San Francisco Javier
1506-1552Sacerdote misionero Jesuita en el lejano Oriente
Fiesta: 3 de diciembre
En
breve:
Nació en el castillo de Javier (Navarra) el año 1506.
Cuando estudiaba en París, se unió al grupo de san Ignacio. Fue ordenado
sacerdote en Roma el año 1537, y se dedicó a obras de caridad. El año 1541
marchó al Oriente. Evangelizó incansablemente la India y el Japón durante diez
años, y convirtió muchos a la fe. Murió el año 1552 en la isla de Sanchón
Sancián, a las puertas de China.
¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! De sus cartas a san Ignacio
Son pocos los hombres que tienen el corazón tan grande como
para responder a la llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines
de la tierra. San Francisco Javier es uno de esos. Con razón ha sido
llamado: "El gigante de la historia de las
misiones"
y el Papa Pío X lo
nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras
relacionadas con la propagación de la fe. La oración del día de su fiesta dice así: "Señor, tú has querido que varias naciones
llegaran al conocimiento de la verdadera religión por medio de la predicación de
San Francisco Javier". El famoso
historiador Sir Walter Scott comentó:
"El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar
que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido, la
decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido
nunca en embajada alguna".
Francisco nació
en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España. Era el benjamín de la familia. A los dieciocho años fue a estudiar a la
Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el
grado de licenciado. Dios estaba preparando grandes cosas, por lo
que dispuso que Francisco Javier tuviese como compañero de la pensión a Pedro
Favre, que sería como él jesuita y luego beato, también providencialmente
conoció a un extraño estudiante llamado Ignacio
de Loyola, ya bastante mayor que sus compañeros. Al principio
Francisco rehusó la influencia de Ignacio el cual le repetía la frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a un hombre ganar el
mundo entero, si se pierde a sí mismo?". Este pensamiento al principio le parecía
fastidioso y contrario a sus aspiraciones, pero poco a poco fue calando y
retando su orgullo y vanidad. Por fin San Ignacio logró que Francisco se
apartara un tiempo para hacer un retiro especial que el mismo Ignacio había
desarrollado basado en su propia lucha por la santidad. Se trata de los "Ejercicios Espirituales". Francisco fue guiado por
Ignacio en aquellos días de profundo combate espiritual y quedó profundamente
transformado por la gracia de Dios. Comprendió las palabras que
Ignacio: "Un corazón tan grande y un
alma tan noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos. Tu ambición debe ser la gloria que dura
eternamente".
Llegó a ser uno
de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de los jesuitas,
consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y
resolvieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera,
poniéndose en todo caso a la total dependencia del Papa. Junto con ellos
recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos
compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de la Tierra Santa,
emprendieron camino hacia Roma, en donde Francisco colaboró con Ignacio en la
redacción de las Constituciones de la
Compañía de Jesús. Bien dice el Libro del Eclesiástico: "Encontrar un buen amigo es como
encontrarse un gran tesoro".
A las
Misiones
En 1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón
Rodríguez a la India en la primera expedición misional de la Compañía de Jesús.
Para embarcarse, Francisco Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el P.
Rodríguez, quien se ocupaba de asistir e instruir a los enfermos en el hospital
donde vivía. Javier se hospedó también
ahí y ambos solían salir a instruir y catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la
corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez
tuvo que quedarse en Lisboa. También San
Francisco Javier se vio obligado a permanecer ahí ocho meses y, fue por entonces
cuando escribió a San Ignacio: "El rey
no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí podremos
servir al Señor tan eficazmente como allí".
Pero Dios tenía otros planes y Francisco Javier partió hacia las misiones
el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó un breve por el
que el Papa le nombraba nuncio apostólico en el oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase más
que un poco de ropa y algunos libros.
Tampoco quiso Javier llevar consigo a ningún criado, alegando que "la
mejor manera de alcanzar la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin
que nadie lo sepa". Con él partieron a
la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un
portugués que aún no había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el
santo escribió a San Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía
"un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia
extraordinaria".
Otros cuatro navíos completaban la flota. En el barco
viajaba el gobernador de la India, Don Martín Alfonso Sousa y, además de la
tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación y entre los pasajeros
había gente de toda clase, de suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas,
combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Francisco se encargó de catequizar a
todos. Los domingos predicaba al pie del
palo mayor de la nave. Convirtió su
camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de
que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él
también. Pronto se desató a bordo una
epidemia de escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del cuidado de los
enfermos. La expedición navegó meses
para alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente
africano y llegar a la isla de Mozambique, donde se detuvo durante el
invierno; después siguió por la costa
este del Afrecha oriental y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, la expedición llegó a Goa, el 6 de
mayo de 1542 tardándoles el doble de lo normal.
San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus
compañeros, cuyo navío se había retrasado.
La Pérdida de la fe entre los Cristianos de
las Colonias
Goa era colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de
cristianos, con obispo, clero y varias iglesias. Desgraciadamente, muchos de los portugueses
se habían dejado arrastrar por la ambición, la usura y los vicios, hasta el
extremo de que muchos abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído en desuso; se
usaba el rosario para contar el número de azotes que mandaban dar a sus
esclavos. La escandalosa conducta los
cristianos alejaba de la fe a los infieles. Esto fue un reto para San Francisco
Javier. Además, fuera de Goa había a lo
más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era sacerdote. El misionero comenzó
por instruir a los portugueses en los principios de la religión y a formar a los
jóvenes en la práctica de la virtud.
Después de pasar la mañana en asistir y consolar a los enfermos y a los
presos, en hospitales y prisiones miserables, recorría las calles tocando una
campanita para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y el santo les
enseñaba el Credo, las oraciones y la practica de la vida cristiana. Todos los domingos celebraba la misa a los
leprosos, predicaba a los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con el prójimo le
ganaron muchas almas. Uno de los pecados
más comunes era el concubinato de los portugueses de todas las clases sociales
con las mujeres del país, dado que había en Goa muy pocas portuguesas. Tursellini, el autor de la primera biografía
de San Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe con viveza los
métodos que empleó el santo para combatir aquella vida de pecado. Por ellos, puede verse el tacto con que supo
Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía ni al
sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos. Para instruir a los pequeños y a los
ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del cristianismo a la música
popular, un método que tuvo tal éxito que, poco después, se cantaban las
canciones que él había compuesto, lo mismo en las calles que en las casa, en los
campos que en los talleres.
Misionero con los Paravas
Cinco meses más
tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden
frente a Ceilán
desde el Cabo de
Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas. Estos habían aceptado el bautismo para
obtener la protección de los portugueses contra los árabes y otros
enemigos; pero, por falta de
instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo y practicaban sus
errores1.. Javier partió en auxilio de esa tribu que
"sólo sabía que era cristiana y nada más".
El santo hizo trece veces aquel viaje tan peligroso, bajo el tórrido
calor del sur de Asia. A pesar de la
dificultad, aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y confirmar a los
ya bautizados. Particular atención
consagró a la enseñanza del catecismo a los niños. Los paravas, que hasta entonces no conocían
siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus
hermanos de Europa que, algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por
administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos paravas, que eran considerados
de casta baja, extendieron a San Francisco Javier una acogida calurosa, en tanto
que los brahamanes, de clase alta, recibieron al santo con gran frialdad, y su
éxito con ellos fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había logrado
convertir a un brahamán. Según parece,
en aquella época Dios obró varias curaciones milagrosas por medio de
Javier.
Por su parte, Javier se adaptaba plenamente al pueblo con el
que vivía. Con los pobres comía arroz y
dormía en el suelo de una pobre choza.
Dios le concedió maravillosas consolaciones interiores. Con frecuencia, decía Javier de sí
mismo: "Oigo exclamar a este pobre
hombre que trabaja en la viña de Dios:
'Señor no me des tantos consuelos en esta vida; pero, si tu misericordia ha decidido
dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti '". Javier regresó a Goa en busca de otros
misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un
catequista indígena y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes
puntos del país. El santo escribió a
Mansilhas una serie de cartas que constituyen uno de los documentos más
importantes para comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con
que se enfrentó.
El Escándalo de los Malos Cristianos: Espina
en el Corazón
Nada podía
desanimar a Francisco. "Si no encuentro una barca- dijo en una ocasión- iré
nadando". Al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar
comentó: "Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían
allá. Pero no hay sino almas para
salvar". Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador.
El sufrimiento de
los nativos a manos de los paganos y de los portugueses se convirtió en lo que
él describía como "una espina que llevo constantemente en el corazón". En cierta ocasión, fue raptado un esclavo
indio y el santo escribió: "¿Les
gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un
portugués al interior del país?. Los
indios tienen idénticos sentimientos que los portugueses". Poco tiempo después, San Francisco Javier
extendió sus actividades a Travancore.
Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que
fue acogido con gran regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos de
los habitantes. En seguida, escribió al
P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de los
niños, a quienes seguramente divertía mucho repetir a otros lo que acababan de
aprender de labios del misionero. Los
badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín,
destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos
como esclavos. Ello entorpeció la obra
misional del santo. Según se cuenta, en
cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en
la mano, y le obligó a detenerse. Por
otra parte, también los portugueses entorpecían la evangelización; así, por ejemplo, el comandante de la región
estaba en tratos secretos con los badagas.
A pesar de ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo,
perseguido por los badagas, San Francisco Javier escribió inmediatamente al P.
Mansilhas: "Os suplico, por el amor de
Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora". De no haber sido por los esfuerzos
infatigables del santo, el enemigo hubiese exterminado a los paravas. Y hay que decir, en honor de esa tribu, que
su firmeza en la fe católica resistió a todos los embates.
El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de
los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600
cristianos. El gobernador, Martín de
Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese
sitio; pero la expedición no llegó a
partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al
santuario del Apóstol Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia
portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de
San Francisco Javier. Además de la
conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su
exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros.
Carta de Protesta al Rey
En
1545, el santo escribió desde Cochín al rey de Portugal, en la que le daba
cuenta del estado de la misión. En ella
habla del peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo,
"escandalizados y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen
los propios oficiales de Vuestra Majestad . . . Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad
a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste a aquellos de tus
súbitos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India?
' ". El santo habla muy elogiosamente del vicario
general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe nuevamente
con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su informe en Lisboa. "Como espero morir en estas partes de la
tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude
con sus oraciones para que nos encontremos en el otro, ciertamente estaremos más
descansados que en éste". San Francisco
Javier repite sus alabanzas sobre el vicario general en una carta al P. Simón
Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los
europeos: "No titubean en hacer el mal,
porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su
beneficio. Estoy aterrado ante el número
de inflexiones nuevas que se dan aquí a la conjugación del verbo
'robar'"
Malaca y el Gozo de Servir al
Señor
En la primavera de 1545, San Francisco Javier partió para
Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca
era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la
corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de
costumbres licenciosas. Anticipándose a
la moda que se introduciría varios siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en
pantalones, sin tener siquiera la excusa de que trabajaban como los
hombres. El santo fue acogido en la
ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos
de reforma.
En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los
pasos. Fue una época muy activa y
particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido,
visitando ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es
difícil identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio
sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales
había colonia de mercaderes portugueses.
Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio: "Los peligros a los que me encuentro expuesto
y los trabajos que emprendo por Dios, son primavera de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del mundo en que el
hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de
lágrimas de alegría. No recuerdo haber
gustado jamás tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el
efecto de las duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los
enemigos declarados y los amigos aparentes".
De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses predicando. Antes de volver a la India, oyó hablar del
Japón a unos mercaderes portugueses y conoció personalmente a un fugitivo del
Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó
nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó los siguientes quince meses viajando sin descanso entre
Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el "Colegio
Internacional de San Pablo" en Goa) y preparar su partida al misterioso Japón,
en el que hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Escribió la última carta al rey Juan III, a
propósito de un obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía: "La experiencia me ha enseñado que Vuestra
Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de
ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana".
Japón
En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro
sacerdote de la Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había
tomado el nombre de Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al
cristianismo. El día de la fiesta de la
Asunción desembarcaron en Kagoshima, Japón. En Kagoshima, los habitantes los
dejaron en paz. San Francisco Javier se
dedicó a aprender el japonés lo cual no era nada fácil para el. Sin embargo logró traducir al japonés una
exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se
mostraban dispuestos a escucharle. Al
cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones. Ello provocó las sospechas de las
autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro
sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos. Antes de partir de Kagashima, fue a visitar
la fortaleza de Ichku; ahí convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al
criado de ésta, a algunas personas más y dejó la nueva cristiandad al cargo del
criado. Diez años más tarde, Luis de
Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno
fervor a esa cristiandad aislada.
San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de
Nagasaki. El gobernador de la ciudad
acogió bien a los misioneros, de suerte que en unas cuantas semanas pudieron
hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P.
de Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en
Honshu. Ahí predicó en las calles y
delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se
burlaron de él.
Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la
principal ciudad del Japón. Después de
trabajar un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas,
prosiguió el viaje con sus dos compañeros.
Como el mes de diciembre estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la nieve
y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero, llegaron los misioneros a
Miyako. Ahí se enteró el santo de que
para tener una entrevista con el mikado necesitaba pagar una suma mucho mayor a
la que poseía. Por otra parte, como una
guerra civil hacía estragos en la ciudad, San Francisco Javier comprendió que,
por el momento, no podía hacer ningún bien ahí, por lo cual volvió a Yamaguchi,
quince días después. Viendo que la
pobreza de su persona se convertía en un obstáculo para llegar al gobernador, se
vistió con gran pompa y fue al gobernador escoltado por sus compañeros, con toda
la regalía de su título de embajador de Portugal. Le entregó las cartas que le
habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de
música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con esos
regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista
para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección oficial,
San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas
personas.
Habiéndose enterado de que un navío portugués había atracado
en Funai (Oita) de Kiushu, el santo partió para allá y resolvió partir en ese
barco a visitar sus comunidades cristianas en la India antes de hacer el deseado
viaje a China. Los cristianos del Japón,
que eran ya unos 2000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano
Fernández. A pesar de las dificultades
que sufrió, San Francisco Javier opinaba que "no hay entre los infieles ningún
pueblo más bien dotado que el japonés".
Regreso a la India y expedición a la
China
La cristiandad había prosperado en la India durante la
ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las dificultades y los
abusos, tanto entre los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y
todo ello necesitaba urgentemente la atención del santo. Francisco Javier emprendió la tarea con tanta
caridad como firmeza. Cuatro meses
después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente, llevando por compañeros
a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino que
hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su lengua natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego
Pereira, a quien el virrey de la India había nombrado embajador ante la corte de
China.
San Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada
con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de
la región. Como Alvaro de Ataide era
enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejar partir Pereira y a Francisco
Javier, tanto en calidad de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos
de Francisco Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por
el que había sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de oponer obstáculos a un nuncio
pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Finalmente, Ataide permitió que Francisco
Javier partiese a la China. El santo
envió al Japón al sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino,
que se llamaba Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente
en China, que hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de 1552, la expedición llegó
a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan) que dista unos veinte kilómetros de
la costa y está situada a cien kilómetros al sur de Hong Kong.
Muerte a las Puertas de China
Por
medio de una de las naves, Francisco Javier escribió desde ahí varias
cartas. Una de ellas iba dirigida a
Pereira, a quien el santo decía: "Si hay
alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito". En seguida, describía las medidas que había
tomado: con mucha dificultad y pagando
generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a
desembarcar de noche en Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría su
nombre a nadie. En tanto que llegaba la
ocasión de realizar el proyecto, Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de los navíos
portugueses, el santo se encontró en la miseria. En su última carta escribió: "Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas
ganas de vivir como ahora". El mercader
chino no volvió a presentarse. El 21 de
noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño, de
suerte que al día siguiente pidió que le trasportasen de
nuevo a tierra. En el navío predominaban
los hombres de Don Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste,
dejaron a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo
a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier, consumido por la
fiebre. Sus amigos le hicieron algunas
sangrías, sin éxito alguno. Entre los
espasmos del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre, según escribió
Antonio, "viendo que estaba moribundo, le puse en la mano un cirio
encendido. Poco después, entregó el alma
a su creador y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de
Jesús". San Francisco Javier tenía
entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y
dos esclavos.2
Su cuerpo se conserva incorrupto
Uno de los tripulantes del navío había aconsejado que se
llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la
tumba. Al quitar el barro del rostro, los
presentes descubrieron que se conservaba perfectamente fresco y que no había
perdido el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a
barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca,
donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de
Ataide. Al fin del año, fue trasladado a
Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen
Jesús.
Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que
Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Felipe Neri e Isidro el
Labrador.
NOTAS
1
-El P. Coleridge, S. J.:
"Probablemente todos los misioneros que han ido a regiones en las que sus
compatriotas se hallaban ya establecidos . . . han encontrado en ellos a los
peores enemigos de su obra de evangelización.
En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como las
protestantes. España, Francia y Portugal
son tan culpables como Inglaterra y Holanda".
2
Antonio describió
los últimos días del santo, en una carta a Manuel Teixeira, el cual la publicó
en su biografía de San Francisco Javier.
BIBLIOGRAFIA
Eliécer
Sálesman, P. - Vidas de los Santos
Mario Sgarbossa - Luigi Giovannini -
Un
Santo Para Cada Día
*
* * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario