Y Jesús cantó y bailó
“En el principio era la Danza, y la Danza era Ritmo. Y la Danza estaba en el Ritmo. En el principio era el Ritmo, todo ha sido hecho por él, y sin él nada ha sido hecho” (Serge Lifar, bailarín ruso)
Las civilizaciones antiguas vivían en armonía con el Cosmos pues entendían que el ser humano estaba indisolublemente ligado a los ritmos del Universo. En este contexto, los antiguos buscaron entrar en íntima comunión con este orden cósmico, y a través de danzas de naturaleza sagrada intentaron sintonizarse con los movimientos de los astros, representando corporalmente el principio de correspondencia: “Así como es arriba es abajo”.
El primero en usar la palabra “Cosmos” fue Pitágoras, quien habló de un “orden universal”, postulando que éste podía ser plasmado en la Tierra. En consonancia con esto, la escuela pitagórica otorgó gran importancia a la música y la danza, pues consideraban que estas dos disciplinas eran una forma sencilla de entrar en comunión con la armonía de las esferas.
Este orden cósmico era bien entendido por los danzantes de la antigüedad que observaban en el cielo el movimiento ordenado de los cuerpos celestes y luego buscaban imitarlos a través de sus movimientos, convirtiéndose así en “pontífices” (puentes de la Belleza), es decir intermediarios entre el Padre Cielo y la Madre Tierra, para participar activamente en los ritmos y en el orden cósmico de los cuales se sentían (y eran) parte.
Toda danza sagrada primordial era concebida entonces como un “espejo del firmamento”, una forma válida de establecer una conexión con la Fuente Primordial a través de un cuerpo en movimiento y una mente serena.
No es raro que –aún hoy– los bailarines experimentados afirmen que la danza sagrada es una “meditación en movimiento” o que la definan como una “oración corporal”, donde el parloteo de la mente racional se diluye poco a poco al mismo tiempo que el ejecutante accede a estados de conciencia superiores.
Tal vez por esto, el gran místico Rumi (1207-1273) decía: “Varias son las sendas que conducen a Dios y yo he elegido la senda de la danza y de la música”, y su ejemplo fue perpetuado por las escuelas de los derviches, que consideran que todo en el cosmos danza (samâ) al son de una melodía trascendente, desde los átomos a los planetas, y por eso danzar es trascender para participar del movimiento universal.
Una danza crística
En el Nuevo Testamento se dice al pasar que –tras la última cena– Jesús cantó un himno con sus discípulos (véase Mateo 26:30 Marcos 14:26), que algunos investigadores relacionan con el “Gran Hallel” (Salmo 136).
Sin embargo, esta alusión a Cristo cantando puede complementarse con otra que aparece en los evangelios apócrifos, más precisamente en los “Hechos de Juan” donde el Maestro no solamente canta sino que, además, dirige una danza circular sagrada con sus apóstoles proclamando que “quien no baila, no conoce el camino de la vida. Así, responded a mí bailando. Contemplaos en mí que hablo y, viendo lo que hago, guardad silencio sobre mis misterios…” (1)
Según este insólito relato gnóstico del siglo II, Jesús habría pedido a sus Hermanos que se tomaran de las manos para formar una ronda, colocándose él mismo en el centro, a fin de guíar los pasos de un baile sagrado, y pidiendo a sus discípulos que replicaran sus palabras con el mantram “Amén” (2):
Gloria a ti, Padre. Amén,
El número doce danza en las alturas. Amén.
El Todo en las alturas participa en nuestra danza. Amén.
El que no baila no sabe lo que va a pasar. Amén.
Max Pulver consideraba que esta danza crística remitía a una iniciación ritual de los primeros gnósticos (3), mientras que G.R.S. Mead sostenía que el texto mostraba “un misterio ritual y quizás la liturgia cristiana más antigua que pueda rastrearse”. (4)
Según Luciano de Samosata (125-181 d.C.): “No es posible encontrar ningún antiguo rito de iniciación sin danza, por supuesto los de Orfeo y Museo, y los más importantes bailarines de la época que establecieron tales ritos, al disponer como algo bellísimo que la iniciación se hiciera con ritmo y danza. Aunque las ceremonias son así, debo callarme por los no iniciados, pero todos han oído decir que a los que anuncian los misterios la gente los llama “los danzantes”, (5) y esto se hace evidente en la figura del laberinto que los antiguos no recorrían caminando sino bailando, tal como declaran diversas investigaciones. Por esto, el estudioso Karl Kerenyi aseguraba que “cualquier investigación sobre el laberinto debería basarse en la danza”. (6)
Si reflexionamos sobre la disposición del Cristo en el centro y sus doce discípulos girando a su alrededor, queda en evidencia una naturaleza iniciática y solar de esta danza, donde el Salvador representa al Sol y los discípulos a los doce signos zodiacales. El número doce nunca es casual ya que –como bien indica Julius Evola– “el doce es un número solar que, de una u otra forma, siempre apareció allí donde se constituyó, o intentó constituirse, un centro tradicional” (7), y esto bien vale para las tres “mesas del Grial”: la de Cristo y sus apóstoles, la del Rey Pescador y sus vasallos, y la de Arturo y sus nobles caballeros.
Si Jesús realmente bailó con sus discípulos es algo que nunca podremos saber. Sin embargo, lo más jugoso del episodio es la imagen que nos muestra del Cristo: celebrando la vida con sus discípulos, cantando, bailando y riendo.
No obstante, esta imagen jovial del Cristo como Maestro de Danza nunca interesó a la Iglesia Católica, que prefirió mostrar a un personaje más solemne que se limitaba a sonreír con tibieza. El teólogo francés Nicolas-Sylvestre Bergier habló de esta prohibición: “Desde que la Iglesia Cristiana tuvo libertad para celebrar con pompa su culto exterior, los concilios prohibieron a los fieles danzar, aun bajo pretexto de religión. El concilio de Laodicea en el año 367, el tercer concilio de Toledo en el año 589, el concilio en Trullo en el año 692, y muchos otros en la sucesión de los siglos prohibieron absolutamente la danza, sobre todo en los días de fiesta. Los Padres de la Iglesia manifestaron los peligros de la danza con el ejemplo de la hija de Herodíades, cuya funesta habilidad fue causa de la muerte de Juan el Bautista”. (8)
Más allá del expreso veto conciliar, las danzas nunca desaparecieron del todo y fueron el eje de varias festividades cristianas, especialmente en la noche de San Juan donde era usual que los participantes bailaran en torno a enormes hogueras.
Como disciplina artística, la danza nos invita a contemplar (“mirar lejos” o “ver más allá”), y la misma puede considerarse un vehículo de conciencia a través del cual es posible encarnar la belleza, por encima de los estímulos sensoriales (9).
Por esto, toda danza tradicional no es un mero divertimento (aunque sí pueda ser divertida) sino una forma activa de oración y meditación, y también un ritual para la conexión divina, una vía virtuosa para despertar la conciencia y avanzar hacia la iluminación.
Notas bibliográficas
(1) “Hechos de Juan”, versos 64-67
(2) Yarber, Angela: “Dance in Scripture: How Biblical Dancers Can Revolutionize Worship Today”
(3) Véase: “The Mysteries”, editado por Joseph Campbell
(4) Mead, G.R.S: “El Himno de Jesús”
(5) Luciano de Samosata: “Sobre la danza” (XV, 177)
(6) Kerenyi, Karl: “En el laberinto”
(7) Evola, Julius: “El misterio del Grial”
(8) Bergier, Nicolas-Sylvestre: “Diccionario de teología”, Vol. II
(9) La Filosofía Iniciática declara que la belleza es un estado interior. Coomaraswamy dice que: “el secreto de todo arte ha de encontrarse en el olvido de sí mismo. Y sabemos que este estado de gracia no se consigue en la búsqueda del placer; los hedonistas tienen su recompensa, pero son esclavos de lo hermoso, mientras que el artista es libre en la belleza”.
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