Ama a tu prójimo como a ti mismo
por Ricardo Camacho Rodríguez
En San Marcos 12, versículos 30 y 31, leemos. “Amarás el Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; éste es el
principal mandamiento. Y el segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos”. Todos conocemos bien estos mandamientos y cada uno de nosotros, a nuestra manera, hacemos lo mejor que podemos por adherirnos a ellos. Lo que nos interesa no es que la mayoría de nosotros trate de amar a nuestros prójimos con variables grados de éxito, sino cuántos consideran alguna vez la importancia de amar “a tu prójimo como a ti mismo”. Al analizar este mandamiento, especialmente a la luz de sus dos palabras finales, parece estar implicado que tenemos un sentimiento positivo y bondadoso hacia nosotros mismos. ¿No indica ello que únicamente podemos amar verdaderamente a nuestro prójimo y, consecuentemente, manifestar ese amor en forma constructiva, si pensamos lo suficientemente bien de nosotros mismos antes de que comencemos?
Parece ciertamente razonable que cualquiera, atormentado con la duda de sí mismo o el autoaborrecimiento, no tenga una alta opinión de sí mismo.
Consecuentemente, si vamos a tomar la fraseología de este mandamiento literalmente, por lo menos, no podemos tener una alta opinión de nuestro prójimo tampoco. No podemos amar a nuestro prójimo puesto que no nos amamos a nosotros mismos, sino que, muy probablemente, miraremos a nuestro prójimo con duda o también repugnancia. Si alguno halla motivo para decir “yo me odio a mí mismo”, ¿puede decir cualquier cosa mejor acerca de su prójimo? Si él, consciente o inconscientemente, se considera ineficaz, inconsecuente, indigno, inferior, inadecuado, inartístico, si talento o cualquiera de docenas de otras características o atributos negativos, ¿puede él salir del atolladero de la desesperanza, repugnancia y semejante bajo amor propio, como para que tales sentimientos engendren suficientes pensamientos de verdadero amor a su prójimo? Parece difícilmente probable.
Puede, por supuesto, y probablemente lo haga a menudo suficientemente, ver a su prójimo o a alguna otra persona conocida como el resumen de todo lo que siente que él
no es y, en consecuencia, mirarlo, o como algo rayano en la admiración, o con envidia.
En ningún caso están sus sentimientos a tono con la característica del verdadero amor fraternal. La envidia, por supuesto, genera pensamientos negativos de toda clase y, obviamente, no conduce al amor. Mirar a otra persona con reverencia es atribuirle
cualidades que pertenecen al triple Ser Supremo. Tarde o temprano la ilusión está sujeta a hacerse añicos y el individuo que se encuentre bajo la ilusión estará más desanimado que antes de comenzar a venerar a su amigo. De nuevo, el amor fraternal no puede resultar de tal condición.
Además, ¿puede una persona envuelta en una nube de duda de sí misma y de
autorrepugnancia, ver cualquier cosa con la adecuada perspectiva, sea otra persona o
cualquier manifestación material o espiritual? Su deformado concepto de sí mismo no puede sino deformar su concepto de toda otra cosa de su alrededor, y existe en un pantano de desconfianza y de negación, que se ensancha continuamente, que le hace ser cada vez más incapaz de reconocer la belleza y la bondad cuando las encuentre. En tal situación sería imposible que el amor a su prójimo se desarrolle en su corazón.
Lo que hoy en día se denomina “baja autoestima”, o sea, tener de uno una pobre o baja opinión, es automáticamente negar la Divina Chispa Interna y verse uno con una falsa luz. Por supuesto, es posible y bueno que una persona deteste el mal o los pensamientos y hechos negativos que haya cometido o traído a la existencia. Pero, una vez que estos males hayan sido reconocidos, depreciados y rechazados, viene rápidamente el tiempo de procurar la restitución y dejar que los males queden atrás, prometiendo no permitirles tomar forma de nuevo. Pensar en ellos y en lo que algunos de nosotros somos propensos a considerar nuestra “indignidad”, con gran frecuencia, no puede causar sino daño. Es, además, importante reconocer y recordar las cosas malas que podamos cometer y el Ego o Espíritu, que es nuestro verdadero “Yo”, son dos cosas diferentes. Nada que nosotros o cualquier ser o circunstancia puede crear puede cambiar la innata divinidad que está dentro de cada uno de nosotros, y no importa a qué profundidad puedan hundirse nuestros pensamientos y acciones, el verdadero Espíritu Interno permanece puro y, con el tiempo, alcanzará su divino destino.
Esforcémonos siempre por remediar nuestras faltas, pero en forma positiva, seguros de que con esfuerzo, persistencia y oración, nuestras inmanentes naturalezas divinas se convertirán, cada vez más, en señores de nuestra, así llamada, “naturaleza inferior”. Si desperdiciamos el tiempo encenagándonos en la humillación de nosotros mismos, pasará mucho tiempo antes de que la Divinidad Interna se manifieste.
El otro extremo, el exagerado amor propio, por supuesto, no es conducente a crear una atmósfera en la cual pueda manifestarse el amor fraternal. La afectación y la arrogancia también crean una falsa opinión de los alrededores y compañías de uno:
nadie es tan “bueno” o “talentoso” o “virtuoso” como la persona misma; nadie más puede practicar tan completamente como él, ni puede proporcionar las respuestas
correctas, o tener tan completa adherencia a cualquier situación. En resumen: sólo él
está completamente calificado para tratar con cualquier demanda que se le haga. Desde esta cumbre de auto-admiración, la más próxima cosa para “amar” que pudiera resultar es un tipo de superior condescendencia, que permitirá a la persona llevar a cabo “actos de caridad” u otros servicios para su prójimo, no del todo con espíritu de servicio como es definido en las Enseñanzas Rosacruces, sino de una manera patrocinante, que hace demasiado claro para el recipiente, que el donante le cree incapaz de funcionar sin su propia asistencia superior. Esto, de nuevo, no es ciertamente amor fraternal, el cual presupone autosacrificio y compasión.
La autoadmiración injustificada y exagerada es tan improductiva y negativa como la humillación de sí mismo. Esta vez no es tanto una cuestión de negar la Chispa Divina, como de exagerar el mérito de ciertas características personales, y de verlas
como alguna clase de rasgos sublimes, lo que no son. El individuo con el Ego hinchado tiene tan desproporcionado sentido de su propio mérito, que no ve los defectos (por regla general muchos) que le desfiguran, a pesar de lo que él considera sus buenos puntos. Puede, ciertamente, a menudo, tener la mente de un genio o la capacidad de hacer una cosa o un sinnúmero de cosas mejor que sus semejantes, pero con seguridad podremos decir que también tiene un sinnúmero de rasgos muy desagradables para aquéllos que encuentra. El orgullo, indudablemente, está a la cabeza de la lista. La persona que es sinceramente espiritual no puede, por definición, ser arrogante. Las mismas personas que pudieran tener razón de considerar que están a la vanguardia de sus semejantes, están entre las más humildes, enviando diariamente pensamientos y creando, en verdad, una atmósfera de amor, compasión y gratitud.
¿Qué se requiere, entonces, para “amar al prójimo como a uno mismo” de una
manera efectiva? Tal vez, más que ninguna otra cosa, comprensión. ¿Por qué hace el
prójimo cosas que parecen extrañas? ¿por qué dijo lo que dijo? Y, realmente, ¿quiso
decir lo que dijo? ¿Por qué es tan colérico o aparenta ser tan “humilde”? No podemos formular respuestas para tales preguntas a menos que primero, tengamos una comprensión satisfactoria de nosotros mismos y de nuestras propias naturalezas
inferiores. Reconocer nuestras propias faltas e imperfecciones es el primer paso para
volverse tolerante de las faltas de los demás. Después de eso será mucho más fácil tener
consciencia de la “Divina Esencia Interna” que está tras de “los aspectos a veces poco atrayentes de nuestro prójimo”.
Debido a nuestra creencia en las razones ocultas o espirituales que nos hacen ser lo que somos, estamos mejor equipados para llegar a tener una comprensión de nosotros mismos y, de este modo, considerar las “peculiaridades” de nuestro prójimo con más comprensión y consecuente tolerancia, que lo son las personas no familiarizadas con estos asuntos. Así podemos decir que el segundo requerimiento es la compasión, el sentimiento de empatía generado por la genuina comprensión y la tolerancia. “Allí por la gracia de Dios voy”. Si no hemos sido lo suficientemente afortunados como para aprender esas particulares lecciones algún tiempo en el pasado, también nosotros podríamos estar en su pellejo ahora. Nosotros somos tan humanos como él es, y tan propensos a errar, si no en la dirección de sus errores, entonces en algunos otros. Debemos, ciertamente, recordar que no somos perfectos - de hecho, tenemos un largo camino que recorrer - pero también nunca debemos perder de vista el hecho de que lo divino, lo bueno y lo perfecto existen dentro de nosotros. Lo potencial está allí y, algún día, con persistencia y paciencia, será manifestado. Y la misma cosa es cierta, por supuesto, de nuestros hermanos. Parece lo suficientemente claro que lo que sentimos de nosotros mismos determina nuestros sentimientos hacia los demás y, una vez que nos miremos a nosotros mismos con una luz positiva, alentadora y esperanzada, estaremos aparejados para considerar a nuestros prójimos de parecida manera. Lo que debemos sentir para nosotros mismos, entonces, no es ni autoadmiración ni autohumillación, sino una comprensión positiva de nuestras propias características y naturalezas internas, y un miramiento nacido del conocimiento de que somos Hijos de Dios, y que lo Divino mora en nosotros y nosotros en Él, y que nosotros también estamos destinados a llegar a ser semejantes a Dios, por muy lejanos que parezcamos estar actualmente de ese glorioso estado.
de Boletín Rosacruz , Nº 32
Año 1999 Tercer trimestre (Julio Setiembre) Fraternidad Rosacruz Max Heindel - Madrid
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