exigía muchos sacrificios.
El
Gigante Autómata consumía grandes cantidades de alimento, y esos alimentos
consumían, a su vez, grandes cantidades de leña, y ya no quedaban apenas
bosques ni animales ni cultivos. Los impuestos subieron de una manera
alarmante. Eso ya no les gustó a los ricos, de ninguna manera. No querían ser
ellos los que pagaran el pato.
—De
qué nos sirve un Autómata Gigante que tanto nos cuesta mantener y que encima
nos resulta tan vulgar: nosotros siempre nos hemos arreglado con mayordomos de
chaqué, doncellas de delantales almidonados y chóferes de librea, que son mucho
más vistosos y de un tamaño más proporcionado —protestaban.
Los
ricos, además, acabaron hartos de gastar grandes fortunas para obtener en el
mercado negro judías, garbanzos y otros productos que, en otro tiempo, creían
que solo comían las bestias. Y de contratar vigilantes jurados para que los
insurrectos no asaltaran sus cámaras frigoríficas, o guardaespaldas para que no
les atracaran en la vía pública: se sentían robados por todas partes. Entonces,
en vista de lo cara que les estaba resultando la vida, prefirieron llevarse sus
fortunas al extranjero antes que dejarse arruinar de una manera tan tonta.
El
dinero nunca ha tenido problemas de xenofobia y es bien acogido en cualquier
lugar del mundo. Y las divisas empezaron a evadirse como el agua por un
colador. Se vaciaron las cuentas corrientes, y los banqueros, al marcharse de
sus bancos desmantelados, ni siquiera se molestaron en cerrar las puertas, pues
nada tenía valor ya.
El
Imperio estaba en bancarrota.
Entre
los altos cargos hizo su aparición el descontento y después la discordia, y se
formaron camarillas a fin de deshacerse los unos de los otros. En vez de
discurrir para encontrar una solución al problema, se dedicaban a echarse las
culpas y a intrigar a ver cuál daba antes el golpe de Estado. Y se traicionaban
a cada dos por tres. Vivían vigilándose mutuamente para no ser denunciados ni
envenenados ni apuñalados por la espalda.
De
todas estas peripecias el emperador Máximo no tenía noticia alguna. No era un
hombre especialmente curioso, y puesto que en palacio los días continuaban
todavía casi igual de aburridos, él no podía notar la diferencia. Una muralla
compacta de aduladores le rodeaba, impidiéndole ver otra cosa distinta de lo
que les convenía que viese. Como el Gigante Autómata era el favorito, quien
quisiera congraciarse con el emperador Máximo y aspirar a unas migajas de lo
poco que quedaba del pastel debía hacerse su amigo. Por eso el Gigante Autómata
era tan agasajado, tan envidiado y tan aborrecido.
Los
altos cargos comprendieron que de nada les servía su poder sin tener sobre
quién ejercerlo, y decidieron que la solución a tanto desgobierno estaba en
acabar con las guerras que los dividían y unirse en una conspiración para
extirpar el mal de raíz: el Gigante Autómata. Pero para llegar a él debían
derribar, primero, a todos aquellos que lo apoyaban y gozaban del favor
imperial.
Los
altos cargos planearon una conjura y empezaron a abrirse paso por entre los
privilegiados, cortando cabezas a diestro y siniestro.
El
economista mayor, junto con los tecnócratas, acusados de ser sus compinches,
fueron ahorcados en la plaza pública en medio de un delirio colectivo. Eso fue
lo que hizo saltar el muelle que había estado comprimido tanto tiempo. A partir
de ese momento se sucedieron las ejecuciones y la sangre corría por las calles
tiñendo los zócalos de las casas: la acción de la violencia es imparable y
alcanza a todos.
Por
fin, el emperador Máximo preguntó por los gritos, los disparos, las humaredas y
por las personas que se movían a su alrededor, que eran menos cada vez, y
horrorizado fue enterándose del peligro que corría. Lleno de espanto, envió a
los conjurados su manto de armiño y su corona imperial y huyó al amparo de la
noche a campo traviesa. De él nunca más se supo.
Los
conjurados, libres del emperador Máximo, promulgaron una orden de busca y
captura para apresar al Gigante Autómata. Pues la sociedad trata de rectificar
sus errores designando un culpable. De ese modo descargan su conciencia
castigándolo por los crímenes que, entre todos, han contribuido a cometer.
El
Gigante Autómata pasó de ser «de Interés General» y «de Utilidad Pública» a
«Proscrito» y «Fugitivo de la Justicia». Tenía que escapar, pero no quería
regresar junto a los gigantes. Eso sería retroceder, desaprender lo aprendido,
y ya no era posible. De ningún modo podía volver a ser el Gran Inepto, pues su
ineptitud ya no era un estado natural. Había experimentado consigo mismo unas
posibilidades desconocidas: era capaz de ser enseñado, es decir, que podía
recordar órdenes y reproducirlas y actuar. Eso le impulsaba a insistir, a
persistir en encontrarse. Debía seguir adelante aun cuando la decepción y el
resentimiento le invadieran. Porque, de momento, lo cierto era que estaba
desorientado y triste.
—Se
han aprovechado de mí hasta sacarme todo el rendimiento que les ha convenido y
ahora, cuando se han torcido las cosas, me culpan y me persiguen.
Y
el Proscrito se echó a llorar desconsolado.
—Has
fracasado por haberse olvidado de que eres un gigante. Te has dedicado a servir
a criaturas de rango inferior a ti. Tú debes aspirar a algo más.
—
¿Quién eres? ¿Dónde estás? —preguntó el Proscrito.
—Mira
detrás de ti. Soy tu sombra.
Efectivamente,
detrás de él se alzaba una figura imponente, absolutamente oscura, como un
agujero en el luminoso decorado del día.
—En
el principio, antes de que la materia apareciera, solo existía yo —dijo la
Sombra—. Yo era el Todo. Hasta que la Luz surgió. Me venció, me arrinconó y me
condenó. Desde entonces soy la Proscrita. Sin embargo, yo inundo los vacíos del
universo. Entre los Cuerpos Celestes están mis dominios, pues la Luz, aunque se
presenta como soberana, no es única: yo le soy imprescindible para cubrir los
huecos a donde ella no llega. Tampoco es todopoderosa: necesita de la materia
para que la refleje.
—No
te entiendo —murmuró el Proscrito. Estaba fascinado, pero de todo ese discurso
no comprendió una palabra, excepto «Proscrita». Eso le confortó.
La
Sombra extendió su capa por el cielo como una mancha de tinta y se hizo noche
oscura punteada de alfileres luminosos. La Sombra fue señalándolos uno por uno.
—En
el espacio no hay átomos flotantes como en el aire; por eso, aunque se ven
brillando miles de constelaciones, no se distingue el camino por donde ha
viajado la Luz hasta ellas. En el espacio siempre es de noche. Entre una
estrella y otra solo hay noche. Los rayos luminosos no son visibles sin que
masas de pequeñas partículas, como las piedras de Pulgarcito, vayan indicando
el camino para que la Luz se arrastre. La Luz depende de los cuerpos: solo se
apoya en lo denso, en lo exterior, en lo que las criaturas pueden percibir por
sus sentidos. Convéncete: qué clase de reina será si no se basta a sí misma
para inundar el cosmos, si cualquier cuerpo opaco detiene su carrera y un
cuerpo transparente, aunque se trate de una gotita de agua, la descompone. La
Luz ha usurpado el título de la Verdad, pero es ilusión y engaño. Le da colores
a las cosas y las embellece, pero no puede penetrar en ellas, ni abarcarlas.
Esconde, bajo una apariencia luminosa, las trabas del mundo visible, sus
conflictos íntimos, su condición sórdida, su muerte: solo notifica lo
superficial. Presume de indestructible, pero el universo donde vive es
perecedero. Tampoco es eterna: tuvo un comienzo, y en el instante en que se
disuelva la materia, la Luz se desintegrará en la Nada. ¡Ah, cuando eso
ocurra...! ¡Yo volvería a recuperar mi trono!
El
Proscrito preguntó, preocupado:
—Y
eso ¿puede suceder algún día?
—Con
paciencia y perseverancia, todo se alcanza —respondió la Sombra.
—
¿De verdad? ¿Y cómo? —insistió el Proscrito, animándola a que se explayara.
Pero
la Sombra no necesitaba que le tirasen de la lengua para decir todo lo que
sabía:
—Si
no se puede aniquilar el Universo material de una vez, al menos se puede ir
robándole terreno lentamente.
—Eso
te llevará mucho tiempo —argumentó el Proscrito.
—El
Tiempo es consecuencia de la materia —comentó la Sombra, pero agregó
insinuante—: por si te interesa saberlo, tengo suficientes voluntarios, pero no
me importaría ampliar la lista.
—Estoy
sin empleo —dijo el Proscrito.
El
Proscrito se sintió en buenas manos cuando la Sombra, antes de admitirlo a su
servicio, le dijo:
—Te
haré un contrato laboral. Me gustan las cosas serias.
El
contrato debía firmarlo con su propia sangre, lo cual era razonable, no solo
porque el Proscrito no sabía escribir, sino porque no hay una firma más
personal que esa. Debía estar fechado precisamente en el momento en que la
noche cruza la frontera entre abril y mayo. Y así lo convinieron.
—
¿Estás decidido? —preguntó la Sombra en la última tarde de abril.
—Estoy
decidido —aseguró el Proscrito.
La
Sombra se deslizó bajo sus pies como una alfombra y el Proscrito se sentó en
ella. Cuando estuvo acomodado en toda su enormidad, la Sombra despegó y se alzó
ligera como si cargara con una pluma, y emprendió el viaje hacia la medianoche.
La
víspera del primer día de mayo es la noche de Valpurgia. En el lúgubre Valle
del Espanto se dan cita las principales potencias del Averno. De todos los
confines planetarios acuden las brujas, los maestres de la oscuridad, los
espíritus intermedios, los fuegos fatuos y las criaturas subterráneas. Apenas
suenan las doce campanadas, los animales alados y los artefactos voladores
rasgan los aullidos del aire con sus veloces sacudidas; de las entrañas de la
tierra surgen los engendros del infierno como borbotones de lava; en la niebla
culebrean ráfagas fantasmales y el fondo de los precipicios semeja lagunas
abisales donde las algas se agitan entre peces fosforescentes. Es un
espectáculo extraordinario. Muchos darían su mano derecha con tal de
contemplarlo, aunque fuera de lejos. Sin embargo, llegar hasta allí es muy
difícil, por varios motivos: el primero es que el lugar exacto de la reunión no
le es revelado a cualquiera; el terreno accidentado e inextricable es el segundo;
y, por último, porque está prohibida la presencia de intrusos: que se atenga a
las consecuencias el que se atreva a desafiar al Príncipe de las Tinieblas y
sus misterios.
El
Proscrito, conducido por la Sombra, sobrevoló las tétricas montañas hasta llegar
al valle prohibido y posarse, suavemente, en el centro de los cuatro senderos,
que es el centro mismo de la Asamblea.
El
Príncipe de las Tinieblas y el Proscrito se encontraron cara a cara. El
Príncipe de las Tinieblas, solemnemente, acalló las aclamaciones de sus
súbditos y les ordenó prestar atención. Cesó el movimiento del aire y el
bullicio de las criaturas, como si todos se hubieran convertido en figuras de
piedra.
El
Príncipe de las Tinieblas tomó la palabra:
—
¿Me conoces?
—Sí.
Eres el Espíritu que todo lo niega —se apresuró a responder el Proscrito.
—En
efecto ¿y qué quieres de mí?
—Que
me enseñes cómo puedo servirte.
—
¿Estás dispuesto a todo?
—Estoy
dispuesto a pertenecer y formar compañía con los espíritus rebeldes sin temor a
las consecuencias —dijo el Proscrito.
Dicho
esto, la Sombra se adelantó y presentó al Príncipe de las Tinieblas el contrato
ya redactado: «Prometo servirte en todo con el fin de que me concedas lo
que deseo».
—Lo
que aquí se promete se cumple. Lo que se ofrece se otorga por completo —dijo el
Príncipe de las Tinieblas rubricando la escritura con su huella dactilar.
La
Sombra, con un alfiler nuevo, pinchó el dedo corazón de la mano izquierda del
Proscrito diciendo:
—Los
dones planetarios se mezclan sobre esta sangre que contiene metal, bálsamo y
espíritu.
El
Proscrito apretó la yema de su dedo corazón hasta grabarla junto a la del
Príncipe de las Tinieblas.
—Ya
eres mío —dijo el Príncipe de las Tinieblas.
A
continuación, con un hierro candente, el Príncipe de las Tinieblas marcó su
impronta sobre la frente del nuevo súbdito. Se oyó el agudo silbido de la piel
y al quemarse desprendió una nube momentánea y un penetrante olor. El Príncipe
de las Tinieblas retiró el hierro. La señal de Tau se destacaba roja como un
sello de lacre. La Sombra la roció con una vara de saúco mojada en las Aguas
del Olvido.
—Ya
eres Nosotros —proclamó la Asamblea, pues el signo de Tau es la acreditación
imprescindible para ser reconocido y admitido entre ellos. Significa: «Ruta de
la eternidad, del infinito, del espacio, de lo desconocido, de lo oculto, del
misterio, de lo inmaterial».
El
Proscrito ya pertenecía a los espíritus rebeldes. Siempre conducido por la
Sombra, presentó sus respetos a las altas jerarquías y, después, un numeroso
grupo de pajes y de hechiceras y de nigromantes y de adivinadoras lo tomaron de
las manos y le hicieron girar en corro cantando sus consignas:
—La
Salamandra se inflamará. La Ondina se retorcerá. El Vacío succionará la
Materia. La Noche absorberá la Luz. Todo pasó. Lo que ha sido no es y nunca más
será.
A
partir de esa noche, el Proscrito se convirtió en uno de los agentes más
activos de la organización y pronto se ganó la confianza y la estima de sus
superiores.
Le
encomendaron abastecer el Casillero de los Deseos Satisfechos.
Una
vez por semana, le llegaban los pedidos que los agentes tentadores habían ido
depositando en el Buzón de los Deseos. Después, descendía a la profunda Mina de
los Sueños, elegía las vetas apropiadas y cavaba sin descanso hasta desprender
la cantidad precisa. Cada mañana subía con las alforjas bien provistas de
materiales quiméricos distintos, los concretizaba y los clasificaba en el
Casillero de los Deseos Satisfechos. Cuando los mensajeros de la quietud venían
a recoger la mercancía para hacerla llegar a sus destinatarios, siempre la
encontraban a punto.
Ese
trabajo le gustaba. Le hacía parecer una especie de mago que tuviera en sus
manos la felicidad de todos los seres vivientes. Él proveía, disponía los
encargos, los revisaba, los tamizaba, los tasaba y los distribuía con
generosidad: en una casilla ponía juventud; en otra, belleza; en otra,
victoria; en otra, sabiduría; en otra, tesoros; en otra, la manera de conseguir
al ser amado; en otra, el cumplimiento de cada una de las ambiciones; en otra, el
conocimiento de las ciencias secretas..., el poder de ser invisible..., de
caminar sobre las aguas... , de ejercer dominio absoluto sobre las personas ,
de provocar desgracias a los enemigos..., de atraer a la muerte. Todos estos
dones eran de alta pureza y eficacia. En fin, que procuraba no defraudar a
nadie y satisfacer con creces cualquier deseo. Jamás arrojó ninguna petición a
la papelera de los Imposibles.
«Lo
estoy haciendo bien. Nadie devuelve los envíos, nadie se ha quejado. El libro
de reclamaciones está sin usar. Tienen que estar contentos de mí», se decía el
Proscrito disfrutando intensamente por los placeres que proporcionaba. Esto era
mejor que ser útil, era: ser necesario. Con ello se colmaban sus aspiraciones
de significar algo para los demás, aunque no se lo agradeciesen.
Al
año siguiente, en la noche de Valpurgia, el Proscrito fue felicitado
públicamente por el Príncipe de las Tinieblas. En presencia de la Asamblea, el
maestro de ceremonias leyó un comunicado con el cual se anunciaba que pronto lo
iban a elevar de categoría: de agente pasaría a ser jefe de sección.
Enseguida
se dispusieron a instruirle. En una gruta se había improvisado un aula
mágicamente. La Sombra lo condujo frente a un gráfico donde estaba el
organigrama de la Sección de Comerciales.
El
maestro de ceremonias alzó su varita. Todos los asistentes, al unísono, fueron
leyendo los rótulos: «Esta sección está construida en cadena y consta de los
eslabones siguientes:
»Sector
A: Agentes tentadores o reclamos. Estos agentes deben ser hábiles, pacientes,
oportunos y seductores. No deben entrar en acción sin contar con las debidas
garantías de que van a conseguir cerrar el trato. Hay que establecer
cuidadosamente el plan de ataque y saber acechar. El éxito es cuestión, más que
de táctica, de elegir el momento apropiado. La recomendación es que no se
empleen esfuerzos en vano. Eso equivaldría a invertir los términos: el
candidato se servirá del agente para su propio provecho, mientras que para el
agente solo significará derrota y menoscabo.»
—
¿Cómo? —preguntó el Proscrito.
—Es
muy simple —le respondió la Sombra, solícita—, cada vez que nos acercamos a
alguien para infundirle descontento lo ponemos en situación de escoger, es
decir, que solo por el hecho de decidir ya está desarrollando su libertad. Por
eso, todo aquel que se resista a nuestros reclamos no obtiene la únicamente
victoria sobre Nosotros, sino fortaleza para soportar futuros combates. Además,
Nosotros, con nuestra acción, le proponemos interrogantes y esperanzas, y si no
se le seduce como es debido puede ser que busque en otra parte y encuentre por
otros medios. Hay que ser muy hábiles para ofrecerle la solución justa de forma
que no vacile en firmar la hoja de pedidos sin pensar en las condiciones de
pago.
»Sector
B: Agentes proveedores. Deben ser minuciosos, exigentes y responsables...»,
continuó el coro. Pero el maestro de ceremonias agitó su varita. El coro calló
al instante. Naturalmente, estaban convencidos de que el Proscrito conocía esa
parte de sobra, puesto que tan satisfactoriamente se había desenvuelto en ello.
Sin embargo, el Proscrito quiso oírla de viva voz, desde el principio al fin,
pues es muy distinto hacer algo a describirlo. Y el maestro de ceremonias dio
la orden de seguir.
Efectivamente,
se dio cuenta el Proscrito de que su misión de procurar felicidad al mundo
encerraba otros propósitos: satisfacer toda ciencia, toda aspiración y todo
instinto para propiciar la inactividad y la rutina y prepararle el terreno a
los mensajeros de la quietud. Debían saber administrar las cantidades precisas
para no abrumar con lo mucho ni despertar más ansiedad con lo poco, sino que
hicieran perdurar la ilusión de lo efímero.
—Jamás
me lo dijeron —se quejó el Proscrito.
—Jamás
hay que dar la información completa —dictaminó la Sombra, con suficiencia—: dar
excesivas explicaciones no sirve de nada y complica las cosas.
—Pero
eso es embaucar —protestó el Proscrito.
—Eso
es seducir —rectificó la Sombra—: eso es seducir, que suena más incitante.
«Sector C: Mensajeros de la quietud», y prosiguió el coro: «Son los encargados
de que lo pactado se cumpla a la perfección sin que nada perturbe los espíritus
ya empeñados. Sin que nada los aflija para que no den marcha atrás. Actúan
también como anestésicos, para que se consigan los objetivos sin importarles
las causas: los daños que repercutirán en otros. Son los extirpadores de todo
arrepentimiento.
»Sector
D: Los cobradores. Son los que se encargan de hacer efectivo el pago.»
—
¡El pago! —repitió el Proscrito.
Pero
nadie reparó en él. Lo tomaron de las manos como en el año anterior y lo
hicieron girar al compás de una salmodia siniestra:
«Cuando
todo se ha conseguido, ya no cabe esperar nada. El que está plenamente
satisfecho en ese mismo instante cesará en su evolución. La vida es mutación y
cambio. La quietud es muerte. El bien es persistencia, pero el bienestar es la
negligencia que mata al espíritu. Que mata al espíritu. Que mata al
espíritu...»
El
Proscrito ya no albergaba ninguna duda. Desesperado, comprobaba que, tampoco en
esta ocasión, había hecho el bien. Todo lo que con tanto gozo había repartido
resultó ser semillas de pereza y de vanidad. Pensaba que daba, cuando en
realidad el coste que se pagaba por sus regalos era de un precio incalculable.
—Todo
lo he hecho mal —sollozó—: ¿dónde estará el bien, qué es el bien, en qué
consiste? ¿Qué puedo hacer ahora?
—Has
firmado un pacto conmigo —dijo el Príncipe de las Tinieblas—: prometiste
servirme a cambio de que yo te concediese lo que deseabas.
—Yo
deseaba ser capaz de hacer bien mi trabajo y hacer el bien a los demás. Pero no
me podía imaginar que había caído en una trampa.
—Eso
no es asunto mío —respondió el Príncipe de las Tinieblas, y el Valle del
Espanto prorrumpió en una estruendosa carcajada que el eco prolongó hasta el
confín del horizonte.
Antes
del amanecer, el Proscrito huyó horrorizado, a hurtadillas de la Sombra, sin
importarle amenazas ni sahornos ni nada de lo que le pudiera ocurrir. Querría
borrarlo todo, que no quedara en él ningún rastro del amo al que había servido,
ningún parentesco; pero la señal de Tau destacaba poderosamente en su frente.
Debía buscar algún paraje solitario y remoto para no ser delatado a las miradas
indiscretas.
Así
que caminó y caminó hasta que cayó rendido y se durmió profundamente. Entonces,
le pareció oír una voz muy, muy dulce, casi como la de un agente tentador, que
le decía:
—Nos
unimos a los demás por temor; porque no somos capaces de estar con nosotros
mismos sin enmarañarnos con preguntas y dudas.
—Apártate,
espíritu tentador —respondió el Proscrito.
—No
soy ninguna tentación, soy tu Conciencia. Yo no pretendo sacarte de tu
aislamiento para desposeerte de tus inquietudes y atolondrarte.
—
¿Qué quieres entonces de mí?
—Nada.
Estar contigo y hacerte compañía.
—
¡Pues vaya compañía! Soy torpe, inútil e incapaz de distinguir el bien del mal.
—Eso
no es cierto, puesto que ahora te lamentas por lo que has hecho, no por lo que
puedan hacerte —le recordó la Conciencia.
—De
todos modos, haga lo que haga, siempre me equivocaré. No tengo talento para
discernir las cosas.
—Lo
que llaman talento a menudo no es sino orgullo.
—
¿Y no es orgullo el haberme creído capaz de arreglar el mundo?
—Eres
un gigante y en tu naturaleza está el ayudar. No puedes evitar hacerlo.
—No
puedo soportar el equivocarme una y otra vez de este modo. Ni ser la causa de
tantos desastres.
—Tu
problema es que crees que en servir a los poderosos está la experiencia. Pero,
para conocer dónde se encuentran los verdaderos pesares y la verdadera alegría,
no hay que obedecer órdenes, sino escuchar lo que los demás sienten. Tu
problema es que crees que el bien es cumplir con lo que han convenido otros sin
preguntarse si es justo o, al menos, adecuado. Pero debes buscar la aprobación
de tu conciencia y no la de la jerarquía. La verdadera bondad es un esfuerzo
continuado y no siempre apreciable. Tu problema...
—Ya
lo sé. Mi problema es que no estoy preparado todavía para el bien, por mucho
que lo necesite y lo desee.
—Puesto
que lo sabes, ponte en marcha: empieza ya a buscarlo.
—
¿Pero adónde puedo ir?
—Prueba
a mirar en tu corazón.
—Está
marcado con la T de Tau.
—Está
marcado con la T de Tesoro. De ti depende.
Y,
a partir de entonces, tuvo el más difícil y comprometido empleo: convertir su
fuerza en fortaleza. Y la más inflexible y rigurosa dueña: su propia
responsabilidad. Pero eso lo convirtió en el soberano de sus obras y el Bien
nunca más le esquivó.
Esta
historia se la debo al niño Cristóbal Treviño a cambio de la leyenda que me
contó sobre «El casillero del Diablo». Para escribir esta historia me ha
servido de modelo Offero, que era un gigante, un príncipe destronado, según
algunos, que buscaba un señor poderoso al que servir. Le hablaron del emperador
de Roma, que era el amo del mundo, y él se puso a su disposición. Pero supo que
el emperador temía al diablo, y entonces pensó que el diablo era más poderoso
que el emperador. Se fue en busca del diablo, que lo aceptó como criado, le
puso por nombre Réprobo y lo llevó con él a todas partes. Juntos recorrieron la
tierra haciendo toda clase de fechorías. Hasta que, en una de estas
expediciones, el diablo divisó a un pobre y viejo ermitaño y, nada más verlo,
palideció y echó a correr. Réprobo le preguntó insistentemente cómo era posible
temer a un anciano, pero el diablo no se lo quiso decir. Réprobo sacó en claro
que el pobre y decrépito viejo era más poderoso que el diablo, y se fue en su
busca. Cuando se encontró con el viejo ermitaño, el viejo ermitaño le dijo que
no era él el poderoso, sino el Señor al que servía. Réprobo le rogó que le
indicara dónde vivía ese señor, pero el ermitaño le dijo que, si él estaba
preparado, sería el Señor quien fuese hasta él. Le aconsejó que rezase pues
podía encontrarlo en su corazón, pero Réprobo no sabía rezar, de modo que el
ermitaño le propuso que, en vez de buscar señores poderosos a los que servir,
primero sirviera a las personas más humildes, pues su Señor siempre andaba con
ellos. Réprobo se dedicó a pasar sobre sus hombros a los caminantes por el vado
de un profundo río sin cobrarles nada.
Sucedió
que un día llegó un niño muy pequeño y muy pobre y le pidió que lo cruzase.
Réprobo lo colocó sobre sus hombros con mucha facilidad y emprendió su marcha
por el río. A mitad del camino, el niño empezó a pesar y a pesar hasta hacerse
insoportable y las aguas empezaron a crecer y a crecer hasta rebasar la
descomunal estatura de Réprobo. El gigante pensó que se ahogaba. « ¿Cómo es que
pesas tanto?», balbució, asombrado, el gigante. « ¡Y cómo no voy a pesar, si
sostengo en mis hombros los pesares del mundo!», le respondió el niño.
Dicho
esto, el niño se bajó de los hombros del gigante y le ayudó a alcanzar la
orilla. Y Réprobo comprendió que, en lo pequeño y en lo humilde, había
encontrado por fin a su dueño.
A
partir de entonces, a Réprobo se le llamó «Cristóforo», de Cristo, que quiere
decir «El Ungido», o sea el Rey, y de Foro, que quiere decir «El Portador». Y
su búsqueda cesó, puesto que llevaba a su rey y señor dentro de sí. Y ya no
volvió a cambiar más de nombre. Quienes, como tú, se llaman Cristóbal, tenéis
un nombre que quiere decir: «Llevo conmigo a un Rey»; así es que ya lo sabes.
del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti
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