Mas allá no hay monstruos
Algo
que yo no puedo hacer es darte todo el pan que puedas tocar y ver. Pero tu
parte es esta palabra. Te doy el alimento del que yo mismo vivo.
San
Agustín
Hace
muchos, muchos años, darle un nombre a un bebé era un acto muy solemne. Se
consultaban los horóscopos y se pedía consejo a los ancianos. Cada nombre
sugerido se inscribía en una lista y se buscaba su significado en los
diccionarios etimológicos. Los diccionarios etimológicos son como exploradores
que rastrean las palabras hasta dar con sus orígenes. Se consideraba necesario
saber, cuando se llama a alguien, qué se le estaba llamando exactamente.
Cuando
nació la princesa de esta historia y fueron a inscribirla en el registro real,
la reina sorprendió a todo el palacio diciendo que quería llamarla con un
nombre que, en su idioma, significa Poema.
—¿Qué
nombre, Majestad? —dijo el escribano respetuosamente, pues le parecía no haber
oído bien.
—Poema
—repitió la reina.
—¿Estás
segura? —quiso cerciorarse el rey, que, después de largas horas con sus
ministros, le había asignado un nombre bien diferente.
—Sí
—aseguró la reina—. Un poema transforma la manera de ver el mundo. A partir del
nacimiento de esta niña todos los momentos de mi vida estarán señalados por la
felicidad o por la preocupación a causa de sus alegrías y sus problemas, y nada
volverá a ser igual pues me he convertido en su madre.
En
eso la reina llevaba razón y todos los que tenían hijos así lo comprendieron y
desde entonces la princesa se llamó Poema.
La
princesa Poema era una niña tremendamente alegre. Siempre estaba inventándose
juegos. Sus juguetes favoritos eran las palabras; con ellas no se aburría
jamás. Les probaba olores, sabores, colores como si fuesen vestidos, tratando
de averiguar cuáles les favorecían.
Se
pasaba las horas muertas preguntándose: ¿a qué huele «mariposa»?, ¿y
«púrpura»?, ¿y «estrella»?; ¿a qué huele «nube»?, ¿a qué huele «tristeza»?,
¿qué color tiene «ayer» o «dulzura» o «mamá»?
También
se empeñó en jugar a los desafíos. Enfrentaba nombres con adjetivos a ver qué
pasaba. Lo más normal era que los participantes estuviesen tan igualados que la
prueba terminaba en empate; bueno, peor que empate; es decir que entre « rosa»
y «blanca», por ejemplo, el que resultase «blanca-rosa», o «rosa-blanca», daba
lo mismo. Llegó incluso a sospechar que entre la mayoría de los nombres y
adjetivos hay una especie de pacto según el cual se adelantaban el uno al otro
por turno y así ninguno se enfadaba. Eso era como tener la partida amañada de
antemano, lo que, además de tramposo no es nada emocionante.
«Quizás
este juego no ha sido buena idea», pensaba la princesa Poema, decepcionada
sobre todo porque no siempre el reto se producía. A veces, porque eran entre
ellos tan incompatibles que ni siquiera merecía la pena intentarlo. ¿Qué objeto
tenía que «madera» compitiese con «cristalina» o «agua» con «escarpada»?. Otras
veces era porque, ante la superioridad de ciertos nombres, ciertos adjetivos
estaban de más.
—¿Con
qué se puede calificar «cielo»? —preguntaba la princesa Poema.
—Con
«azul» —le respondían invariablemente.
—No,
no vale —se impacientaba ella—: Si dices «ojos del color del cielo», todo el
mundo sabe que son azules. ¿Y «miel»?, ¿con qué compararíamos a «miel»?
—continuaba indagando.
—Con
«dulce » —le decían.
—Tampoco
sirve. Dentro de «miel» ya está «dulce». «Miel» puede prescindir de «dulce» y,
sin embargo, seguir significando «dulce». Pero «dulce», si no fuera acompañada
de «miel», no tendría por qué referirse a «miel».
—¡Qué
lío! —Se desconcertaba la gente—, ¿pero para qué te mareas la cabeza con esas
bobadas?
—¿Y
«escarcha»? —seguía preguntando Poema.
—Con
«fría».
—No,
no —se decepcionaba la princesa—. Llamar fría a la escarcha no es calificarla,
es no tener imaginación.
—¡Y
a ti qué más te da! —se extrañaba la gente.
Pero
a la princesa Poema eso le hacía cavilar mucho y esforzarse por juntar montones
y montones de palabras para examinar las correspondencias que había entre
ellas. Observó entonces que del orden de las palabras dependía que su corazón
se tambalease de entusiasmo o de desasosiego. Y es que en las palabras, como en
el billar, las carambolas son posibles según la colocación.
Por
eso se aficionó a agrupar palabras y se maravillaba al comprobar que si las
disponía de una manera sonaban distinto a si las disponía de otra, como si
fuesen palabras diferentes. A veces encajaban todas muy bien y, al
pronunciarlas, parecía que se moviesen como si estuvieran bailando. Sin
embargo, había algunas quizás bonitas en sí mismas que, las pusiese donde las
pusiese, le desbarataban todo el efecto. No entendía el porqué, verdaderamente
era algo muy misterioso, pero se acostumbró a apreciar por igual tanto la
palabra que se sacrificaba como la que permanecía: hay palabras que deben
silenciarse para que resalten las otras. No, no era cuestión de ganar o perder,
esa había sido su equivocación: buscar el triunfo de una sola palabra en vez de
conseguir la armonía entre varias.
La
princesa Poema regalaba sus juegos de palabras a los demás. Del que más orgullosa
estuvo durante mucho tiempo fue de esta retahíla: Rata-Reta-Rita-Rota-Ruta,
porque es muy difícil encontrar cinco palabras con una sola letra distinta y
que tengan significado las cinco; cualquiera puede comprobarlo.
Mata-Meta-Mita-Mota-Muta podría servir, lo que pasa es que «mita» es una
palabra quechua y eso no lo sabe todo el mundo, y la princesa Poema ni siquiera
sospechaba que existiese un imperio muy lejano que se llamaría Perú.
Los
mapas de entonces terminaban al norte en un lugar llamado Finisterre, que
quiere decir Fin de la Tierra y al sur con las columnas de Hércules con esta
advertencia: «No más allá». «Más allá hay monstruos», era la pavorosa
inscripción que bordeaba cada frontera. Se desconfiaba de todo lo que se
desconocía. Había vigías permanentes en las costas para controlar las
intenciones de los barcos que se acercaban y los puentes estaban custodiados.
Hasta las ciudades se cerraban con llave.
Pero
volviendo a la princesa Poema y a sus juegos y a sus regalos tan raros: ella
era más bien una niña solitaria pues, aunque siempre estaba dispuesta a
compartir sus inventos y a que los demás le ayudaran a descubrir nuevas
posibilidades, no todo el mundo encontraba divertidas sus propuestas.
Convencida
de que entre las palabras no funcionaban competiciones ni torneos, se aplicó a
sus sorprendentes e imprevisibles combinaciones. Por ejemplo, entre la palabra
«verde» y la palabra «luna»; si «luna» precedía a «verde», o sea: «luna-verde»,
sonaba a disparate, pero si se adelantaba: «verde», lo de «verde-luna» parecía
auténtico y verdadero, como si siempre hubiera sido así y fuera impensable que
pudiera ser de otra manera.
Este
nuevo juego le encantaba.
—¿A
que no sabes una cosa? —Decía de repente a alguien—: no es igual «plata-rápida»
que «rápida-plata».
—No
sé... a mí me da lo mismo.
—No,
no da lo mismo. «Plata-rápida» suena a «plata fácil de conseguir», y plata no
deja de significar plata. O dinero, como mucho. En cualquier caso, es plata que
viene. Pero «rápida-plata» es plata que huye y plata puede ser torrente o
mercurio o pez o guadaña o espuela... incluso rayo. ¿No te gusta más
«rápida-plata»?
—Yo
prefiero la plata, sea o no en moneda, en mano que cien estrellas volando.
—¡Es
verdad! ¡ «Rápida-plata» puede ser también un cometa! Gracias por la sugerencia
—decía la princesa, contentísima—. ¿Quieres que te regale un acertijo a cambio?
—Bueno.
Esa
era, más o menos, la respuesta común pero lo que significaba podía expresarse
literalmente así: «¡Cómo se nota que no tienes más preocupación que la de emplear
vanamente tu ociosidad!».
—¿Mejor
un trabalenguas? —insistía la princesa, deseosa de ofrecer algo que despertase
más entusiasmo.
—Lo
que sea estará bien.
—¿Y
un retruécano? —añadía la princesa cortésmente.
La
gente aceptaba esos obsequios espontáneos sin tomarlos muy en serio. Nadie toma
en serio lo que no le supone un provecho inmediato, pues enseguida piensa que
no le sirve para nada, y lo que no sirve, no tiene valor alguno. Sin embargo,
casi sin darse cuenta, mucha gente empezó a preguntarse cosas como: ¿a qué sabe
«espada»?, ¿a qué huele «amigo»?, ¿de qué color es el trino del jilguero?, ¿por
qué no es lo mismo «hombre menudo» que «menudo hombre», ni «cierta noticia» que
«noticia cierta»? Desde luego, la reina había acertado en una cosa: la presencia
de Poema todo lo cambiaba y todo lo invadía.
Sucedió
que la princesa se puso muy enferma. Poco a poco se fue volviendo blanca, casi
translúcida. Parecía que la sangre se le había escapado del cuerpo. Hasta las
palabras la habían abandonado.
Sus
padres, muy afligidos, buscaban el remedio hasta debajo de las piedras.
Publicaron bandos ofreciendo recompensas enormes a cambio de un poco de
esperanza. Cada día acudían a palacio físicos con fórmulas, charlatanes con
ensalmos, pillos con triquiñuelas, curanderas con ungüentos, hechiceras con
sortilegios y personas misericordiosas con plegarias. A todos se les atendía
por igual, pero la princesa Poema se iba debilitando cada día: parecía una flor
de cera.
Unos
le recomendaban baños fríos, otros paños calientes; este le prescribía
alimentos para fortalecerla; aquella, ayuno para purgarla. Alguien decía que
sol, otro que la oscuridad; una que la inmovilidad, otro que el ejercicio.
Algunos aseguraban que, de tanto pensar, se le había derretido el cerebro y le
recetaban toda clase de sesos comestibles, desde los de cordero hasta los de
las nueces. Otros decían que la había poseído el demonio y recurrían incluso a
los medios más violentos para arrancárselo, para obligar al cuerpo de la
princesa a expulsarlo de sí. Muchos sostenían que el Ángel de la Muerte la
reclamaba para su imperio subterráneo y procuraban, mediante sacrificios,
ruegos y promesas, conseguir ahuyentarlo o sobornarlo o engañarlo o conmoverlo.
—Quemad
constantemente alrededor del lecho de la princesa Poema hojas del árbol de la
Vida —aconsejaba el sabio mayor— ; el humo será como un muro poderoso que la
protegerá del Ángel de la Muerte.
—Prometedle
al Ángel de la Muerte que, de ahora en adelante, la princesa se consagrará a su
servicio —recomendaba el ministro plenipotenciario.
—Que
los orfebres fundan en oro y piedras preciosas una imagen perfecta de la
princesa, vestidla con sus más ricas galas y rogadle al Ángel de Muerte que se
la quede a cambio —sugería el tesorero real.
—Cortadle
los cabellos de raíz, pero volved luego a colocarlos en su sitio; así, cuando
venga a arrebatarla el Ángel de la Muerte, únicamente se llevará sus trenzas
—discurría la gran sacerdotisa.
La
princesa Poema se sometía a toda clase de pruebas y de desvaríos sin ningún
interés en curarse y sin voluntad para resistirse. Lo cierto es que entre todos
la estaban torturando sin procurarle alivio alguno.
—¿Cómo
puede ser —se angustiaba la reina viéndola consumirse día a día— que mi Poema,
que ha tomado forma en mis entrañas, que pertenece a lo más profundo de mi
corazón, se me escape así de las manos?
—Solamente
nos queda intentar una cosa —dijo por fin el rey—. Sabes que solamente nos
queda una cosa.
—Sí,
por favor —suplicó la reina—. No tenemos ya nada que perder, pero eso no
significa que lo demos todo por perdido.
—Entonces,
sea —decidió el rey.
Y
desde aquel momento todo se dispuso para que la princesa Poema partiera a
tierras enemigas, pues no es imposible ningún milagro ni ningún precio
demasiado costoso ni ningún peligro demasiado temible ni ninguna empresa lo
suficientemente arriesgada para los soñadores o los desesperados. Y desde
luego, las emociones no saben calcular.
A
la mañana siguiente, al par que el sol, salió del palacio la princesa Poema en
una carroza blindada y escoltada por un destacamento de soldados. A duras penas
la comitiva consiguió abrirse paso hasta las murallas de la ciudadela e
incluso, en más de una ocasión, la carroza estuvo a punto de volcar, pues todo
el mundo quería despedirse de la princesa.
Por
fin la carroza se detuvo frente a las puertas que eran enormes por altas, por
largas y por anchas. Entonces, el rey y la reina se acercaron al capitán de la
expedición para hacerle las últimas recomendaciones y cerciorarse de que no
olvidaría ningún encargo.
A
pesar de la muchedumbre congregada, reinaba un silencio tan absoluto que podían
sentirse las lagrimas deslizándose por cada par de mejillas. Hasta las palomas
mensajeras dejaron de arrullar dentro de la jaula que las transportaba.
—Te
confiamos lo más querido que tenemos —dijeron el rey y la reina—. Protégela.
Complácela y haz lo que ella te pida, es lo que más firmemente te ordenamos.
En
realidad hubieran querido decir: «Por encima de todo, tráenosla pronto sana y
salva», pero el rey y la reina conocían los límites de su poder. Luego se
dirigieron a la carroza para bendecir a la princesa y darle muchos besos y
susurrarle palabras de cariño y de ánimo. El aparentar serenidad les suponía un
gran esfuerzo, pues no sabían cuánto tiempo pasaría hasta que la volvieran a
ver –si es que volvían a verla alguna vez– y estaban desconsolados.
—Escríbenos
—pidieron el rey y la reina a la princesa—. Mándanos de cuando en cuando una
paloma. No nos dejes demasiado tiempo sin tus noticias.
En
esa súplica había mucho dolor, pues ni el rey ni la reina podían prometerle a
la princesa correspondencia alguna por su parte, puesto que las palomas
mensajeras son incapaces de ir a donde nunca han ido: solamente saben volver a
casa.
Fueron
unos minutos densos como siglos pero veloces como un relámpago. Era difícil la
separación pero era preciso ponerse en marcha enseguida. El rey dio la orden y
los cerrojos se descorrieron chirriando, se desatrancaron las puertas y se
abrieron pesadamente, girando sobre sus goznes. El paisaje de abril relumbró
sobre el camino empedrado y el cortejo, solemnemente, se adentró en él.
Las
puertas de la ciudadela volvieron a cerrarse con un siniestro estruendo y la
muchedumbre subió a las almenas de las murallas para ver cómo los soldados,
cercando estrechamente la carroza, se alejaban y se empequeñecían hasta que los
engullía el horizonte. Nadie se movió hasta que desapareció la última nube de
polvo tras el último caballo, y entonces todos los corazones se sintieron
atenazados por los garfios del pánico y algunos cayeron desfallecidos. La
leyenda de los mapas se dibujaba con nitidez en la imaginación de la gente:
«Más allá hay monstruos». Por eso sabían que detrás de la línea del horizonte
acechaban terrores inauditos: feroces bestias, gigantescas plantas carnívoras,
criaturas informes, hombres perversos y mujeres maléficas, entregados a toda
clase de vicios y de crímenes. Eso era lo que siempre se les había dicho. Pero
también se decía que en lo más recóndito de esas tierras salvajes había un
manantial prodigioso. Ojalá fuera cierto. Ojalá la princesa Poema, defendida
por sus fieles guerreros, pudiera adentrarse en el espanto y llegar hasta sus
aguas milagrosas. Y curarse. Y regresar.
El
cortejo, mientras tanto, avanzaba a buen paso por la campiña que, como aún estaba
mojada de rocío, parecía envuelta en un papel de celofán transparente.
—Princesa
—dijo uno de los soldados—, ¿no ves cómo sobresalen los lirios silvestres entre
la hierba?
—Son
morados y brillan como amatistas —añadió su compañero, apartándose para no
estorbarle a la Princesa la visión.
—Están
rayado de amarillo —intervino un tercero—, como por vetas de azufre.
—Parecen
lanzas —reflexionó el capitán.
—Tienen
bucles como cuchillas de alabardas —porfió el alférez.
—Están
curvados como medias lunas— puntualizó el tambor mayor.
—Sin
embargo, son suaves como lenguas de fuego, como llamas azules de gas —dijo el
portaestandarte.
—¡Como
la barba de los gallos! —concluyó el cochero deteniendo el carruaje.
Pero
la princesa no mostró interés alguno. Ni siquiera cuando, por orden del
capitán, se destacaron dos soldados en avanzadilla para cortar una brazada de
lirios y adornar con ellas la carroza.
Eran
muy hermosos los lirios que le trajeron. La princesa Poema tomó uno de ellos,
frío aún por el amanecer, y lo contempló largamente. Pero las palabras
«amatista», «azufre», «alabarda», «luna», «lengua», «llama», «barba de gallo»…
rebotaban contra la flor sin adherírsele, sin representarse, sin reflejar el
temblor de las joyas, las venas de la tierra, las picas, las hoces de la luna,
las llamas –rojas o azules– caracoleando, el chillido del gallo rasgando la
sombras... Ninguna palabra convertía al lirio en significado o en emblema. Como
si el lirio estuviese mudo y vacío. Como si no fuese un lirio siquiera.
Al
terminar el día, el capitán le tendió pluma y papel a la princesa, pero ella no
acertó a escribir nada. Ni su nombre.
—Pon
al menos la fecha —la animó el capitán, por si acaso la ayudaba a arrancarse.
Pero
qué va.
—¿No
sabes qué día es? ¿Quieres que escriba yo? A ver, dime —siguió insistiendo.
Y
nada. Entonces el capitán no tuvo más remedio que hacerse cargo y puso en el
papel: «Sin novedad». Ese fue el mensaje que enrolló en la pata derecha de la
paloma. Y la soltó. Al menos consiguió que, antes de echarla a volar, la
princesa le diera un beso en cada ala.
Hasta
tres palomas regresaron al palacio en los días siguientes llevando la misma
noticia: «Sin novedad». Pero el cuarto día fue un día distinto. El campo estaba
igual de verde, los lirios aparecían en igual proporción, continuaba el río
abriéndose paso entre las piedras para seguir paralelamente el sendero y los
árboles superponiendo sus sombras, pero, bajo la maraña de la hierba, de un
lirio a otro, entre una onda y otra del río, justo en el punto donde la rama de
un castaño se entrelazaba con la rama de otro castaño, serpenteaba el trazo
invisible de la línea de demarcación. Las mariposas, las libélulas, los
mosquitos, las nubes, la brisa, el olor húmedo del polen, el croar de las
ranas, también cruzaron con ellos la frontera. Seguían siendo los mismos a un
lado y a otro de la frontera. Sin embargo, había algo diferente; era solamente
una cosa pero que le daba un vuelco a todo para que, aunque todo pareciese
igual, dejara de corresponderse con lo de siempre: al traspasar la frontera,
automáticamente, ellos se transformaron en intrusos, en enemigos, en extraños.
Estaban en los márgenes de lo decretado, en la perturbación de la norma, en el
escándalo de las rutinas, en el blanco de los disparos, en la captura de los guardianes.
Ellos ya no eran ni ciudadanos ni dueños; eran los monstruos que venían del
otro lado, de las tierras temibles, impías y bárbaras. Ellos ahora eran el
peligro desconocido.
El
alegre trote de los caballos y el despreocupado rodar del carruaje aminoraron
la marcha, cesaron las conversaciones, las melodías silbadas, las bromas y las
voces de mando. El esplendor del cortejo se replegó bajo un caparazón de
cautela. Los escudos se apretaron unos contra otros formando una compacta
fortaleza erizada de picas, una piña impenetrable que avanzaba bajo el amable
sol de abril. De un momento a otro podrían ser divisados por cualquier vigía,
apresados por alguna patrulla, sorprendidos por cualquier ataque. Todos sus
sentidos estaban alerta y sus músculos en tensión. Una máscara de gravedad cayó
sobre cada rostro, se afilaron las miradas y se agudizaron los oídos. De
pronto, el entrechocar de los escudos, las bisagras de las armaduras y los
cascos de la caballería produjeron un estrépito insoportable y el carruaje se
paró bruscamente. La princesa Poema, pese a su apatía, a su entendimiento
dormido y a sus sentimientos acorazados, percibió esa conmoción.
Estaban
a la vista de la ciudadela que siempre había sido su enemiga, a un tiro de
flecha de la muralla. Entonces la princesa Poema, incorporándose sobre sus
mullidos almohadones, ordenó:
—¡Rendid
armas!
—¡Princesa!
—exclamó el capitán, pero como había prometido obedecerla no le quedó otro
remedio.
Desde
las atalayas, los guardianes de la ciudadela observaron cómo un escuadrón de
soldados enemigos se detenía respetuoso e inclinaban sus lanzas en homenaje.
Atónitos, bajaron los arcos, pero no devolvieron las flechas al carcaj porque
desconfiaban.
La
princesa pidió que plegaran la capota del carruaje, y alzándose majestuosamente,
se dirigió de nuevo al capitán:
—Ordena
a tus hombres que se despojen de sus armas y armaduras y las dejen aquí.
—¡Princesa!
—volvió a exclamar el capitán, escandalizado.
Desarmarse
es como darse por vencido y otorgarle toda la potestad al contrario; por lo
visto eso resulta muy humillante, pero más humillante, más cobarde, le
resultaba a la princesa Poema no poder adentrarse, deslumbrarse, absorberse de
lo desconocido, a causa de tantas precauciones. No quería armas que la
defendieran, pues estaba dispuesta a conocer; tampoco necesitaba arrebatar
armas, pues no tenía miedo a pedir.
Una
vez amontonadas las armas como una hoguera restallante, prosiguió la princesa
Poema:
—Ordena
que toquen a retirada.
—¡Princesa!
—exclamó el capitán, desesperado.
El
capitán sabía, y así se lo expuso humildemente a la princesa, que si la
expedición la abandonaba no podía presentarse impunemente ante los reyes. Ni
él, personalmente, podría encontrar reposo en ningún sitio si faltaba a su
deber de custodiarla.
—Tu
principal deber es el de obedecerme —le recordó la princesa Poema—: lo juraste.
—¡Princesa...!
—exclamó una vez más el capitán, pero como si dijera «¡vaya encerrona!», pues
se sintió atrapado en un dilema atroz.
La
princesa Poema se mantuvo firme y los soldados retornaron silenciosos a sus
caballos, aguantándose las ganas de llorar. No sabían si era más noble quedarse
y desobedecerla o acceder a sus deseos y entregarla indefensa a los peligros, y
no soportaban ser desleales ni a lo que les dictaban sus corazones ni a lo que
habían prometido sus palabras. La princesa Poema comprendió el conflicto en que
se hallaban los soldados y entonces escogió una paloma, la más veloz, para que
los precediera y los exculpara.
«A
los reyes. Padre y madre míos: certifico que el capitán, a cuya custodia me
encomendasteis, no conoce otra voluntad que la del deber ni más sentimiento que
el de la lealtad. Con su ejemplo, ha adiestrado a sus hombres en la obediencia
a ciegas y en la única decisión de cumplir órdenes sin vacilaciones ni dudas.
Por tanto, fiel a su juramento de complacerme en todo, vuelve con la escolta
según mis deseos, para que lo recompenséis por lo heroicamente que ha cumplido
su cometido más allá de los consejos de su generoso corazón...»
La
princesa Poema, antes de atar el mensaje a la pata coral de la paloma, lo leyó
en voz alta para tranquilizarlos. Sin embargo, no era el miedo a las posibles
represalias lo que aguijoneaba a los guerreros impidiéndoles marcharse en paz;
era que, por primera vez en sus vidas, estaban buscando razones para
convencerse de que se sentían seguros por no tener que elegir. «El que obedece
no se equivoca», les habían enseñado. «¿El que obedece no se equivoca?», se
repetía ahora en un lugar desconocido hasta ahora de sus mentes. «¿Y qué es la
obediencia y qué es la equivocación?»
Al
final, la disciplina se impuso y la escolta saludó a la princesa, giró media
vuelta y avanzó hacia la frontera con las manos bien firmes en las bridas. Los
soldados iban cantando himnos para no distraerse con vanos y descorazonadores
interrogantes. Solo el cochero, que al no tener montura iba rezagado, se detuvo
un instante y volvió atrás la cabeza: la carroza era como un cesto de lirios
silvestres y, erguida sobre ellos, con el vestido ondeando como la blanca
melena de un caballo al galope, la princesa Poema esperaba. Y esta fue la
última imagen de la princesa Poema tal como el cochero se la describió a los
reyes, para que la depositaran cuidadosamente entre los pliegues de su
desconsuelo.
Y
siguieron sucediéndose los días con sus zozobras y esperanzas tanto si se
fiaban de los presentimientos como si desconfiaban de ellos. Y siguieron
sucediéndose las noches en vela, pendientes de encontrar en los pronósticos
imparciales de los astros motivos ya fueran de ánimo o de congoja. Ni a la
calma ni a la resignación les estaba permitido obtener ningún momento para
posarse.
Día
y noche se turnaban los vigías atisbando en la línea del horizonte, en el vuelo
de las palomas o en el retumbar de la tierra, el anuncio de alguna embajada. En
los confines de reino aguardaba incesante una escolta de honor cuyo capitán
detenía a aquellos que cruzaban la frontera. A quienes venían se les sometía a
un exhaustivo interrogatorio en busca de noticias y a quienes se marchaban se
les importunaba con ruegos y mensajes.
Así
transcurrió lo que quedaba la primavera, Y el verano. Y el otoño. Y el
invierno. Así empezó otro año su declive.
En
el reino, sin la princesa Poema faltaba esa sorpresa que atrae la atención
hacia la magia de lo cotidiano, esos juegos instantáneos como chisporroteos de
bengalas que, aunque no son aún poesía, ayudan a intuir el secreto de las
cosas. Y el reino fue sumiéndose en algo más terrible que la supresión de las
palabras, pues no era el silencio lo que se había instalado en ellos, sino la
imposibilidad de representar lo que no puede expresarse.
Y
llegó nuevamente abril y el año estaba por cumplirse. Poco a poco la luz del
día iba intensificándose, avivando la incertidumbre. El corazón de rey y la
reina estaban tan alborotados por la desesperación que, cuando todo el reino se
sacudió por el galope que se aproximaba, no lo oyeron. O mejor, no lo
identificaron. Pensaban que era el insoportable golpeteo de la angustia, pero
el galope era de alegría.
Los
vigías distinguieron enseguida al jinete que se acercaba a tanta velocidad:
¡Era la princesa Poema! Rápidamente se abrieron las puertas de la ciudadela, se
izaron las banderas en la torre del homenaje y se avisó a los reyes.
La
princesa entró en la ciudadela entre vítores, redobles de tambores y cabriolas
de niños y niñas cubiertos de cascabeles. De cada balcón colgaban guirnaldas de
bienvenida y se lanzaron cohetes aunque, como ya era de día, no lucieron nada,
pero todos estaban muy contentos.
El
rey y la reina se precipitaron escaleras abajo y, sin cuidarse en absoluto del
protocolo, apenas dejaron que descabalgase la princesa: la tomaron en volandas
y la abrazaron los dos a la vez.
—¿Cómo
es que vienes sola? —indagó el rey cuando se recuperó de la emoción.
—Había
una guardia de honor esperándote —añadió la reina.
—Para
volver a casa no hay caballo más rápido que el deseo de regresar —respondió la
princesa Poema.
Al
día siguiente sometieron a la princesa Poema a un riguroso examen médico.
Estaba rebosante de salud, había recuperado las palabras antiguas, había
aprendido otras muchas y los doctores, aunque reticentes en admitir prodigios,
firmaron el alta por unanimidad.
—¡Qué
bien! ¡Ya podemos volver a jugar!—dijo su dama de honor al saber la noticia.
—Tienes
que enseñarnos otra vez —le pidieron, ilusionadas, sus camareras—: hemos
perdido práctica.
Pero
para la princesa Poema el lenguaje ya no era un simple pasatiempo con el que
entretener el tiempo vacío, ni un cautivarse con la elegancia de su melodía
hasta flotar en el aire, ni un ensayar con la belleza de sus palabras efectos
asombrosos: era penetrar en la conciencia de sus signos, pero no sabía cómo
hacerlo. Aun cuando sus experiencias le habían proporcionado herramientas
valiosas, desconocía las instrucciones de uso. Ni siquiera con las palabras de
su idioma familiar encontraba la ruta correcta. Cruzaba palabras con los demás
pero no lograba alcanzar un acuerdo.
—Princesa,
¿es cierto que esos monstruos salvajes roban a los niños y se los comen crudos?
—Eso
mismo se dice de nosotros entre ellos.
—¡Qué
ignorantes! ¿Y tú qué les contestabas...?
—Pues
que eso mismo se decía de ellos entre nosotros. Entonces ellos me respondían
qué cómo podíamos saberlo y yo que del mismo modo que lo sabían ellos... y así
una y otra vez.
—No
sé cómo te dejaste enredar. Yo no les hubiera dejado abrir la boca sin
romperles los dientes.
—A
más de uno le hubiera agradado hacerme una cosa por el estilo en vez de
escucharme.
—¡Qué
bestias! Son unos monstruos.
—Pero
me escucharon.
—Princesa,
habrás sufrido mucho entre esos malvados.
—Me
cuidaron muy bien, los médicos dicen que estoy absolutamente curada.
—¿Vas
a decir que esos infieles son más sabios que nuestros sabios?
—No,
no son infieles. No debemos llamarlos así.
—Es
que lo son. No adoran al dios verdadero.
—No
adoran a nuestro dios verdadero, pero al suyo bien que lo honran.
—Son
nuestros enemigos y debemos exterminarlos.
—Ponte
que ellos pensasen lo mismo. Entre unos y otros acabaríamos con la humanidad.
—Nosotros
ganaríamos la guerra.
—Ganar
la guerra significa «merecer la enemistad».
—Dios
está de nuestra parte.
—En
los campos de batalla unos combaten con espadas en forma de cruz y otros con
cimitarras como medias lunas. Eso no quiere decir nada: cada bando tiene sus
mártires y sus asesinos.
—Contigo
no se puede hablar.
Eso
mismo pensaba la princesa Poema. Cuanto más quería entender, más se apartaba de
la gente.
—Princesa,
debes tener más prudencia. No se puede escuchar por igual a la verdad y al
error.
—Yo
no quiero escuchar ni a la verdad ni al error. Yo quiero escuchar a las
personas.
—Pues
vas lista si haces caso a todo el mundo, porque cada uno te dirá una cosa
distinta.
—Pero
es la única manera de llegar a una conclusión.
—La
conclusión es que las cosas son como son y basta.
La
princesa Poema insistía:
—Si
en la oscuridad se pierden cinco personas y una dice que se ha topado con una
serpiente, otra que con un sable, una tercera que con un muro, la cuarta que
con el tronco de un árbol y la quinta que con una cuerda, ninguna ha mentido,
pero las cinco estaban equivocadas. Hasta que no conozcan toda la información
no sabrán que están ante un elefante.
—No
quieras saberlo todo. Eso no te puede acarrear nada más que disgustos y
quebraderos de cabeza.
Es
cierto que atender con interés calma todas las versiones para averiguar lo que
nos conviene y lo que no, y extraer de ello una opinión propia es una lección
muy dura de aprender. La princesa Poema estaba confusa porque no podía hacerse
con las palabras que pudieran ayudarle a expresarse y la gente estaba
defraudada y recelosa. No les gustaba que hubiera cambiado.
—Es
imposible entenderse con ella —se quejaban.
—Ya
no piensa razonablemente.
—Seguro
que le han lavado el cerebro.
—Deberíamos
observarla.
Y
desde ese momento, todos los movimientos de la princesa Poema estuvieron
consignados por los espías. Ella, ajena a esa conjura, iba todas las tardes a
las mazmorras reales. Allí permanecían prisioneros soldados enemigos o
peregrinos sin salvoconductos. La princesa Poema los miraba largamente para ver
si encontraba en ellos la palabra necesaria para persuadir y convencer.
—No
sois monstruos —les decía en la propia lengua de ellos—, ¿cómo nadie se da
cuenta? No somos monstruos, ¿acaso lo notáis? No somos peores que el peor de
los vuestros ni el mejor de vosotros es mejor que el mejor de nosotros. ¿Por
qué nos tememos? ¿Por qué nos odiamos? ¿Por qué no podemos entendernos?
Poco
a poco la princesa Poema iba haciendo progresos en el idioma de los
prisioneros, al par que los prisioneros iban aprendiendo el idioma de ella. Y
eso significaba que empezaban a comprenderse, es decir: a recibir los reflejos
unos de otros para que fueran incorporados en sus corazones.
—Deberíamos
avisar a la reina —concluyeron los consejeros reales una vez que estudiaron los
informes de los espías.
Estaban
espantados. Y eso hicieron.
—Hija
—se lamentó la reina—, me han dicho que te degradas hablando la lengua atroz de
esa chusma y prestando oídos a sus insidias, ¿es cierto eso?
—Según.
Yo no veo degradación en mi conducta. Únicamente la circunstancia de que sean
nuestros prisioneros es lo que te da derecho a considerar así el asunto.
—¿Te
parece poco que estén en la cárcel?
—Me
parece que ellos también tienen derecho a considerarnos sus carceleros, sus
opresores y sus tiranos.
—No
hacemos sino cumplir con la ley, ¿o es que ya no crees en la justicia?
—La
justicia es algo misterioso. Yo no quiero juzgarlos, quiero conocerlos.
—Son
enemigos.
—Son
extranjeros. Como lo fui yo entre ellos, mamá. Como según parece también lo soy
aquí, entre mi pueblo.
—Las
reglas del juego son así. Perdieron, eso es todo.
—Pero
si ellos hubiesen sido los vencedores, estaríamos nosotros en sus cárceles,
¿cierto?
—Cierto.
—Y
el rey y la reina serían reos de muerte, ¿cierto?
—Cierto.
—¿Y
sería justo que por eso nos transformáramos en despreciables?, ¿o es que la
dignidad de las personas depende del número de tropas o de la elección de
estrategia por parte de su Estado Mayor?
—¡Hija!
—sollozó la madre, desesperada.
—La
lengua que habla esa chusma, como tú los llamas, es su lengua materna. Y no es
menos sagrada que la que me enseñaste tú.
La
princesa Poema continuó con sus visitas. Cada día se esforzaba en llevarles
algo que ellos pudiesen necesitar. Conseguir adivinarlo era su tarea diaria.
Los espías la veían al atardecer correr hacia las mazmorras con el rostro
encendido de alegría y el delantal misteriosamente henchido.
—Decididamente,
la princesa Poema es una renegada y una traidora. Tenemos que rendirnos ante lo
evidente y obrar en consecuencia: denunciarla al rey.
—Señor
—dijeron los consejeros al rey—, sabemos que la princesa Poema emplea las
provisiones destinadas a nuestras viudas y a nuestros huérfanos en beneficio de
los prisioneros.
Esa
misma tarde la detuvieron cuando iba a su visita diaria y la condujeron ante el
rey. El salón del trono ofrecía un aspecto imponente. Allí estaban los nobles
caballeros, los altos mandatarios, las damas principales y los consejeros del
reino.
El
rey, con voz firme, le ordenó que se acercara:
—Se
te acusa de que desvalijas las despensas reales para proveer a nuestros
enemigos.
—Señor,
lo único que necesitan son palabras para decir por ellos mismos lo que jamás
nadie ha podido decir por nadie. Os aseguro que de esas palabras se sufre un
hambre más terrible que el hambre de pan.
—¿Qué
llevas entonces en el regazo? Enséñamelo —pidió el rey.
—Solamente
es una rosa, señor— respondió la princesa Poema.
Un
murmullo de incredulidad recorrió la sala.
—Dámela
—dijo el rey—: la luciré junto a mi cetro para acallar las habladurías. Las
damas y los caballeros son testigos.
—Es
la Rosa de la Poesía. No puedo consentir que la exhibas como adorno ni que la
asocies a tu vara de mando, papá.
Gritos
de indignación recorrieron los estrados. El maestro de ceremonias la golpeó con
su pértiga:
—¡Insolente!
¡Arrodíllate ante el rey!
El
rey tenía los ojos brillantes, incapaz de contener su pena.
—Hija
mía, ¿por qué no quieres desmentir a tus calumniadores?
—Pues
porque la mentirosa es ella. Ninguna rosa abulta tanto —exclamó una voz
anónima.
—¡Eso!
—Coreó la multitud—. ¡Hay que arrebatársela!
—¡Deteneos!
—ordenó el rey, pero no pudo hacerse oír.
Todos
se precipitaron contra ella como aves rapaces: la derribaron, la golpearon,
rasgaron sus vestidos... y efectivamente de su delantal surgió una rosa: La
Rosa de los Vientos, con todas las direcciones desde las que se pueden mirar
las cosas, pues la realidad no tiene una única manera de mostrarse. Y todos se
apartaron, confundidos.
El
rey pudo entonces acercarse a Poema, la alzó, la consoló y respetuosamente le devolvió
la Rosa para que la siguiera apretando contra su pecho.
—Hija
—le dijo el rey con ternura—, estoy orgulloso de ti como padre, pero como
soberano obligado a gobernar entre las más contradictorias opiniones, tengo
algo que pedirte.
Poema
lo miró confiada.
—Quiero
que tu Rosa sea patrimonio de todos, que esté expuesta en las torres, en los
cruces de caminos, en los estandartes del reino y en el centro de los hogares,
como enseñanza de que, por muy opuestas que sean las direcciones, siempre hay
un centro de verdad en donde converger.
—Gracias,
papá —dijo Poema, ofreciéndole la Rosa de la Poesía.
Poesía,
según el diccionario, quiere decir «fuerza de invención, fogoso arrebato,
sorprendente imaginación y osadía...». Por eso, no se debe temer alterar la razón
para que se exprese lo intuido, ni penetrar más allá de lo que los sentidos
captan para reconocer lo esencial, porque más allá no hay monstruos sino una
mirada distinta para comprender mejor el misterio.
Poema
en árabe se dice qasida. Casilda es el nombre de una princesa musulmana,
hija del rey de Toledo, cuya vida transcurrió a mediados del siglo XI. Ella
también socorría a los cristianos cautivos y cuenta la leyenda que, sorprendida
por su padre, los alimentos que había recogido en su delantal se le
convirtieron en rosas. El nombre de la rosa representa a esas palabras
indispensables e insustituibles que tan claramente significan por ellas mismas
que es imposible definir qué significan.
La
princesa Casilda enfermó gravemente y ningún físico de la corte conseguía
curarla, y como llegara a la corte la fama de cierta laguna milagrosa cerca de
Briviesca, su padre no dudó en enviarla a tierras enemigas. Una vez allí, la
princesa Casilda despidió a su escolta y se sometió a la acción benéfica de las
aguas. Los habitantes de los contornos recibieron con fervor a la princesa
musulmana, pues, como pudieron comprobar, su presencia ahuyentó a las alimañas,
a las heladas, al granizo y a los forajidos que asaltaban a los viajeros. Allí
se le edificó un santuario y todavía hoy, cada 9 de abril, acuden romerías de
los alrededores para venerarla. La llaman Santa Casilda.
Este
es otro ejemplo de que más allá no hay monstruos, de que no es peligroso
asomarse al exterior y de que ni el diablo ni el ángel han logrado aún firmar
un contrato exclusivo con ningún pueblo, raza, religión o cultura, por más que
lo lleven intentando. Aunque las batallas que libran entre ellos a todos nos
conciernen.
En
el siglo XIII, el rey poeta Alfonso X el Sabio fundó en Toledo la Escuela Real de
Traductores con el fin de que el pensamiento y la ciencia no fueran patrimonio
de un único idioma y pudieran difundirse entre todos los pueblos.
del libro: El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti
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